Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Zoia
Andréievna, mujer de la antigua clase, recala en un pueblito ucraniano huyendo
del bolchevismo. Cayó Jarkov, dice alguien, y suena como la trompeta del
destino que no vuelve atrás.
Es la
historia de la creadora del personaje, Nina Berbérova, que en las pocas páginas
de este cuento, o novella, descarga sobre el lector la angustia de a quien se
le acaba el mundo. Carente de criterio moral, de juzgar el instante en términos
sociales, Berbérova penetra en los arcanos del espíritu humano, de la tenacidad
por sobrevivir a pesar de la condena. La ambivalencia de las clases se aleja
del pomposo discurso político y cae sobre las minucias de lo cotidiano, de
quien puede y quien no comprarse un medallón, de cómo los señores deben ahora
trabajar para sustentarse y de la angurria de los miserables por suplantar a
aquellos que se detesta y en suma envidia.
“Zoia
Andréievna estuvo a punto de soltar el llanto cuando se vio en el espejo; la
hermosa pluma de su sombrero se había roto y le colgaba sobre la oreja derecha
(…)”. Nada es lo mismo. El pasado se hunde en el pretérito para no volver. Los
desmanes de Kolchak, Denikin, Wrangel, Yudenich, representan aletazos de un
animal que muere. Pero no es la Rusia de los blancos solamente la que perece.
El malévolo Lenin, quien en 1908 escribía a Gorky: “Nunca, por cierto, he
pensado en deshacerme de la intelligentsia…” se encargará de eliminar lo mejor
y más graneado del pensamiento ruso, sin distinguir entre conservadores,
liberales, mencheviques, socialrevolucionarios, anarquistas. En una suerte de
guerra privada, como en Lenin’s Private War, de Lesley Chamberlain, Lenin pone
énfasis especial en recurrir a cualquier ardid para exiliar a quienes
consideraba peligrosos por su educación crítica. A unos se expulsó, otros
salieron por voluntad propia, pocos regresaron (Tsvetáieva, Alejo Tolstoi). De
los que permanecieron, Mayakovski se suicidó e innúmeros y geniales artistas y
cientistas engrosaron la oscura lista de muertes y cárceles de la dictadura
soviética, Ajmátova entre ellos. “La tradición y el rechazo de la misma, que en
aquella época tuvo un rol todavía más importante, fueron destrozados por la
soga con que se ahorcó Tsvetáieva, el campo de concentración de Mandelstam, el
silencio de Jodasevich”, escribe Berbérova en el prólogo a la edición italiana
de Necrópolis, libro de memorias de Vladislav Jodasevich, pareja de la
escritora, con quien deja Rusia en 1922, y a quien Vladimir Nabokov, en 1939,
consideraba el mejor poeta ruso que hasta entonces había producido el siglo
(XX).
Incluso el
gran Gorky dejó el país por Italia, hastiado del tono que tomaba la revuelta.
No es hasta más tarde que se devuelve a Rusia y ejerce de cabeza visible de la
nueva cultura soviética, de la escuela del realismo socialista. Pareciera que
Rusia anhela su propia destrucción. Sucederá con Stalin, digno alumno de
Ulianov, en tiempo previo a la Segunda Guerra, cuando en incomprensible movida
elimina lo selecto de su fuerza armada, inhabilitando las defensas del país con
resultado casi fatal.
Dentro
quedaron muchos pensadores y creadores. El hambre, las limitaciones, la
persecución desenfrenada de la mediocridad estatal removían los cimientos de
aquella gran cultura rusa que se inició con Pushkin, y donde el intelectual no
era reflejo del Estado sino su némesis, hasta el extremo de que otro notable
exilado, Herzen, pesaba tanto en Rusia que el pueblo decía que la madrecita era
regida por dos Alejandros: el zar, y Alejandro Herzen, desde Inglaterra. Ese ha
sido siempre el papel del artista en Rusia, el de contravenir las normas de
cualquier absolutismo. Lenin lo sabía, y aunque se armó una opereta acerca del
papel del arte en la revolución, con Lunacharsky y Trotsky escribiendo textos de
interés, y una década de brillantez vanguardista, la realidad comunista pronto
desterró el talento y la crítica, para convertirlo en un país de mediocres,
lameculos, arribistas, corruptos, cuya única afición fue la de sostener un
falso cometido social, una generalizada mentira.
Nina
Berbérova sufrirá el exilio en la atrocidad del desarraigo, el hambre,
contemplar cómo, por insuficiencia económica, poco a poco, se iba disgregando
la emigración rusa. Unos, como Nabokov, que alcanzó éxito, escribieron en otros
idiomas, mientras ella se mantuvo fiel al ruso.
Caminando
por los cementerios de París observé monumentales tumbas de príncipes y
princesas, lo cual da a entender poco de lo que en verdad sucedió. El partido
comunista, y Lenin personalmente, causaron con el putsch de octubre una
emigración de casi un millón de personas, nobleza y casta militar entre ellos,
pero también, como el caso de la autora y del poeta Jodasevich, el de
escritores, filósofos, físicos, agrónomos, dramaturgos, que por lo general poco
o nada tuvieron de recursos para solventar su exilio. Berbérova trabajó en lo
que pudo, y su obra, hoy considerada mayor en la literatura rusa, no vio la luz
hasta décadas después, gracias a la pericia y sensibilidad editoriales de un
entonces pequeño editor francés. Tenía más de ochenta años al publicarse sus
primeros cuentos. En un plazo de cinco años se convirtió en una notabilidad
editorial. Sus memorias, El subrayado es mío, documentan en trescientas páginas
casi un siglo y son imprescindibles para atar los hilos de una intelligentsia
que se desvaneció de Rusia entre 1920 y 1940, mientras que las de su amado
Jodasevich han sido prácticamente olvidadas, rescatadas en verbo por Evtushenko
y otros, y creo que aún desconocidas en lengua española.
Si dejamos
de lado a Nabokov, cuyo camino se diversifica, la aparición de los libros de
Berbérova, llena de algún modo el vacío que dejó la emigración. Hay que
considerar que con el sovietismo “desaparece” la gran literatura rusa, que no
se recobrará hasta que un disidente, Solzhenitsyn, desde adentro, la reviva, y
que otra gran escritora, Nina Berbérova, la consolide desde afuera.
04/04/2011
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De GEOGRAFÍA DE
MIS PASOS, futuro Volumen 10 de mi Obra Completa en 3600 Editores
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