Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Henry
Purcell a las siete de la mañana. Fats Domino a las diez, mientras lavo la
ropa. La muchacha de Jalisco, que juré era cubana o colombiana, me pregunta si
no tengo mujer que me lave la ropa. Apenas tengo ropa, le respondo. Me quedé
con una maleta. Pobre, me mira con piedad, y eso que no está tan viejo. Podría
alegar, contar historias llorosas, pero la trivialidad de los abandonos,
incluso con su carga de tragedia, nada valen ante la música. Son las seis cero
siete, pm, y escucho las sesiones del 63 y 64 de Duke Ellington en Londres.
Hasta el dolor se baila.
Frases
memorables de hoy: “Siempre llueve en mis reinos rosados”. Mujer ucraniana de
46, Margarita, no la de Bulgakov, o en parte quizá. Los reinos, el imperio del
placer. Supongo que se refiere a Petra, la piedra rosada del desierto. O a la
cueva de su amor.
Isabel
siempre bailaba con L en las fiestas. Merengue. Bien juntas, rápidas, en giros.
Precioso. Creo que era un merengue de nombre deshonesto, El mamón, pero el
ritmo agraciaba la tarde de Aurora. Isabel y L se movían como trompos en juego
de Troya.
Isabel
venía de El Salvador, de la guerra. Trabajó con un tío, en pequeña empresa
privada, hasta que alguien mató al tío. Nada valía la vida allí, entonces; nada
la vale hoy. Atravesó América Central, el horror de México, la menor crudeza
gringa hasta afianzarse, casarse, parir.
El mamón.
Isabel sabía lo que era merengue, movimientos ajenos a nuestra estática india,
andina. Por años lo bailaron, con L, porque entre las dos lo hacían bien. Se
alternaba el ron, el dulce moscatel frío de las mujeres. Una, otra vez. Meses,
años. Hasta que la discordia llegó y no bailaron más. Nunca se apagó el
tocadiscos en casa, ni para la tristeza del réquiem mozartiano. Nunca. Pero las
bailarinas se separaron. Dimes y dimes que cortan la voz, amores, amistades. Nadie
bailó merengue, no así, en casa, excepto en la última fiesta, última cena, en
que una amiga española de mi hija Aly agitó la cadera como el mar contra las
canteras blancas de Dover. Apareció una vecina discapacitada y revoleó las
muletas en el aire y tuve una sensación extraña, de un suceso malo pronto a
venir. No me equivoqué. El mamón. Al fin hasta el título encontró razonamiento.
Mamada, en el sentido boliviano de embuste. Traición a la patria de los
cuerpos. Traición a la noche y al trabajo. Merengue. Así es la vida, da
vueltas; uno goza o se marea. O viceversa.
Hace poco
me contaron de un cáncer de páncreas. Isabel se moría. Yo, que no tuve que ver
en el asunto del danzón, llamé para visitarla. No contestaron. Ella tenía mucho
rencor. Venía del país del rencor. Trajo la muerte consigo.
Entonces
pensé que fue así todo el tiempo. La muerte viene para todos pero algunos la
acarrean como cola.
La muerte
bailaba merengue. Daba vueltas, se burlaba. La gran mamona, nos quería hacer
creer que era fiesta, siendo la suya, su fiesta, su entretenimiento, sus
piernas enroscadas. ¿Dónde estará ese disco?, me pregunto. Se fue con el
diluvio de junio, con el terremoto de San Francisco. Quizá signifique que por
ahora eludí a la muerte. Mejor que me eluda ella porque no la sacaré a bailar.
28/07/19
No comments:
Post a Comment