Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Don Claudio, me dice Mireya, señora Mireya como suelo llamarla, mis dos hijos se gradúan este jueves, pero la fiesta en el apartamento se hará el sábado. Queremos que venga. Mireya reparte periódicos, cuatro rutas por la noche, acompañada por una de sus niñas. Así, por años.
Don Claudio, me dice Mireya, señora Mireya como suelo llamarla, mis dos hijos se gradúan este jueves, pero la fiesta en el apartamento se hará el sábado. Queremos que venga. Mireya reparte periódicos, cuatro rutas por la noche, acompañada por una de sus niñas. Así, por años.
Tiene nueve.
Tres, los mayores, de un primer matrimonio. Ellos se integraron a la sociedad
norteamericana con anticipación; su madre nunca lo hizo. Gelasio, el segundo, prepara
la barbacoa al estilo negro. Su esposa es una afroamericana de preciosa risa.
Por ese lado vienen de invitados un par de muchachas negras, que en apariencia
se desayunan con la comida mexicana. Y la cerveza ¿mexicana?, a ver, hay que
probarla. Suena como pistoletazo sordo cada lata de Tecate que se abre.
En California, en
una historia que en sí es toda una novela, Mireya conoció a Jesús, el Gato.
Ojos verdes, brillantes, un rostro que lo haría francés o italiano en otras
circunstancias. Buen mozo, dirán, o hermoso como le dice ella, el Gato domina con
firmeza. Aquí, ahora y siempre, él sigue siendo el rey.
La barbacoa sale
de a ratos, Este es un arte muy negro, ya muy norteamericano -del sur- que
requiere de larga preparación y mejor paciencia. Un buen barbecue necesita sus
cinco a diez horas de cocimiento. El puerco sale tan suave que se deshace en
las manos. Como la carne deshilachada en Chihuahua, pero más sabrosa.
Mireya es de
allí, chihuahuense o chihuahueña, pronunciado con “sh”, Shihuahua la bella. Pero
es tanta su vida por estos lados que el recuerdo de las calles polvosas del
norte, los pinares de la sierra, rostros que pasaron y murieron, algunos que se
quedaron, está muy lejos. Su pretérito cercano es Califas, California, donde
nacieron sus vástagos, donde conoció los maullidos amorosos de un gato de ojos
malévolos.
En un tire y
afloje, de esos que abundan en las relaciones sentimentales, Mireya se vino a
Denver. Por meses, Jesús vagó en odiseas sexuales. En Califas las mujeres son
calientes, chingonas a más no dar. Sin embargo, carta iba y carta venía, entre
promesas de cambio y de regreso. El Gato disfrutaba el jolgorio, pero también
sintió la falta de una mano permanente que le acariciara el hirsuto lomo de
macho. Agarró un tren, a escondidas, porque si con algo no se debe jugar es con
el prestigio ganado en el frente. Desaparecer era opción poética, lo llorarían
sus viejas creyendo que lo mataron los chotas. Y no, la realidad es que con
calzadas verdes botas de avestruz, el rebelde partió a buscar a su familia, a
la mujer que lo despertaba con tamales de puerco, algunos con anís, otros con
jalapeño. No significa que limó las garras. A veces un gato necesita un refugio
consabido para continuar la brega. Pero, como lo indiqué, tiene que ser parte
de otra, extendida, historia.
Humea la
barbacoa. En una fuente de plastoformo con tres divisiones, Mireya sirve la
humeante carnita. Con frijoles puercos, que no sé ni cómo se hacen y prefiero
no preguntar, pero que saben tan ricos -entre sorbos de Tecate y chile rojo-
como un suicidio. Un tercer compartimiento lo ocupa una ensalada fresca de
fideos, salchicha trozada de hot dog, y arvejas, zanahorias, cebolla picada,
cilantro, no perejil.
Jesús fabricó
seis crías con Mireya, entre varones y hembritas. Pero cuenta con
ramificaciones de su hombría en rincones de Ensenada y L.A. Y numerosos
vástagos en la Sinaloa natal. Hay que hacerle la lucha, Claudio, me comenta
hablando de sus muchachos, “cabrones”, en Culiacán. Tengo dos -entrechocamos
las Tecates en salud- que están metidos en la neta, a pesar de que les digo que
se vengan, que la pelona no se anda con vueltas. Pero, incluso con el historial
horrendo que de esa guerra se escucha en EUA: decapitamientos, tortura,
mutilación, los infames pozoleros, no oculta su satisfacción al contar que por
las noches “sus” soldados patrullan las calles con cuernos de chivo y granadas
en bandolera. Existe una tradición de muerte. Y otra de pobreza, que es la que
arroja a estos jóvenes a vender lo único que les queda para sobrevivir: su
capacidad de matar.
Me dan ganas de
ir. Me gustaría salir en la oscuridad. Sé que vería cosas para nunca olvidar,
pero quisiera conversar con gente que vive en el límite entre la luz y lo
sombrío. Mi peluquera también es de Sinaloa y narra que las reuniones
familiares son cálidas, la comida abundante y buena. Que los gringos exageran,
que sí, claro, de cuando en cuando muertitos hay, pero no tantos, o no más de
los que hubo. Tremenda lógica.
La reunión no
podía ser más ecléctica. Estoy yo, boliviano, el único del más allá. El resto
son amigos o parientes, comadres que abundan, de Guerrero y Michoacán. Los
jóvenes de aquí mismo, norteamericanos sin estatus. Otra es su movida. Hablan
más inglés que español, o esa jerga magnífica que nace de la conjunción de
ambas lenguas, sumada a la precariedad de los salarios, al espíritu de ghetto,
a la necesidad de defenderse, que el otro no te entienda porque así mantienes
la ventaja.
Se me acerca un
carnal grandote, con bermudas que dejan ver canillas peludas en cada una de las
cuales se ha tatuado, de arriba abajo, “pride”, “orgullo”: de estar entre
“bros”, entre hermanos, cuidándose -cuidándonos- las espaldas. Lo raro es que
bro puede ser cualquiera, hasta un blanco pobre que se anime a incursionar en
la nueva América. En el antebrazo izquierdo, en tinta azul, un mapa con un
nombre atravesado: Califas.
Suenan
sintetizador, acordeón, trompetas. Tiempo sonidero, la cumbia que México ha
dado al mundo. Chojchera, dirían en mi país. Plebeya pero hermosa, bailable. Afirman
que la inventaron los djs del DF. Pero yo la sé de acá cerca, de Monterrey,
Nuevo León, región donde atruena la guerra del narco con saña. Jesús saca a
cada una de sus hijas a la cumbia. Sus botas color crema son de las puntudas,
mas no extravagantes. Da unos pases abrazando a su elegante mujer. Luego invita
a bailar a sus hijos hombres, los agarra por la cintura. Es un buen día hoy.
25/06/12
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Publicado en Revista EXTRA (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 08/07/2012
Foto: El Santo Malverde
Muy lindo Claudio. sabroso y cierto con su mensaje social infaltable en tu caso.
ReplyDeleteUn abrazo
Mauricio Aira
Gracias, Mauricio. Un fuerte abrazo.
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