Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Esa voz que
une el cielo y el infierno, decía de Louis Armstrong Philippe Soupault. Pienso
en los negros del mercado de abasto. Sweet Pea que cargaba de mochila su
tuberculosis galopante y parecía pianista a tiempo de separar tomates por
tamaño y color. Un viejo negro pobre y violentado por otros negros ponía delicadeza
en lo que se serviría en las sofisticadas ensaladas del Willard. Porque detrás
de diplomáticos, capitolios, presidentes, primeras damas y damos de honor y
soporte, estábamos nosotros, sudados hasta en invierno, con costras de mugre y
cabellos de sebo eclesiástico.
Nadie lo
sabe, lo sabrá o interesa. Torres de marfil cada uno en la magnitud que su
bolsillo lo permita, siempre superiores porque inferiores sobran, hablando en
sus términos. Pequeños jefes de reinos ilusorios, reyezuelos de chapares
esclavizados y abyectos. Poder que inventa revoluciones, revoluciones que recrean
poder. De fondo, recuerden los congoleses del genocida Leopoldo, rey de Bélgica,
amontonados como durmientes por donde corren los trenes. Ferrocarriles sobre
huesos. A nombre de qué la destrucción de un villorrio que hornea pan un día y
al siguiente es quemado vivo por los alemanes. Asirios despellejando, vivos
también, a prisioneros para cubrir muros con piel que sufre. A nombre de qué la
moledora de carne de Rzhev con trescientos mil rusos muertos el verano del 42.
Si hay patria que valga tanto, pregunto. Todo está mal, de entrada, y ahí
radica el verdadero pecado, nunca estaremos contentos. La expulsión del paraíso
es la jugarreta del dios, la malignidad, otra vez, del poder, el placer de
manipular las fichas hasta el extremo posible, el llamar a las bestias humanos
y retratarlos a semejanza de su ambición. Nunca comprenderé necesitar
notoriedad, ansiar ser impunes, lujuria no concebida como el placer de los
cuerpos sino el escorbuto. Pobres de espíritu los Trump, los Evo, el Sombrerón
peruano, miseria de alma de quienes desean por encima de todo dominar ya que
carecen de ese brillo que los separaría de las ya nombradas bestias, y uso el
término por limitaciones del idioma. Siguiendo a esta escoria, el resto, cada uno
en un pequeño feudo de martirizar a otro menor, hasta llegar al vagabundo
desnudo que narro en una novela, cerca del Cero de Cochabamba, al que no le
queda más que martirizarse a sí mismo.
Satchmo
canta, desmiente mi angustia; hay belleza, tanta, en lo suyo, pero está en su
voz negra el inconcebible dolor de siempre. He visto a los negros reír con ojos
brillosos en la minucia del crack. Dice un periodista kurdo, refiriéndose a la
chusma hitlero-trumpista de los USA, que vienen directo, descienden, de aquellos
que violaban a la madre esclava negra mientras vendían su hijo, producto de
violación anterior. Es Cortés que hace parir pero el mestizo nunca será
marqués. El Inca mueve poblaciones enteras para apaciguar rebeliones. Por eso
se toca el erke tanto en Tarija, Bolivia, como en el norte peruano. Los serbios
trasladan bosnios; los turcos, armenios.
Satchmo
canta. Hay aire risueño de reefer fumado antes. Alegre el jazz de Fats Waller,
la armónica de Little Walter. Lo tararea Sweet Pea rumbo al estupro de su
cuerpo enjuto y desgraciado. Voz cascada de mujeres ni de veinte, te la chupo,
amigo, por cincuenta centavos; me la metes por un dólar. La voz de Louis
Armstrong vuela por los turriles incendiados del mercado. Se pudren espárragos blancos;
gusanos reptan por mangos filipinos; las flores de pensamiento no se miran con
éxtasis, se las mastica con vinagre balsámico de Módena. Un monstruo devora jardines.
Cortan el cuello de cisne de María Antonieta, empalan a los aristócratas; luego,
los nuevos aristócratas empalan a los sans culottes, lavan la hoja de acero
sagrado con sangre diaria e hirviendo.
Fui a ver a mi amada en St. James Infirmary, estaba echada en una camilla de tanto por cuanto, fría. Madre, he de ser otro, lo juro. Pásame un poco de ese rye porque debemos beber el blues. Qué nos queda. Cantamos en colectivo, amarrados en cadena los pies; los grillos fabrican melodía, suenan en orquesta. Mi gordo amigo Roselle Houston me decía: Claudio, funky motherfucker, you got to get some pussy. Cantaba viejas canciones de Carolina del Sur. El bucolismo lo rompía el látigo. Chas chas de la sangre.
Cuando me acostaba y el aire se invadía de aquel dulce
olor de melaza de su entrepierna, gozaba, permitía que la noche se escanciara
sobre su espalda. Podía ver sus ojos mientras contemplaba estrellas. No deseo
más que aquello, ese instante en que la muerte eyacula un verso de Leonard Cohen,
donde no existe poder, ni trabajo, solo el batallar de tus muslos, el jadeo de
la única locomotora que amo, ese que susurra mi nombre o no susurra nada. Cedo
oro y presidencias por tal instante, que las bestias se desvivan por ellos ya
que carecen de todo, no tienen nada. Ni soledad siquiera. Tú, bésame.
14/12/2021
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