Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Anoche me leyeron un hermoso poema que hablaba de estorninos. Y de la sangre que cae al suelo. Estorninos rosa mostraban los libros de zoología de la infancia.
Con luces
apagadas, apenas iluminación del celular, había en el cuarto del hotel un rumor
permanente que salía de las paredes, algo como mar bravío acomodándose a la
arena. De Carballo, tal vez; del norte. Dormí con ello, acurrucado, arrullado
por ventisca de murmullos, aguas descendiendo con pausa, grada a grada, del
pedestal de la catedral de Betanzos. Sonidos de campanas, largamente atrás
oídos con fruición, mientras me lustraban los zapatos enfrente de la Compañía
de Jesús. La memoria literaria las redobla en el Mantaro peruano. Otras, breves,
cantando como desnudos angelitos a la intemperie, arrojando flechas azarosas.
Moneda de
dos euros con la efigie de Dante Alighieri en la mesa, cerca del ordenador.
Va
acercando la noche. Está frío. Es bien el frío. Chaleco, chamarra y a buscar café.
Al final me quedan dos días de Lyon y debo extraerles el jugo, aunque eso
implique sentarme a mirar gente pasar. Mojados los personajes, esbozos de algún
libro de Onetti. Tristes, terminando el día para llegar a casa a rumiar el
sueño de un pequeño automóvil, la bicicleta, playas turcas, caravanas de
camellos enfilando a Giza. Lo has hecho también tú, me digo. Si lo habré hecho,
reflexionado acerca de mis cuitas proletarias a la conclusión de la jornada.
Subir al apartamento K24, la llave gira a la derecha siendo que en Norteamérica
no puedes estar seguro hacia dónde girará. Comida casera y caliente. Barry Lyndon para saciar ansias que deben
ser postergadas aún.
Por ahí, en
cierto momento de la mañana, surgió el nombre de Nazim Hikmet. Ehrenburg lo
amaba. Recita el poeta de la tierra, siente el gentil del sol y la lujuria de
la sombra.
Villorrios
abandonados de Armenia, el genocidio devora hoy insectos. Sugiere la mente que
se escucharon campanas, correría el tañer con aire infante por las colinas,
antes de que bigotudos soldados de gigantescos brazos cortantes segaran la mies
de los hombres. Tanto de esto se ha visto, tanto se ve. Serbios despedazados
por ustachas, chinos cortados en dos durante el avance germánico. Nada para
señalar que el brutal reinado de los Borgia ha llegado al límite de su
existencia. Campanas que no tocan de alegría sino en festejo de poder.
Nazim Hikmet,
delirio del terrón, macilento u oscuro, picota y azada cavando, buscando no el
fin mas el principio del mundo. El poeta trae agua, no la bebe. La escancia
para que los sauces llorones continúen sollozando, que la ortiga arda en la
garganta, que el aroma de los floripondios ejerza de continuo el seductor licor
del misterio.
La tierra.
Cruzando el baden por los caminos de Sama, en Macha alta y helada, bajando al
sur por los cañaverales del Tucumán, oliendo los muertos de la guerrilla
cuarenta años anciana de Famaillá. Cantaba Atahualpa Yupanqui de los espejismos
que ciegan al caminante. Utilizaba un nombre que ni recuerdo. En las regiones
coyas, pegadas a Bolivia o no muy distantes, de Catamarca y de Jujuy, grito
alegre de la indiada en exterminio, cuando lo último que se guarda ante el
enemigo es la burla. Dantón antes de agachar la cerviz a la maniática cuchilla…
Rodilla
sobre rodilla, en una kasbah en miniatura de una ciudad de Francia y pensando
en el sur, en la polvareda, la vendimia, en los poetas de la tierra como Hikmet
que a la vez lo son del amor. Sabes, tú, lejos, de qué hablo, tú que estás
muerta tal vez y te hayas llevado contigo mis collares. Cruzamos el desierto
calchaquí. Bombo y guitarra, salamanca y carnaval. Si algo hay pesaroso en la
música es la vidala, más que la baguala incluso. En la región de Camargo,
tijera en mano, cortamos manojos de uvas verdes que serán singani. A la
moledora entra todo, el fruto, las ramas, los pulgones y el desarreglo. El
fuego sabrá modelar, limar cualquier aspereza. Aves de paso que no son
estorninos sino gavilanes van de a uno en solitud tranquila y aberrante. A
Tupiza, presuponemos, o al cauce turbio del San Juan del Oro que va de un país
a otro. Tierra, territorio, Turquía, Armenia. Jinetes kurdos descartan las
fronteras, crucifican asirios para rememorar a Cristo. Dime si esto, aquí en la
ciudad que llueve, tiene algún sentido. Si la localidad de Añatuya cabe aquí,
si Manogasta, si Sajama y punto del ánima, los fosos del barro negro henchidos
de camiones muertos. Dime, en la ciudad que llueve, si cabe el desierto del
sur, el cañaveral ambiguo, víboras del cañaveral, himnos militares de un lado y
al frente. Sorbo café y rictus sonrío. Ríe el universo de mi ingenuidad.
Tarde de
sórdidos nubarrones. Si de augures no podría decir. De todos modos incluso
ellos son frágiles. El chofer del bus pone el dedo gordo en el parabrisas para
evitar que se haga trizas. Baden tras baden, bien marcados por quienes
construyeran aquella carretera que es posible no exista ya. Tórrido clima,
mencionamos el desierto. Algarrobo y mistol y otras especies espinosas.
A las nueve
de la noche bebo mi café caliente. Dos cuadras abajo se perfila la silueta del
gran hotel de cúpulas oscuras. Vocerío a orillas del Ródano. Botes convertidos
en tabernas y música en vivo. Del punk a la melodía francesa. Onetti se
balancea entre la gente con un libro de notas. O cámara fotográfica para captar
detalle. Luego volver al camastro de una plaza y al silencio. Poco a poco este
va apoderándose del bulevar Gambetta. Será la llovizna que espanta a los
nocturnos. No he visto un solo murciélago en este viaje. Extraño su vuelo
errático de golondrina noche, casi golpeando los rostros. Si pienso, a esta
hora estaría atravesando Palpalá. O, situándome en Bolivia, en la encrucijada
de Patacamaya con un tazón metálico hirviente, queso, marraqueta y trozos de
charque de llama. Los choferes tocan bocina. Si salen para Chile llegarán en
doce horas, manejando sobre roca viva. Elegantes carabineros pedirán documentos
con desdén. Más luego el desierto y el mar, lágrima de sequedad intensa,
casitas de calamina; aquí nunca ha llovido, o no llueve por cincuenta años.
Volver a la Biblia, supongo, a las pestes de Egipto; ya ha llegado la sed. También
cucarachas.
El estornino
pinto imita la voz humana y corre el agua primigenia en cauce extravagante.
16/04/2025
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Imagen: Estornino brillante de hombros rojos
Letras de un agigantado Claudio que hacen chillar de gozo a la realidad
ReplyDeleteo súbitamente la impregnan de quemante sentimiento melancólico
¡Muchas gracias, Ramiro!
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