Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Debió haber comenzado allí. No lo encontré, andaba perdido en nubes celtas llegadas desde Cornwall, al otro lado del bravo océano. Finisterre. Nombre que permanecerá vacío por quién sabe cuántos años por venir. Este libro tuvo que tener sus primeras líneas salpicado por aquella sal. Cierto que ya hubo esbozos en Denver durante la primera estadía. Nadie en el aeropuerto de A Coruña. El cielo brillaba de azul. Azul color de amor, índigo. Así lo creí. Luego fueron cinco horas sentado con la maleta en una plazuela esperando que abriesen el hotel.
Entré unas
veces al Café Hispano, una rubia pequeñita me permitió dejar el equipaje allí.
Una señora peruana y su hija se ofrecieron a acompañarme para ver si conseguían
que tomara mi pieza de hotel con antelación. Al fin, a las tres, pude tirarme
en una cama y luego prepararme para salir. Debió ser el principio de todo y
ahora, en ausencia, se transformó en el fin del viaje, las páginas últimas de
dos mil kilómetros por tierra y otros cientos por avión. Finisterre fue
Belgrado. Aeropuerto internacional aguardando por vuelo a Munich en avión de
cuatrocientas personas. Acomodo la cabeza en el respaldar, pienso, no que
Finisterre fuera más que mito para un escritor de viajes. Escribo sin
mortificación ni tristeza. En sentido trágico podría afirmar que el libro no
existe, que jamás se inició y mentiría. Y mentiría también que lo hice solo.
Había alguien allí que prefirió ser sombra pero estaba, en cuerpo físico y voz.
Sonaba McEnroe en la cassetera. Mientras tanto espero en Munich el vuelo para
retornarme a Denver. Los alemanes sellan solícitos el pasaporte de USA, pronto
estaré en la que fue mi casa, mis hijas estarán esperando. Medianoche de
Denver, de mayo, algo fresca pero no fría. Tanto conozco estas calles, la
pradera, la montaña. Lejos queda el mar bravío, la costa del nunca jamás, las
páginas que se redujeron por el abandono de tres países que conformaban, uno de
ellos, el centro de toda esta aventura. Bueno, es lo que hay, preparo el
reingreso a Bolivia, tengo mucho por hacer. Un cuaderno de anotaciones irá
pariendo una novela. Tendré de fondo canciones country de Neil Young. He
reservado el disco para el momento.
Ideas para
conformar un cuaderno de viaje. No un croquis arquitectónico de un bagaje de
personajes al principio inertes de una novela. Más bien caótico, sujeto al
azar, a que la lluvia que azota Lyon moje y borre lo escrito. Que la tinta se
disuelva al grito de un cormorán de ébano en un café de costa cerca de La
Coruña, cuando intenté con mi acompañante crear algo a cuatro manos. Había ella
dado saltos por el borde del agua. La miraba, la misma mujer que me escribió,
que me escribía, la misma que hablaba de Hércules y de Castelao, que me
escribía la misma mujer ella que me escribía. La tarde se escurrió, ebria olía
a pescado. Caminé a mi hotel con las manos vacías, sin dedos entre mis dedos,
estaban entumidos y costaba ajustar las teclas del ordenador. ¿A quién puedo
contar mis noches de La Coruña? A nadie, me moriré con ellas, con las letras no
impresas. Si fueron mejores que las de Lyon, Ljubljana, Sarajevo y Belgrado
tampoco he de narrar. Solo yo tengo memoria de dedos sin entrelazar, mustios como
los de las viejas tejedoras de awayos. Secos, carentes de toda lascivia, de
vida, buenos para cargar la mochila y ordenar las pequeñas cosas que se
acumulan en el fondo de la maleta. Salgo y desayuno en el restaurante de al
lado un plato esloveno. La muchacha, bella y sonriente, habla en mal inglés
pero se entiende. Muchachas corren ahora, en shorts mínimos, por la avenida
Fairmount, concierto de piernas, muslos sin cabeza avanzando en conjunto hacia
la calle Québec. Atisbos hacia el futuro inmediato, modestos planes para hundir
cualquier desasosiego que hubiese quedado de la trunca Bulgaria, de los
pantalones negros ajustados por el mar cuyo nombre comenzaba con v chica.
Casi las
diez, suenan las seis en Betanzos, las siete en Ankara. Desde la ventana se ve
la amarilla estatua de Mustafá Kemal. Lentamente giro el picaporte, el de un
castillo de arena, de naipes el castillo y ella me escribía. Mis dos están
divididas, una en un pueblecillo de Francia a horas de París; la otra en Daly
City; bebimos en el famoso Vesubio un par de cervezas y nos fuimos a amar a un
hotel chino en el corazón de San Francisco con la ventana de agosto abierta y
luces de California. La tercera dónde está, pregunto. Sé pero no respondo;
significa que no sé. Casi ecuación algebraica con varias incógnitas. Amaba el
álgebra, los árabes que lo habían inventado. Averroes lidiaba ya entonces con
los fundamentalistas; lidio yo ahora mientras intento resolver la ecuación. Uso
la antigua regla de tres que utilizo para la mayoría de mis cálculos. Vi hace
poco a mi profesor de física y estaba más joven que yo. Ferrufino, señalaba, y
proponía una pregunta de dinámica y otra de estática. Bien Ferrufino o mal, el
tiempo pasaba así, cincuenta estudiantes mirándonos las espaldas.
¿Y el
libro, lo olvidaste? Sí, al pie del Finisterre, que lo coja alguien y lo
redacte. Sus hojas son de colores tibios, austrohúngaros. Que cada crónica vaya
en un sobre. Tengo dos estampillas disponibles, la de Jack London y la de
Hemingway. Carecerá de texto inicial entonces, demanda saber mi sombra. Tropo,
metáfora, metonimia, sinécdoque para explicar lo explicable, la debacle del
verbo y la dolorosa enjundia del fracaso. Y sin embargo continúo, voy cerrando
con este escrito unos meses de vagar. Envío un par de cartas, una a Kiev y otra
a Lviv. Me esperan en alguna calleja bombardeada, en un rincón sin luz. Hoy no
pude estar pero cargo sus nombres en este breve libro que termina donde debió
haber comenzado. Creo que este fenómeno implica que nunca se ha de acabar, que
será escrito casi en sentido bíblico hasta el fin de la vida. Dios corría sobre
el agua y era verbo. Está en estas páginas, cien de ellas y un prólogo. Un
collage y gente que aplaude. No hay vivats, apenas tenue silencio quebrado por
lecturas de esas tipo beata con que alguna gente lee. Si estoy conforme, lo
estoy. Y no hay humo en este incendio, es limpio como vendaval de nieve. La
nieve, después de caer, se cristaliza en las ramas de los árboles y se hace
espectáculo. Este cuaderno es mío personal, mi cristal de hielo, mi recuerdo.
27/05/2025
_____
Imagen: Cabo Fisterra, Galicia
No comments:
Post a Comment