Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La casa huele
a ellas. Hiervo ciruelas blancas para hacer refresco, a la usanza de mi abuela
Neptalí y mi madre Alicia. Espumoso, color ámbar. Añejo árbol que estaba en la
puerta de la casita de los tíos que con el tiempo quedó detrás de una
construcción mayor. De ahí venía la cosecha. Claro que cuando la abuela murió y
crecieron los abismos las cosas tuvieron que cambiar. En el patio trasero del
hogar nuestro en la calle José Quintín Mendoza se plantó un ciruelo rojo que daba
dulces morados frutos. De resina a sangre los tonos, aunque similares ambos en
el sabor y el aire corría por las habitaciones durante el hervor.
Lo hago de
noche a propósito, para mezclarlo con mi sueño, para en este quinto piso aéreo
caminar de nuevo las grandes baldosas de azul y rojo rodeando el arbolito. Lo
consigo, duermo profundo y despierto en paz. No sé la hora pero penetra límpido
el cielo por entre las cortinas. Desayuno mi ración de guerra, recorro las noticias
y festejo soldados rusos destruidos. Hablo con Gogol y discutimos el gran negocio
que sería hoy el de almas muertas, solo quitarles el trozo de metal con
identificación y enlistarlos entre los productos que cuentan como propiedad personal;
total, ni quien levante esos pobres cuerpos ya corruptos que abonan los campos
salvajes cerca y entre los dos ríos. Luego caliento un café, corto pan negro,
lo relleno de pasta de hígado y abro ventanas para dejar que los ciruelos
vuelen libres ya.
Mi padre
atrapaba grillos y los metía dentro de casa. Hallaban rincones y por la noche
cantaban. Era maravilloso, música de la oscuridad desde invisibles escondrijos.
Mi padre
traía verdes delicadas ranas de los arroyos cercanos para depositarlas en medio
de las plantas de cartucho. Verde lechuga. También cantaban. Toda la infancia,
cantaban. Y coros de sapos en charcos llenos de espuma y diminutos huevos
contrastantes. La calle era el límite entre lo urbano y lo rural y por eso
inolvidable. ¿Dónde se podrá encontrar esas noches de concierto otra vez? Se
han ido. Desde aquí arriba no veo ni charcos ni anfibios. Ladran perros y
vecinos, alguna cumbia chicha festeja algo por ahí. No reptan ofidios ni arañas
peludas se encierran en agujeros desde donde las hacíamos salir con una delgada
paja y saliva. Dejan su refugio y aparecen enfurecidas. Vuelan mariposas cohete
y libélulas de todo color. Tesonero trabajo de hormigas, bichos hediondos e
insectos lentos que hacen bolitas de excremento de vaca.
Es dulce el
maíz cuando tierno. Entramos ladrones al maizal de los K'achitos Gutiérrez.
Hincamos el diente como si el wiru fuese el sutil cuello de Isabelle Adjani.
Hasta que nos corre el cuidador: maleantes, rateros. Maizales que también
fueron rugosos lechos de amor.
Jilgueros
macho, cabeza negra y cuerpo de sol, devoran semillas de las flores en el
pasillo que da a los dormitorios. El chiru chiru salta entre ramas interiores;
marrones, más oscuros que los horneros.
Viaje al
rumbo del pretérito, como permitir que los palitos, barcos imaginarios en
carrera, se deslicen o tranquen en el fluir de las acequias. Hoy es crepúsculo
de ruidos delicados y melancólicos. Y el agua de acequia era de esos, sobre
todo cuando el goteante azadón abría la mita con un par de golpes y comenzaba fecunda
inundación.
La
bicicleta Hércules de papá, de inusual púrpura, aro 28, de hombre, llevaba mis
ojos por doquier. En Cuatro Esquinas, en el canal de la Angostura corriendo
hacia El Paso, durmiendo cuando todavía se podía dormir en el bosque de
eucaliptos azules de Bella Vista. Al otro lado del río creo que se llamaba El
Frutillar y era la subida hacia Ayopaya, al agua caliente de Liriuni que me
recuerda a Francine y más antiguo a Marinette. Fuerte olor a azufre, el catre
de fierro suena demasiado cuando subo a ti, el vapor diluye el tinto del vino.
Sarco, Condebamba,
Linde, Chilimarka, Tiquipaya, Apote, la pampa de Pandoja que no existe más.
Dormíamos
en la plaza principal de El Paso, partiríamos al amanecer subiendo por Chocaya.
Sonidos muy extraños en aquella casa, mitos del adobe, de viuditas y fantasmas,
de karisiris y otros demonios. ¿Qué es eso? Sucede que familias de cuyes
conversaban y comían grano mientras el mundo dormía. Lo supimos al encender la
linterna. Pasitos de duende y chillidos a manera de ecos, profundos, sordos. ¿Chillidos
sordos? Pues sí.
De la nada
se vienen en mente los nombres de Anatole France y Stendhal. No voy a buscar la
razón del porqué. No tenemos ni quince años pero nos emborrachamos con chicha
blanca. Huimos cuando cholitas de domingo de asueto quieren bailar. Aterrados, hacia
el cerro, mirando siempre atrás como estatuas de sal.
Olor a
retamas.
Sobre el pedregal
tieso y seco crecen flores amarillas. Olor a retama. Olor a ciruelo.
Atún
peruano extendido sobre pan de Toco. Cantimplora llenada en cristalina acequia.
Murmura la brisa. Vemos la vieja casa de las aguas termales, armamos carpa que
era celeste. Ya lista, bajamos a bañarnos en la piscina. Allí, mucho después,
Francine flotaba desnuda observada por los eucaliptos del bosque. Fronda pelirroja,
vestido que flamea encima de piedras gigantes cubiertas de fósiles marinos,
rocas dignas de galgas y revolución. Entiendo por qué amas Bolivia; no entiendo
por qué me amas.
Hay cierto
horror en la noche del campo. Así lo sentía yo. La paz del atardecer se hacía
maligna al oscurecer. Siempre me ha costado lidiar con la ausencia.
El aroma de
la fruta se ha extinguido. Galletas navideñas de mi prima sobre la mesa, un cd
abierto de música de órgano de Johann Sebastian Bach. Una foto de mis hijas
cuando tendrían doce y diez años respectivamente, supongo creo.
Tres
dormitorios completos, camas, veladores con lámparas, pullus encima. Tres
puertas abiertas. Gira el ventilador. Enfrente mío, mujeres de Otto Dix y de
Christian Schad; a mi izquierda, Jawlensky y Klimt; a la derecha, Alfred Kubin
y un primer plano del Acorazado Potemkin
en afiche cubano. ¡Cómo no pensar en ti, Odesa!
Cerca de la
puerta de entrada, Munch. Y Ben Shahn pone letras a un dibujo suyo de Sacco y
Vanzetti. Miro desde el quinto piso buscando la torrentera. Veo edificios,
huele a comida y fiesta de sábado nocturno. Ni una sola mazorca de maíz, ni un
wiru. Y menos tu barbado sexo de choclo. El reloj dice ahorita nueve treinta y
cuatro y ahora nueve treinta y cinco. No se necesita filosofar para saber que
el destino, algún destino, avanza y que única queda la fragancia.
Huelo
retamas. Ciruelos. Hinojo creciendo al lado de la pila, berros que coleccionan
para ensalada. Las hormigas fabrican túmulos de tierra vegetal donde, debajo,
no descansan héroes. Frágil festín del recuerdo.
23/12/2023
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Imagen: Óleo de Albert Kechyan, Armenia
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