Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Del fondo de mi mochila he extraído una naranja. La compré en el mercado central, en la calle, de Ljubljana, esa de los grandes edificios antiguos que habrá visto sobre todo sangre. Villa apacible ahora, con cafés al borde del canal, turistas satisfechos y sonrientes, dragones por doquier, artesanos, artistas, fruteros, verduleros, miríada de profesiones a ambos lados del agua y en el adoquinado afuera de las edificaciones nombradas.
Compré dos
naranjas y aparece esta, semanas después, rozando la pasta de dientes y alguna
ropa interior. Me pregunto cómo pasó las aduanas de los aeropuertos de
Belgrado, Munich y Denver. Al fin es un objeto voluminoso redondo que lo menos
que podría causar es curiosidad. La he pelado y comido a las cuatro de la
mañana, con luz de luna penetrando por la ventanita encima de mi cama.
Ljubljana, nombre menor en el universo balcánico, suponía, y una pequeña ciudad
con mucho de occidental en un bello enclave geográfico. Venía de Austria, de
las moles montañosas de Suiza al borde de los lagos. Ginebra, tumba de Borges.
Intuí algo de él en callecitas viejas, porque hay tanta modernidad y comida
rápida ahora que difícil encontrar el aleph en tal barahúnda.
Pues en
algún lugar descansaba el poeta ciego, protegido por piedrecillas que le dejan
encima a la usanza judía los devotos lectores. Me hubiera gustado ir, tocar el
frío del enterramiento, recordar a Emma Zunz y a Juan Dahlmann. La pampa abunda
de luces malas y cangrejales. De restos de osos gigantes de cara corta, bosques
interminables narrados por Estanislao Severo Zeballos en su notable descripción
de la dinastía de los Zorros ranqueles. O en la In Patagonia de Bruce
Chatwin, imprescindible crónica del sur de América.
Estaba como
a cinco minutos del centro en un apartamento bastante confortable con cafés y
restaurantes alrededor. Euros. Llevo en los bolsillos marcos y dinares también.
Las monedas las tiré al fondo de la maleta para en un futuro cercano ponerlas
en mi biblioteca junto a miniaturas ucranianas de cristal y una rota flauta
prehispánica de barro. Cada día enfilaba allí. El castillo se veía arriba de la alta colina, la bandera
eslovena que parecía hecha de calamina porque no se movía en el viento, el
funicular para subir y contemplar el feudo. Imagino cómo sería entonces, con
siervos cosechando y soldados mugrosos arrastrando alabardas.
Me
preguntaron qué me llevaba ahí. Respondí que las guerras campesinas, la de
Matija Gubec en 1573, de la que se hizo un buen filme yugoslavo. Ejecutaron a
Gubec en Zagreb de horrible manera como se acostumbraba. No sé en específico si
Juan Hus tuvo alguna influencia por estos sitios o si la Guerra de los Treinta
Años la asoló. Tendré que investigar. Pero el trasfondo histórico me impulsaba
por cada uno de los pasajes que he hollado y me siento completo al respecto.
Hoy es tiempo de desapego, de digerir lo visto, matizar lo aprendido. Vendrán lecturas
necesarias para llenar huecos y deficiencias de información. Hojeé libros
usados en esloveno como si entendiese el idioma. El libro en sí es objeto de
belleza, no importa la lengua en que esté publicado. Terminé comprando para una
amiga unos apuntes sobre teatro en francés. Sigue en la mochila con Paustovsky,
aparte de un par de dragones para mis hijas en recuerdo de la ciudad del mítico
monstruo. ¡Cómo no pensar en Tolkien!
La comida
en Eslovenia no fue tan marcada como en Bosnia o Serbia. Tal vez por tanta
influencia occidental. Noté que comparada con los Estados Unidos la atención al
cliente en los lugares de comida era menos que aceptable. Un detalle trivial
pero que muestra diferencias entre las economías y el mercado de trabajo de
distintos países. Por lo general me dio la impresión, desde La Coruña hasta
Belgrado, que no había mayor interés de los camareros en el parroquiano sentado
a la espera. El colmo llegó En Lyon donde ni siquiera lo pedido llegó, como si
nunca se hubiese ordenado.
Varias
reflexiones entre Norteamérica y la Europa visitada. No para desmedro de ninguna
de ellas sino para señalar o sugerir. En mi opinión no cabe duda que se vive
mejor en los Estados Unidos, que el nivel de vida es más alto y las comodidades
mayores. Hablamos de dos mundos, uno viejo y otro nuevo, y por supuesto tiene
que ser así. La superioridad europea de la majestuosidad de sus ciudades, de la
historia, tiene su contraparte en la riqueza de las urbes del norte de América,
en la diversidad de culturas que conforman su población y que se refleja en su
retrato urbano.
De las dos
naranjas quedó una que remató al fondo del bolso negro con sello del ejército
suizo. Llegó a la capital del estado de Colorado en perfecta condición, eludiendo
la fobia antiterrorista y la soberbia de los guardias fronterizos. Ni cuenta me
había dado.
La feria
abierta de productos alimenticios, que creo es diaria, de Ljubljana cabía muy
cómoda entre el sonar de las campanas y los lentos botes de pasajeros surcando
el manso canal. Nada extraordinario en oferta, no se asemeja a un mercado chino
en donde la abrumadora presencia de frutas y extrañas verduras retrocede hasta
el Jardín del Edén. Mucha gente hablaba inglés; vi algunos turistas españoles y
dos mexicanos. Nos reconocimos el uno al otro pero ni siquiera nos saludamos.
No les presté atención. Quise entrar a la alta iglesia rosada pero los portones
estaban cerrados. Decidí caminar por los alrededores de la insignificante
estación de buses, anotando salidas de la semana hacia Zagreb y Sarajevo. Luego
vagué hacia rarísimos edificios de apartamentos de la época soviética. Pobreza
vigente, precariedad y densa población combatiendo el calor en camisetas que
serían nuevas décadas atrás. Bastantes hindúes y chinos entrando a un cabaret
donde dicen que bailan rusas. Vuelta a las luces del centro por un latte con
masitas dulces. Después el peregrinaje hacia el lecho, el teléfono que no falta
para comunicarse con los más queridos y a programar el próximo día sin férreas
exigencias. Como siempre, extender el amplio mapa para ver en detalle posibles
rutas. Elucubraciones, memorias históricas de lo que habría sucedido en cada
lugar.
Joseph Roth
y su hermosa esposa desquiciada. Vio destruirse dos sociedades en un plazo
bastante diminuto. ¿Por qué Roth? Austria-Hungría. Los herederos del trono
contemplando el turbio correr del Miljacka. De marrón a carmesí. Pero todavía
estaba lejos de las calles de Sarajevo. El bus partía de Ljubljana rumbo a
Croacia y yo me despedía por centésima vez de la voz que me acompaña. Viaje hacia
el desasosiego del alma, directo a los campos de guerra, a los espectros que
flotan como mínimas nubes llorosas por los campos aquellos.
10/05/2025
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Imagen: Roy Lichtenstein, 1972
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