Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Leo En los vagones de la muerte del atamán Annenkov del escritor kazajo Saken Seifullin. Autor purgado por el régimen soviético en 1938. Solo anoche veía la película checa El charlatán (Agnieszka Holland, 2020), libremente basada en la vida de un famoso curandero checo que trataba a sus pacientes a base de plantas. Perseguido, no podía ser de otra manera, por la NKVD. Rusia (ni los comunistos) va a cambiar; no lo hizo desde la época del terrible Iván o Mijail Romanov; no lo hará ahora con el pequeño bufón y su ejército de opereta compuesto de caníbales y ladrones. Largo ha sido su castigo, breve y violenta tiene que ser su destrucción. Más larga su codicia y su interminable crimen. Lástima que enfrente tiene un feble occidente pero descuida al enemigo real, la supuesta aliada China, que desea recuperar lo que fue suyo décadas atrás, con yapa.
Vagones de
la muerte, cosacos, blancos y rojos; Kolchak, de quien me comentaba Anna en
Sumy que tal vez fue el único de los comandantes contrarrevolucionarios que
valía la pena. Sugiero el filme El
almirante (Andreï Kravchuk, 2008) sobre él, mientras mi memoria sugiere a
Sholojov, Babel, Fadeiev, Pasternak, Alexei Tolstoi. Era de conflictos, hambre,
rebelión y arte. En las buhardillas heladas y míseras se alojaba la avant-garde
ruso-soviética que tanto ha dado a la humanidad. Hoy no pesan Zhdanov ni
Krylenko pero se sigue leyendo a Tsvetaeva y a Maiakovski. No queda rastro de Lazar
Kaganovich pero sí de Osip Mandelstam. Malevich y Goncharova pintaban;
Rodchenko fotografiaba y los arquitectos lanzaban insólitas rectas sobre el
papel.
Quito del
tocadiscos a la Orquesta Baobab y para crear adecuado entorno elijo a Alexander
Kipnis cantando Boris Godunov. Odesa
y Jarkov, iglesias ortodoxas, apenas se distinguía gente en la sombra pero
voces nacían de las paredes: mujeres y tenores impresionantes y luego bajos
profundos del fondo del divino abismo. Pensé en el Coro Glinka, de Leningrado, en música sacra de uno
de mis discos favoritos. Abandoné el rítmico Senegal, con pizca de Cuba, bloqueé
cortinas y ventanas, aislé mi universo como ante una epidemia, cerré los ojos.
Nombres de Amur y Baikal vinieron a mí; en Seifullin, en el mapa que precede su
texto, recorrí un Kazajistán que conocí con mi querido amigo Yefim. Tengo
manzanos en mi huerta de Pavlodar. Al sur está el inconmensurable Tian Shan,
epítome de montaña. Belleza sin fin. Cuesta creer que al lado, aunque el lado
es lejísimos en tal gigantesco país, se hacían pruebas atómicas, que la estepa
de Karagandá se pavimentó de ejecutados y muertos de inanición. Se derrumba la
casa de Yefim. Comisarios ellos, él y su hermano, judíos de poca estatura y
pobladas cejas, inmigrantes forzados de Stalin en la infancia, diáspora hebrea
dentro de la ya diáspora. El jardín de Pavlodar carece hoy de frescas manzanas
verdes; marrones, son pasto de los gusanos. El estado habrá puesto aviso de
expropiación. El hermano mayor de Yefim murió en Denver, Glendale para ser
precisos, en la Pequeña Rusia detrás del parque Mir, hace décadas. Mi amigo me
hizo heredar ternos oliendo a naftalina. Pequeños para mí, los doné. Imagino la
historia que se iba a la tienda de segunda mano con ellos. Barbudos sastres de
Rusia Blanca, hasiditas bailando con inusual ímpetu, festejando futuro de
desastres. A Yefim lo atrapó la enfermedad del olvido. Cuando lo llamaba para
decirle que era yo, se lanzaba en largas peroratas en ruso. Lo fui a visitar,
lo mismo. Me abrazó afectuoso, me hizo como siempre entrar a su sombrío
apartamento lleno de juguetes y chucherías recogidas del basurero. Pero no se
dio cuenta quién era. Calentó un borscht que tenía tres fuentes: rusa, ucrania,
judía. La cuchara con capa negra de grasa acumulada. En un plato contiguo,
salchichas y pepinos en escabeche. No me reconoció pero nunca lo olvidaré.
Pasamos al menos diez años trabajando juntos, vi cómo obtuvo mujer en su tierra
de origen y cómo aquella huyó. Quién sabe, tal vez ella sea propietaria del
huerto de Pavlodar. Hará tarta de manzana, pan de trigo, cerrará los postigos
cuando arrecia la temible arena de la estepa. Él la habrá olvidado como hizo
con todo. Quizá murió, ha pasado tanto, mucho mayor que yo. Hijo del conflicto,
del comisariato, de la perestroika y la búsqueda de la América incierta. Me he
propuesto viajar allí. Tengo que ver Pavlodar, lo poco que puedo hacer por un
amigo tomado por la amnesia. Una cosa más de las que tengo pendientes cuando
acabe esta guerra. Águilas de dos metros de envergadura de alas sueltan el
brazo del cetrero y vuelan a ras del piso a matar zorros. Judío exiliado por
Stalin al desierto, miles de kilómetros desde los cielos de Chagall a los
pabellones del silencio.
Una
locomotora atraviesa el bosque en invierno a velocidad. Doctor Zhivago. Gritan los soldados, disparan al aire. Se pierde,
el humo hermana las nubes. La guerra civil en Asia Central fue igual de cruel.
Boris Annenkov, que descendía de un héroe decembrista, de los que se opusieron
en 1825 a Nicolás I, déspota zar, ejerció despiadada violencia combatiendo el
bolchevismo. Comandante del llamado ejército de los Siete Ríos, electo atamán
de los cosacos siberianos, huyó a China ante la derrota. Los chinos lo
entregaron a la Cheka y murió en Semipalatinsk el 27. Saken Seifullin de algún
modo lo inmortalizó. E. H. Carr relata que en la colina donde se castigó a los
decembristas, Bakunin, Herzen y Ogarev, niños, juraron eterna rebelión.
Mediodía.
Asaré una carne y la comeré con ensalada. Día pasa y no retorna. Cuando yo
muera nadie recordará a Seifullin y menos a Annenkov. Guardamos un fuego
sagrado cuyo pábilo se extingue. Ajusto ciertas teclas que me traen lejanas
voces. Por sobre el afecto continúan corriendo vagones de muertos, tosen y
aúllan así de lobos se tratara. Quisiera estar en Tashkent, rumbo al oriente,
anónimo, hartado de reminiscencia, buscando en vano con ojos mustios el rostro
chinesco de algún tigre que asesinaron ha un siglo al menos. Sangre fresca
sobre la nieve. Sangre de fantasmas.
03/12/2023
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Imagen: Boris Annenkov
Qué maravilla de texto. El final es inmejorable. Gracias.
ReplyDeleteMuchas gracias, Daniel. lo importante es escribir con gusto. De allí sale todo. Abrazos.
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