Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El frío trae
reminiscencias de Herta Müller, de la Rumania de Herta Müller. Y si no el frío,
el barro, el lodo quebradizo como espejos primitivos del desierto. Espero, me
levanto, camino entre plataformas de madera que elevan con forklifts hasta
alturas de diez metros. Detrás de esta madera clavada, trabajada hasta el cansancio,
rota, golpeada, asoma humo de fogata que hacen los trabajadores, dentro de un
turril, para calentarse.
Hacia el oeste
pululan figuras diminutas de cascos amarillos. Hay un golpeteo incesante, de
martillo sobre latón. Construyen plataformas de carretera, mientras un águila
calva, ajena a tanta veleidad, deja que se levanten las plumas de su cabeza en
el viento. Sin relojes, nadie podría decir que estamos vivos, que hombres y
cosas se mueven. El cielo gris, los copos breves e intermitentes de nieve
dominan el paisaje, el movimiento. Sin minutos, horas, el tren de carbón que
pasa vociferando uh, uh, quedaría de estampa guardada en un cuaderno. Actividad
incomprensible, febril, con qué rumbo, me pregunto.
He amado los
barrios industriales desde siempre. En el Kilómetro Cero, de Cochabamba, bajo
pretexto de orina, cruzaba el vano de las chicherías y me enfrentaba con el sol
cayendo sobre durmientes de ferrocarril, encima de piedras talladas estilo
Inglaterra que se usaron para edificar viviendas obreras. Amo la naturaleza,
los árboles, los ríos cristalinos, pero más amo la tierra apisonada con aceite
sucio, hierros dispersos, radiadores y llantas de bicicletas, burdos ladrillos
derrumbados a golpe de combo, sillas desvencijadas, negras por las décadas de
manos grasosas tocando sus cojines.
Hoy, Estados
Unidos, en Aurora, Colorado, a diez minutos de manejar de casa, comienza el
imperio de los talleres mecánicos, la casi desidia de abandonar las cosas por
todo lado: un resto de carrocería cubierto de llantas viejas, grúas de pico de
grulla recortadas en el vacío, goteando el invierno poco a poco. Brillo azul de
soldadura, estrellas rojo amarillentas que el esmeril arroja y que se evaporan
antes del suelo. Ropa almidonada, ya imposible de lavar, casi como estatua
adosada al cuerpo.
Un jeep se
detiene en el lodoso camino, entre esqueletos de automóviles, cables, basureros
de metal oxidado que nadie parece necesitar. Una mujer mexicana, con botas
texanas y acento hondureño ofrece comida a siete dólares. Con pan o con
tortilla, pregunta, y destapa ollas humeantes donde se revuelven albóndigas en
salsa coágulo de sangre. Con arroz, por favor, y frijol negro machacado. La
mesa alguna vez tuvo color madera; hoy es ébano opaco. Blancas sillas con lepra
marrón aderezada. La servilleta semeja una nube en cielo nocturno. Cebolla y
cilantro… en la radio el acordeón imita las ametralladoras del narco.
¿Vivirías aquí?,
me digo. E imagino un cuartito con dos o tres muebles sin lujo. Despertar,
hervir el agua y rebañar la miga por los restos de huevo no cocidos en extremo.
Abres la puerta y escuchas los sonidos del trabajo, de motores que se esfuerzan
por arrastrar pesadas cargas. Otro tren atraviesa el horizonte que dista
cincuenta metros de tu puerta. Disponer de un banquillo recogido en el basural
cercano, de metal oscuro y con úlceras de tiempo. Apoyar el grupo de libros que
traes contigo en una repisa amoldada para la situación, y entre tornos
desvencijados y perforadas garrafas de butano dedicarte a leer, contento,
sabiendo que en este bosque de desechos nadie podrá buscarte, nadie querrá
buscarte. Cuevas prehistóricas de la edad industrial, soslayadas de principio a
fin por un universo que corre alocado en pos del consumo.
Anónimo, tú que
siempre despreciaste la fanfarria de las reuniones intelectuales, en medio de
la simpleza de ratones campestres de larga cola gris corriendo a ocultarse
entre cardos secos por el invierno, y que retoñarán con ímpetu en la primavera,
incluso a cuesta de las dificultades, del aserrín de aluminio que empuja el
viento y que brilla con ilusión de diamante al caer el sol.
Enciendes las
hornallas que se ponen carmesíes mientras que tú, desafiando la cronología y la
muerte, cantas quedo canciones de tu madre, como si este lecho fuera aquel, y
escuchas tornarse la llave que anuncia la vuelta de tu padre. Pequeñas cosas,
individuos singulares, ninguna multitud. Entre los escombros de piedra, madera
y metal, no se asoman ni los fantasmas. A veces cruza por tu ventana el brillo
maléfico del ojo de una rata, pero nada detiene el lento caminar de los
escarabajos negros, sin pausa ni descanso, que pasan debajo de tu silla que
carga con el camino de Swann.
Silencio. Hay
tanto ruido que se produce sosiego. Tanto trabajo y hombro y sudor, y hervor de
bolitas de carne en chile. Sigo la primera línea, la frase, la oración. Por
magia se ha detenido todo, solo un insecto de coraza negro brillante avanza
apenas. Mis pupilas lo siguen como rojos dragones de Kuala Lumpur.
10/02/14
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Publicado en Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 23/02/2014
Publicado en Palabra Abierta, Los Angeles, California. 02/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 25/02/2014
Publicado en Palabra Abierta, Los Angeles, California. 02/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 25/02/2014
Foto: Zona industrial de Aurora con los edificios de Denver al fondo
cada frase un puñal, cada palabra un cisparo certero... desmadejando el enredo de ladrillos de la pared del sentimiento... grande, amigo, al fin literatura en la prensa boliviana!
ReplyDeleteGracias, querido Pablo. Algo de mis ocultos vicios: pisos compactos con aceite sucio, ripio, maleza, una silla, un café y Dostoievski...
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