Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Órdenes monásticas. Música de Dhafer Youssef, el Réquiem de los pájaros. Soñé, porque imaginar lo es, un monasterio en el Sinaí, aislado, en donde los monjes aguardan como los soldados de El desierto de los tártaros pero esta vez por espectros santos. Huertos de especias, hierbas que el hermano cocinero corta con mesura para hervir el sustento de los hombres. Barro cocido, mixtura con roca, cascajo, arena, esbozos de plantas y cielo de universo. Huellas de ajonjolí, el claro y el oscuro; cardamomo, raro que crezca aquí, para preparar masala como la que yo hacía en Denver. Más extraño aún, en la tierra de la sed, largas vainas ácidas de tamarindo, fruto de las guerras de Santa Rosa, según relataba mi amigo Darwin Pinto, en un mítico oriente nutrido de la Guerra de Secesión como de la Guerra del Chaco. Ilusión alucinada, que implica un doble peligro tanto como doble belleza.
He caminado
al borde de los canales de Ljubljana. Todo estaría de maravilla si no hubiese
tantos turistas. Escucho hablar en lenguas, sin que de ángeles ni creyentes se
trate, pero me doy cuenta que mucho hay de movimiento local. País tan breve en
gente y semejantes multitudes alrededor. Dragones verdes en el puente principal
que atraviesa el canal. Dragón el símbolo de la ciudad. Deduzco que de las
montañas bajarían raudos regando de fuego cultivos y razas. Llegarían con la
brisa fría de las tres, la que arriba desde las faldas de los Alpes. Algo,
mucho de medieval, dorado y escondido el horror por la modernidad capitalista.
En una disquera, a precios inflados, reviso volúmenes de mayormente música
norteamericana, rock inglés y jazz. Uriah Heep. Ritmos latinos, de Cuba
tradicional a los salseros de siempre. No veo Ray Barreto: Watusi, el hombre
más guapo de La Habana. Me puse a recordar y bien tengo presente que en abril
de 1989 compré en Tower Records de Washington DC el primer y único disco compacto
que tuve de él. Perdido, por supuesto, como tanto otro. Como un tomo de
filosofía política de Bakunin, como, en Visor, poemas de Mallarmé. ¿A qué
mortificarse? Cosas van cosas vienen. Tiempos de amores muertos, nuevos tiempos
de amores vivos. Escribe Severo Sarduy: "...Entrando en ti, cabeza con
cabeza, pelo con pelo, boca contra boca...". Monjes esperan sombras,
gendarmes pierden las pupilas al simún aguardando en vano por lo que no vendrá.
Simplemente no existe y ellos no lo saben. Severo Sarduy escribe:
“El hombre
está solo frente a la luz soñada por Dios.
Los gritos
de las bestias del cielo, las extrañas voces de los ángeles, las aguas de la
tierra por él han sido nombradas.
He aquí que
él descubre soñado y acepta su señal: la furia de los ángeles, la nada, el
olvido de Dios”.
Bandadas de
pájaros apenas rozan los ríos. Abrevan mientras vuelan. De a ratos uno atrapa
una espuela de plata. Brilla, magnífica, ante la luz, de Dios la luz afirma el
poeta. Reluce, de argento, el sol. De luna. Atardecer y crepúsculo. Naranjas colores,
feria de mercado en la lontananza del fin del mundo.
Col crecida
como flor. Alimenta cuerpo y alma, hermosura y nutriente. Viejitas chinas andan
con paquetes escondidos debajo del brazo. Llevan vegetales desconocidos,
secretos, saber que nos está vedado. Grandes tilapias observan con ojos
condenados. Un mazo de madera acaba con sus gentiles pensamientos. Secas
anchoas, parecidas a boquerones, se ofrecen en turriles al por mayor. Patos
enteros y patos mitad cuelgan de garfios coloridos, vaya paradoja.
Muchachas
rusas y dominicanas se apresuran a anular el tramo desde el taxi hasta el
cabaret cercano. La ciudad se relaja en las afueras, el centro permanece
activo. Cada tanto a rebato las campanas. Me encanta. Las de mediodía suenan
gracias a Juan Capistrano festejando notable triunfo ante los turcos. El nombre
me retrae a California, a un automóvil con tres nosotros ebrios, deteniéndonos
en bares de San Juan Capistrano para beber Michelob helada u otra cerveza más
popular y barata. Después el camino de la costa, casamatas abandonadas, páginas
de John Steinbeck y Henry Miller. Y bares, Milwaukee Best, bastante mala pero
embriagadora. Campanas de Ljubljana, política municipal, debo pensar, que
presta aura divina a la urbe del drago
Haciendo
una mala lectura del serbocroata, dejándome llevar por la raíz latina de
ciertas palabras, entré a un edificio creyéndolo correo. Esperaba encontrar sellos
para mi colección de estampillas que debe vivir debajo de una tonelada de
libros y enseres en el depósito de la avenida Peoria. No, era estación de tren,
que, valga decirlo, me gusta igual a los correos. Ambas tienen dejos obsoletos,
de cuando el mundo giraba distinto. Yo enviaba a mis padres, durante la década
de los noventa, cartas a mano. Utilizaba el sello postal conmemorativo de
Hemingway; era entonces de 25 centavos. En treinta años subió a 45, si no
yerro. Poca gente visita ya estos lugares, inmigrantes sí. Los otros, la
multitud, depende de Amazon. Lo sé porque trabajaba allí por dos años en zonas
urbanas y también en la inmensidad de la pradera que se difumina en Kansas o en
las montañas que suben a las Rocallosas. En uno u otro rincón no hay señal de
teléfono y hay que manejarse a tientas. Dramático en las noches, cuando no
sabes si desde la oscuridad un cowboy te está apuntado a la cabeza con un fusil
de asalto. A medianoche conducía con todas las luces posibles encendidas, las
de emergencia más que nada. Parecía un tiovivo a ciento veinte kilómetros por
otra, calesita de niños que se niegan a dormir.
Hoy ha sido
mágico. Día con voz especial, algo que giraba entre los árboles del parque, que
hacía piruetas en torno a los edificios soviéticos del inicio de la ciudad. Me vino
el fin del homo soviéticus a la memoria pero no estaban la claridad, la sutil
brisa, para pesares. Después de décadas sin probar helado pedí un vasito de
vainilla y lo derretí con intenso placer. Ya tengo ojeados otros para comerlos
antes de que los buses me lleven hacia el sur de los Balcanes, a la Bosnia que
conocí en voz de refugiados amigos el 92-93-95; en su magnífico, algo escaso,
cine de guerra. Período ese que ha producido filmes de gran calidad entre los
países participantes del conflicto. Ciudades mártires de Vukovar y Srebenica.
Corren el Neretva y el Drina, los fogones se abastecen de pimiento rojo en diversas variedades,
albahaca, rábano picante, menta y verduras frescas.
Comí un
burek en extremo grasoso ayer, mientras miraba construcciones de la modernidad
comunista, aberraciones de comisarios ahogados en vodka. Trago de rakija. A la
vista platos llamativos; no tanto el sabor. Alforfón, trigo sarraceno. Veré si
abro una botella de vino rojo hoy, dependerá de la comida. Repollo fresco, shtruklji
y gachas de avena. Me tira el deseo de subir hacia Moldavia, ahí sí que hay
buen vino. Las páginas de mi novela reclaman seriedad y no un turista
alucinado. Razón por sobre sinrazones, elegiré.
“Mi luz de
la luna”, dice Danilo Kiš. La
última que vi se ocultaba detrás de murallones nevados en Austria. Desde entonces
no apareció y la extraño. Ríes y el panorama se transforma: cielo de lunas
multiplicadas, de estrellas manuscritas…
21/04/2025
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