Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Miro el calendario. Se acerca el aciago 14. Recordar los campos, el oblast de Poltava y sus infinitudes. Las grullas o aves que fueran qué, no importa. Murmullo de aguas, susurros, bocas de peces que producen ruido al respirar. Releo a Pilniak, me informo acerca de una nueva publicación de Walter Benjamin: Historias desde la soledad y otras narraciones. Veré si puedo ordenarla hoy.
Marc Chagall,
Heinrich Mann, Franz Werfel, huyendo del fuego nazi por los caminos de la
noche. Eran contrabandistas de gente, supongo, quienes los llevaban en pos de libertad.
Subir, bajar, tropezarse en sendas pedregosas. Nosotros tres cruzando la
montaña, el frío, para llegar al trópico de Carmen de Totolima, sin motivo
práctico alguno sino vencer el desafío. Creo que todavía podría subir la cuesta
por la herradura, al menos hasta los infinitos papales de Chapisirca. Sin huir,
caminata de botas autónomas, cubrir el cuerpo para evitar la helada con
mugrientas pieles de oveja. Por debajo de la puerta penetra como navaja de
peluquero la yegua de la noche con gélidos mantos incoloros. Nos acurrucamos,
acercamos, calor de cuerpo, evitando los costados de la choza ya que el
kharisiri podría estirar los brazos y desaparecernos de allí sin noticia ni
ruido. Hay siempre que acostarse en el medio, sugieren, para no ser el primero
en caer. Extraños hábitos de supervivencia.
Elegimos no
hablar. Es el camino más corto al olvido. O tal vez no, en el silencio se tejen
tempestades gloriosas, las que asoman con vitalidad desbordante, imprevistas,
creativas y creadoras. Apuesta de los cielos en un cincuenta cincuenta de
posibilidades de que la balanza se incline de un lado. Una pizca de plomo extra
y la romana se irá de costado. Mientras tanto llueve en Lyon, no he podido dar
mi paseo habitual por el Ródano. Ciclistas cubiertos de plásticos emuladores de
serpentinas. Me refugio con los argelinos, en tasca de dos mesas, y consumo pan
casero acompañando el café negro. La Coruña y Betanzos todavía cerca. Afirmaba
que la lluvia siempre me trajo suerte, será que no sucede igual con la llovizna
europea, el panorama pinta más gris que los muros neoclásicos de la calle de
Claude Bernard, siguiendo mi misma ruta hacia el lado izquierdo, hacia el
puente de la universidad con gallos metálicos cacareando a la intemperie.
¿Si temo la
soledad? Ha sido mi mejor compañera desde el 2018 hasta el 2024, en Cochabamba
o en la 834 North Clarkson Street, Denver, Colorado. Con veinte grados bajo
cero encendía el motor del Subaru y aguardaba dentro de él media hora hasta que
fuese seguro partir. Me extasiaba de noche, leía, pensaba, tenía cartas, eso
sí, que llegaban de la estepa a grupas del correo del zar. Conducir por sendas
peligrosas con cuidado, casi cuarenta kilómetros para llegar al trabajo. Me
acordaba de escenas de cine ruso, de Vodka
Limón (Hiner Saleem, 2003), en tierras yazidis y kurdas. Música variada.
Podía ser folk antiguo del sur oeste de Virginia o Martinho da Vila mencionando
el cafuné. Tus dedos de blanco calabrés enmarañando el castaño de mis
americanismos. Fuere lo que fuere, la soledad jamás pesó sino como acompañante,
comensal de mesa conjunta y deliciosa. No puedo temer volver a ella, en el
amplio pasillo del quinto piso a tiempo de tejerse páginas de mi novela y
detalles de este cuaderno que pronto estará completo. Perfecto espacio a falta
de otro por el momento. Sigue lloviendo en la avenida de Léon Gambetta. Los
cactos enanos continúan sin crecer cada vez más viejos y mejor sólidos. Bellos,
concisos, enfrascados en sí mismos, ni agua necesaria, sol, de sentencia mejor,
sol de altura. Qué más, si quemándonos en el Ande vamos por mil años al menos.
Vuela un cóndor y corre una vizcacha. Luego el silencio, como si nada se
moviera cuando todo está en movimiento. Fabulosa contradicción.
Se secaron
las misivas de la estepa. Miguel Strogoff descansa con un vasito de aguardiente
a mano. Corre la gente a esconderse en los dinteles. Opto por entrar al Hooper
y pedir un draft de cerveza danesa. Entonces, el primer día, traía una novela
rusa; hoy pensamientos inoportunos del gran Maxim Gorky, ya leído en mi
juventud y que le costaron la vida. Ekaterina me escribe desde el frente de
guerra y sugiere que ya es tiempo de que me case, sonrío a cinco mil kilómetros
de distancia, que ella se preocupa por mí y pide a los iconos de brillosos ojos
metidos presentarme a alguien preciso. Demando, le demando, cómo puede ella,
debajo de las constantes bombas incendiarias, preocuparse por algo así y a tal
distancia. Si fuese yo ella estaría desesperado de hallar refugio lo más
enterrado en tierra posible. Pero esa gente es indómita. Le agradezco y sugiero
que no es mi búsqueda actual, que estoy bien como estoy aunque la lluvia me
haya mojado. Que mis recuerdos de Betanzos son maravillosos y los caminos de
Galicia incomparables. Eso importa, a la vez que redacto este texto como parte
de un todo bastante mayor. Que la paz no está en el otro. No necesito abrir la
Biblia para saberlo.
“Pero se
oía una gran sonoridad que no se oía”; lo extraigo de Lezama Lima. En el
silencio de mis largos dormitorios habrá sonido permanente de fiesta. Cierto
que los invitados no llegaron aún pero las notas han sido enviadas, y elegantes
cintas plateadas las envuelven. No tendrá mi casa el presagio del de las
hermanas Brontë, ni mis aires la bruma
de Irlanda, o de Escocia cuando el caballero Montrose buscaba aliados entre los
montañeses, según Walter Scott.
Acomodo el impermeable marrón que me regaló mi hija Aly un par de años atrás,
cuando lloraba a mares que papá se iba al lugar donde nació. Esa pena ha
amainado, su jardín florece y acaba de plantar sandías en el patio trasero.
Viajar solo implica enfrentarse a esto, a la perspectiva colectiva de quedarse
en solitud. Milla, legua, kilómetro, unos detrás de otros. Día que pasa esa
sensación crece. Al fin, cuando se ha llegado a los violines mudos de Moldavia,
al delta del Danubio que se volvió estático, no es que hayamos arribado a
conclusión ninguna, sino que sabemos, mucha tierra ya vencida, que así es pero
bien puede no serla. Lo dicho, las invitaciones se despacharon con ribetes
dorados.
Enfrento la lluvia en Lyon. Van varias jornadas de aguante. A por un
kebab cerca del puente. No impide que con una regla estudiantil trace líneas
sobre el papel y calcule las próximas distancias, las imperecederas lluvias,
calores y discrepancias. Sin miedo; si lágrima hay, acusa a la lluvia por
haberla depositado en tu rostro. El Ródano no se ha alterado, sigue plácido,
con gotas que le caen encima y le fabrican piel de sarampión.
12/05/2025
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Imagen: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2025
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