Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hermosos bailes en San Pedro de Condo, no lejos de Santiago de Huari. Apenado de observar que todos los awayos que llevan las mujeres son de la maquila coreana o china. Dónde los tejidos antiguos, no tengo ninguno de allí. Indagaré sobre sus características aunque las imagino husmeando por los rastros de la inmensa geografía. Amo ver esos cerros pelados de silentes tristezas. Los admiro con el mismo ardor juvenil con que recorría los montes boscosos de Paducah en Kentucky, cuando el tiempo retrocedía veinte años. Los pies no olvidan lo que han visto, lo memorian con mayor certeza que la mente. Todavía los conquistadores andan por los campos de noche con cocuyos amarrados a sus dedos.
Alumbre,
lumbre, asombro, candela.
La vida
tomó cauce lento. Implica que se reducirán, nunca a cero, las millas
recorridas. Desde aquí veo puerta con ventana y sospecho el fuego del sol.
Verano. Mi Irina hermosa perdida estará casi bajo la lluvia, cerca de los
océanos de lodo que conspiran en la estepa. Antonina, joven moldava con
acentuados rasgos asiáticos, cuenta de Chișinău. Kishinev, le digo, sito yo
como siempre en el pretérito, en relatos de Bábel o de Ehrenburg. Sí, la misma
ciudad, la del famoso pogrom. Sobre tus ojos nada extraño, Moldavia era tierra
de nadie, en sus bosques, voz rugido de osos negros, se escondían feroces
tártaros; si eran de allí o venían de la no muy lejana Dobrujda no interesa. Te
dejaron la mirada, y esa palidez de piel que no es blanca, de crema claro o de
hoja marchita. Río Bîc, adscrito
al poderoso Dniester, cavernas de brujas y cosacos errantes. Hasta la historia
se cobijaba allí, se cobija, de sus sombras se escurren barcos de muerte que
hunden el metal de submarinos del mal, al fondo negro del Negro mar los envían,
al negro sosiego del castigo eterno. Amén.
Deseo
extasiarme, expandir mis letras a las piedras moldeadas que han levantado
ciudades, a hablar de ese tono de las villas de Europa Central que el imperio
hizo famosas, no hirientes a la vista, suaves como parque vienés. Nombrar a Grigory
Ivanovich Kotovsky, truhán y bolchevique, de la lujuria besaraba; si hablo de él
tendré que saltar a Benya Krik, a I.E. Bábel, y habré puesto en escena mis
obsesiones y mis amores con mayor descaro. Saltaré, remaré, cruzaré el Bósforo
y los Dardanelos para no entorpecer los pasos. “Qué estará haciendo esta hora
mi andina y dulce Rita de junco y capulí”. Maestro César Vallejo, amo de
tristezas, patrón de las gotas de lluvia, ayúdame. Qué estará haciendo esta
hora mi eslava y dulce Irina de eneldo y granada. ¿Qué?
Rojo, rojo
brilla el puente del Bósforo en la noche octubrina. Brilla, rojo rojo hasta que
en la distancia semeja una pupila ebria.
Una pareja
de bailarines de madera en miniatura está frente a mí, en casa de mi hija
menor. Danzaban en una calle de Kharkiv en 2018 y hoy aquí faltos de
acordeones. Dos jóvenes vendían chucherías en la acera, encima de un capote militar.
Recuerdos, autitos de la época de la URSS. Me quedé con esta joya por 10 hryvnias.
Debajo, a la sombra, bajo la protección, de una gigantesca escultura de
concreto de un soldado soviético triunfante. Solo que pequeña, azul y amarilla,
ondeaba la actual bandera de Ucrania donde alguna vez habría un trapo rojo con
hoz y martillo. Me dijeron, al envolver la pieza en periódico, que posiblemente
era de Lutsk, en la Volinia, por los trajes. Otra vez, no quiero dispararme en
un trasiego infinito por Volinia y Galitzia, por Zbarazh y el feudo de los
Wisnowievski, por Isaac Bashevis Singer, por Goray, por Yampol… Ten calma, me
digo, y sigue caminando, no es momento ni sitio aún de desbarrancarse. Más
tarde, más tarde.
A ratos las
cosas toman aire bíblico. Sobre Taganrog, distrito de Rostov, lugar de
nacimiento de Chejov, se ha vaciado del cielo una tormenta de mosquitos verdes.
Las plagas del faraón, quisiera creer, el Armagedón del sátrapa de Moscú. Como
vinieron, desaparecieron. Pero vinieron. Llegaron. Bajaron, eran nubes de verde
entre lechuga y petróleo. Se heló el corazón de los creyentes. En las selvas de
Siberia los antiguos creyentes se habrían desgarrado los pechos.
“Testigo,
testigo…” canta el pájaro testigo. Cuando cante la tercera…
Se
observaba apacible el mar de Azov. Tenebroso el café.
Daniel
Mocher, escritor español, maestro además del arte de Georg Christoph Lichtenberg,
el de los aforismos, escribe en su blog Los
propios pasos de las bellas similitudes entre Crimea y Valencia, de sus
alojados ucranios que abandonaron Jarkov sin nada. De mucho más, de la hombría
de bien y la hermandad, de lo cercanos que somos por encima de las diferencias,
eslavos y filipinos devorando mariscos cocidos en whisky en la arena saudí, por
ejemplo. O yo, en 1993, o 92, enseñando a las bellas muchachas bosnias huidas
de la pesadilla cómo doblar y embolsar periódicos a velocidad. De mis amigos,
los hermanos Brakmić, que del genocidio
llegaron a la América del sueño y se hicieron ricos en veinte años en Denver y
alrededores. Altos, rubios, de azules ojos. Y musulmanes. Bosnios que
aprendieron a maldecir en mexicano y que hicieron de sus compañeros de trabajo
de Chihuahua y de Guerrero la base de su riqueza en el área de la construcción.
Yefim, judío expulsado de Rusia Blanca por Stalin, establecido en Kazajistán y
emigrado a Norteamérica donde vino a enterrarse. Su casa llena de muñecos de
peluche que recogía en los basureros. He visto a mi mecánico Nikolai, soldado
soviético en Cuba, completamente borracho a toda velocidad en una bicicleta de
un solo pedal. “Kolya”, le grité desde la ventana abierta de mi auto. Sonrió sin
dientes y se perdió en el porvenir. Vamos a gatas, sin velas, tocándonos las
manos, que a veces están muertas o frías, del frío de arma mortal. Tendríamos
que envolvernos de cocuyos, emular árboles navideños pero somos demasiado
necios.
Cerca de Roboré había un gigantesco árbol, palo borracho tal vez, que
brillaba cubierto de luciérnagas más que la propia luna o el puente carmesí del
mar turco. Pintaste tu cuerpo con cremas
de neón. Te acercaste y nada más puedo decir sino que la noche cegó mis ojos de
luz y oré como jamás lo había hecho, a una maltrecha creación. Me hice
religioso por ti aunque pequé al siguiente día con la sabia caracterización de
este germen humano, este injerto poderoso y vil.
Espero al fin de septiembre comulgar con mis piernas otra vez. Si podré
bailar lo dudo. Mi corazón lo hará por mí. He comprado maletas que están
vacías. El viaje pende del techo como la de Damocles. Una hebra de viento podrá
dirimir el futuro o un tsunami venido de las islas de la Indonesia nos cubrirá
al fin de furor maldito, hambriento y hastiado al mismo tiempo. Por eso, bésame
ahora, así no estés conmigo y tus manos sean hálitos. No sea que mañana no
venga y esto ya sea ayer.
28/08/2024
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Imagen: Diego Rivera/Familia rusa, 1928
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