Wednesday, May 14, 2025

Naturalezas vivas y muertas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hermoso cuadro de Rudolf Levy, nacido en Stettin (hoy Szczecin) y muerto en o camino de Auschwitz. Naturaleza muerta. ¿Acaso los montones de cadáveres insepultos, demacrados hasta la muerte, ajenos incluso a la descomposición porque quedaba poco o nada para destruirse con los elementos, se pueden considerar lo mismo? Naturaleza muerta… que asocio personalmente con Cézanne y Matisse. ¿Dónde en todo este gris sepia del final hallo sus colores? Cuando llega el fin del color suele ser ya demasiado. Y sin embargo en las geometrías de Malevich hay arte de dos contrastes, lejano a la opulencia colorida de Derain o Vlaminck.

 

Hablar de Auschwitz, como otrora hablé de Bełżec, esta última localidad resabio del primer viaje, con Tatiana en el círculo que no se cerró entre Ucrania, Polonia, Bielorrusia y Rusia. Nombraba, lo sé, no solo a Belgorod sino a todo lo que es hoy frente de guerra en la región oriental de la república de Kiev. Vinnytsia y Zamość, vaya si recuerdo, junto a los mugidos primigenios de los últimos bisontes que no exterminó Ludendorff.

 

Lo dije ayer, fecha aciaga. Irina se fue a los cielos justo un año atrás, unas horas antes que estas que pesan en el instante. Los árboles no han cambiado de verde; una maniática ardilla muerde la corteza; se escucha golpeteo de pájaros carpinteros. En el río de Poltava canta el ruiseñor.

 

Las opciones en este viaje, luego de Galicia y Lyon, tendían a escindirse en la región central de Europa. Una iría camino del norte, a Polonia y los países bálticos, que pueblan mis sueños desde muy temprano en la niñez. Tengo que ver Vyborg. Ni hablar de las tres capitales, cada una con un manto onírico cargado de estrellas sombrías, lagos de Estonia, bosques de Lituania. Resuenan canciones en yiddish de los partisanos hebreos de Vilna. Poblaciones que en buena medida fueron cómplices del genocidio. Quién allí se libra de pecado. No justifica ni un ápice de lo hecho, de la violencia ejercida. Pero detrás de los chacales sangrientos hay historias que valen, los talmudistas de Vilna entre ellos, suerte de nueva Jerusalén; los guerrilleros…

 

Ese el camino del norte, rumbo a la estrella polar, la que brilla sobre la mugre de Murmansk en el mar congelado, el de Leviatanes imposibles, peces con armadura de hierro y soles desperdigados, tantos que los llamaron luceros.

 

Gritan en la taiga grupos de renos semisalvajes. Gritan porque nadie los escucha, porque hace frío y la soledad se muestra en casuchas abandonadas, sin puertas ni ventanas, ni niños con botas de cuero agitando nieve eterna, tan profunda que de los alces gigantes enterrados solo se ve los cuernos.

 

Hacia el sur venían sendas de sol, a pesar de que al elegir Ljubljana había optado por aire fresco nocturno, cuando la noche me agarraba descalzo en el teléfono por dos horas hablando de arquitectura, cine y jardines con cultivos de hierbas frescas: paico, mejorana, hinojo, eneldo, antigüedades chinas todavía utilizadas en guisos, lechugas de diversos tonos, del intenso verde de mantis religiosa hasta el rojo jaspeado de maestros renacentistas.

 

Leí, tanto de eso, acerca de cierto affaire que tuvo Milovan Djilas en Eslovenia. Si los jóvenes de América del Sur no conocen a Tito, mucho menos a Djilas, pensador inteligente y rebelde. Hablando de Tito, y en las digresiones que me apasiona hacer, una película que me gustó muchísimo: Tito y yo (Goran Marković, 1992). Yugoslavia. Reminiscencias del culto a la personalidad en su auge de los años 50, exhibida en los cines justo en el momento en que el país se resquebrajaba y afilaba envenenados dardos fratricidas.

 

Lindo tiempo allí. Belleza de los canales. Sonido permanente de campanas que desde sus altas torres expandían el sonido hacia los bebedores de cerveza del puente del dragón y los vendedores de naranjas. Llovizna que he traído en la mochila desde Lyon. Como dios o diosa griego del rocío, no me apetece buscarlo ahora para saber. Rocío, que no escarcha. Me revuelvo en cama, agarro las dos almohadas, sueños recurrentes han convertido este viaje en algo especial. Una y otra vez Álvaro Cunqueiro, escritor gallego que amo, trae misteriosas historias de la más preciosa tierra de España. Sin embargo despierto en Eslovenia y con inglés me ayudo a hacerme entender que quiero dos huevos de desayuno, que no deseo otro burek como el de anoche que vino cargado de pesadillas de novias desnudas y profundísimos cañones, quebradas de insoportable eco y paredes de índigo, casi igual a un viaje con hongos de los que relata mi amigo. Con Pink Floyd de fondo. No eran la Barranca del Cobre ni la hendidura de Torotoro sino más bien rendijas de la inquietud.

 

En Jasenovac, Croacia, también la gente atormentada era naturaleza muerta, más con tonos de Chaïm Soutine y sus animales carneados, hasta Rembrandt y el sollozo de los dibujos de Käthe Kollwitz. El único color primario era el de la sangre y de allí variaciones de coágulos, pedazos, pingajos, tripas, miembros cercenados, lenguas privadas del grito que ni a los renos de la tundra se priva. Y varios demás menesteres del horror. En Zagreb, bastante antes que Jasenovac, bebo un café con un tipo de empanada que no hicieron ayer. Busco un ascensor que no existe. Tengo que cargar veinticinco kilos grada por grada y arrastrarlos luego. Puedo, pero supuestamente me cortaron la espalda aunque no se nota. Igual, si me quebrara en dos nada podría hacer ni nadie ayudarme. Otro icono más de la fragmentación humana entre las bestias. Llega el bus que anuncia como destino Vukovar, ciudad martirizada, y me afirman que sigue a Sarajevo. Muestro en el teléfono el código en donde está registrado toda mi información (se me pone piel de gallina). Me hacen colocar la maleta pesada en el equipaje yo mismo. El chofer, de unos cuarenta años, se señala la columna vertebral y casi llora. Le señalo la mía, casi lloro y a darle. Allá vamos. Creo que mediodía, un poco después. Zagreb. Tanto por decir y poco que escribir.

 

Nos acercamos a la frontera bosnia. Busco en la red el nombre y me aterro. Allí hubo un campo de concentración de mujeres. Me niego a enfangar el texto con más letras mórbidas. En ambos bordes me sellan rápido el pasaporte norteamericano. Los guardias sonríen, bastante mullidos se ven, rozagantes, chaposos. Ni comida ni mujeres han de faltarles, así sucede con policías y magistrados. Casetas de comida dignas de cualquier parada de bus sudamericano.

 

Antes de desaparecer en Auschwitz, Rudolf Levy me envía esta pintura recomendándome que la ponga al sol y la riegue igual a una planta, que si no se riegan los colores a diario pronto se convierten en muros. Le Mur, de Jean-Paul Sartre, y el destino de los fusilados…

 

Va por ti, Irina…

14/05/2025

 

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Imagen: Rudolf Levy

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