Claudio Ferrufino-Coqueugniot
He leído a
Velimir Jlébnikov cuando tenía veinte y lo busco ahora. No estaba equivocado.
No significa que Emilio Losada me recuerde al poeta ruso en su magnífico
poemario Cómo no superar el presente
que leo ahora pero hay tantas asociaciones.
Me he sentado por
décadas en las calles de Denver que trastabillara Kerouac. Viejos travestis todavía
toman martinis en su memoria en la barra del Charlie Brown's, regentado por
cabrones patrones griegos. Observo cómo destruyen la lavandería popular en una
esquina de East Colfax, a sabiendas de que esa era parada del intenso caminar
de Jack. Construirán alguna elegante vivienda de apartamentos para yuppies con
ínfulas de sabios. Los negros siguen allí, pobres e inmundos, cantando, insultando
a la gente que pasa, mostrando vacías tetas llenas de cansancio. Los negros
siguen allí, Kerouac, y yo leo a Emilio Losada y no sé qué escribir. Me
gustaría hacerlo en imágenes, una ciudad del medio oeste donde amenaza el
invierno, en donde sobre las tumbas de Cheesman Park se regodean los amantes
del mismo sexo apoyándose en huesos antiguos insepultos. Sigue Losada un
periplo similar a Kerouac, las líneas de sus poemas van marcando un camino de
punzantes vértices y de desdén por el destino, pasos por un campo no muy santo,
humedales de sexos donde el amor carece de peso, por no decir de ocasión. Entre
una melancolía no proustiana que atraviesa el texto como trama imperceptible.
Allí me gustaría
ver al poeta, al punki cantando la bellísima «La chica de nadie», canción
incluida en el libro. Que te amo, cabrón, y me gustas un chingo y me encanta
darle a la reata contigo pero no soy de nadie. Invoca Losada, no literal, la
lluvia de San Cristóbal de las Casas, que sálvanos, madre, que de aquí no salgo
vivo. Que no te pido eternidad sino morir de amor. ¿Rastros de Nicanor Parra?
Muchos. No del tiempo de La cueca larga
sino del Parra posterior. Contradictorio como él, ambiguo al ser directo,
mordaz, violento.
Viene el ciego
Borges tocando las paredes con su bastón, macabra reminiscencia de un reloj que
marca las horas, así implore el bolero que no las marque. Pero no las
cronológicas, no lo son; el tiempo no es oro sino sangre. Emilio abre el
volumen con una cita de Jorge Luis Borges. Dice mucho. Nombra por ahí a
Evtushenko y camina como él por una ciudad en la cual los límites entre el Sí y
el No más que discretos son sutiles.
He leído sus
novelas, obras de arte, y otros poemas también. Pero ahora, recuperándome de
esbozos de la muerte, tengo este puñado de páginas enfrente y me siento
desvalido. Preferiría estar en mi callejón de la calle Clarkson conversando con
el fantasma hembra que vivía en el balcón y dejar que Lou Reed suene libre y
oscuro, canciones de Berlín, basurales color azul, ánimo y meco de pecado,
estar ajeno al razonamiento, ser febril, ser emoción, que el sol rojo caiga
sobre los edificios e incendie el elegante salón de la mansión Cass. Preferiría
no escribir sino apurar el vino. El ron penetra según fuego al interior de las
tripas, no se escribe con el dedo sino con el sexo. Y persiste la lluvia de San
Cris mientras los tzotziles nos dan posh para alegrar la debacle.
Escribía Gregory
Corso que «anoche había manejado un coche», que con él volteó a gran velocidad
gente que amaba. Luego durmió plácido en el asiento de atrás, feliz con su
nueva vida. Entorno que bien retrata este conjunto de poemas de Emilio Losada
sin aliento ni misericordia. Quizá diré que en las canciones concede un
resquicio ¿a qué? ¿La luz, amor y espíritu? Sin concesiones de todos modos, el
hombre desnudo y armado.
Todo, las páginas
de esta breve obra maestra, Borges, Ginsberg, Dickinson, para decirte que la
amas, que tú tampoco eres de nadie y sin embargo te encantaría encadenarte a su
catre y esperar que salga del jale y abra la puerta bajo el agua diluvio de
esta región de verdes cruces y de espantajos de henequén. Órale, vamos, que de
esta no nos salva ni Dios. Bajo el sol
jaguar... (Italo Calvino).
Cochabamba, octubre del 2024
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