Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Lo bailamos con Gloria, cuando el tiempo era revolucionario. Pasaban los trenes hacia Quillacollo. Kilómetro nueve, siete, números. Bailábamos y sus caderas permanecían. Aquí se queda la clara… Fuera de lo que hubiera sido Che, fuera del contexto furibundo y mentiroso del todo, estaba el son. Los cuerpos juntos, ella más alta que él. Seguía sin creerlo. Amé y la vida se me fue en ello. Reviví sin llamarme Lázaro, sin consuelo de religión. A beber, y amar, como gitanos. Que en nuestra tumba entierren botellas de aguardiente de ciruela. Recuerdo, recuerdo… lentes, piernas, dientes, dedos, vientre, cabello negro, negro es el cabello de mi verdadero amor dice la canción irlandesa. El sexo huele a floripondio envenenante. Aquí se queda la clara, la inolvidable transparencia. La noche con matices de eucalipto, de ventanas abiertas en misterio y el viento que las mueve igual a tu vestido negro. Tu vestido la cortina que se abre al ladrón que entra embarrado y ebrio. Aquel cielo tenía estrellas; a veces lo mirabas tú; a veces yo.
Lo bailamos
con Ligia, veces infinitas. Cuando éramos felices e irresponsables. Juntos,
nada entre nosotros, ni los zapatos. Negro es el cabello de mi verdadero amor.
Alrededor los amigos mueren sin peste; mueren porque sí. Pero tú y yo bailamos;
nada entre nosotros, ni calcetines. Él más alto que ella. Ella desde la
historia dispara. Me mata una vez, muchas veces, deja mi rostro esculpido como
un personaje de Malevich. En Cochabamba, en las noches con diamantes de Pink
Floyd, en la Cuba vieja, La Habana, tomando café negro de pecado y ron de
Santiago, allá al otro extremo, donde comandó Huber Matos en una historia sin
fin y vericuetos de asco. Flota tu vestido sobre las mesas. Pareces una novia
bosnia. Los edificios observan, mudos y desiertos. Tanta vida. Sonaba David
Bowie y te preparaste un café para darle algo de amargo al amor.
Wild
Horses. Raimón. Carlos Puebla. Los pobres de la tierra, la greda entre tú y yo,
espesa para el adobe, argamasa que pareció acero y resultó jazmín. Negro era el
cabello de mi verdadero amor.
Aquel tren
de pasajeros de Quillacollo tenía destino Oruro. Ferrobús. Orcoma, Aguascalientes,
Arque. Francine dejó su blanco cuerpo a la intemperie. Ya no era negro el
cabello de mi verdadero amor. Si mi amor es como acuarela. O aguarrás.
Piedra
lumbre. Piedra alumbre. Suave como ella era el cuerpo blanco que cargaba los
ojos más azules de la Inglaterra. Un día se esfumó y la busqué con los perros
ladradores por el valle de Condebamba. Llovía sobre mis ojos, lluvia pesada,
púrpura, vestidos los ojos con trajes del Señor de Mayo. Así era, así fue. En
una alta piedra de Liriuni te sientas con vestido blanco. La brisa lo levanta.
Miro, como penitente ante la virgen, la sombra de tu entrepierna y destruyo el
universo. Arrojo el vino oscuro sobre las aguas termales y lo que fue paraíso
infierno quedó. Aquí se queda la clara.
Dicen que
el tiempo pasó, pero veo que tengo todo, que las canciones no han perdido ritmo
ni yo pasión. Busco el color verdadero del cabello de mi verdadero amor. Llegué
a la bahía perdida en el norte de Québec, cargado de pesadumbres e
insolvencias. Otra ella que se quedó al borde del lago suizo y me arrojó al
vacío del Leteo. Pienso, me he sentado a imaginar recuerdos. Si fue, no fue, si
hubo querida presencia, que sí la hubo, que me apropio del son del Che Guevara
para mezclarlo con mis amores. Qué otra cosa es la revolución sino sufrir y
amar y viceversa. O sonreiremos bobalicones ante la vida mientras la sangre nos
desborda.
Muero
cuando te beso, cuando te amo, pero mi muerte es como una suerte de vampirismo,
suena triste como un son pero se baila. La Guantanamera me dice que soy un
hombre sincero y sí lo soy, por eso muero tantas veces y me rehago tantas. Y
antes de morirme quiero… te quiero a ti, perdida, a ti muerta, a ti
desaparecida. Y a la que venga, o vengan muchas que tierra hay y la azada
mezclada con agua produce frutos.
28/02/2021
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Imagen: Kazimir Malevich
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