Sunday, September 27, 2009
La novela omnipresente de Ferrufino-Coqueugniot/LITERATURA
de FONDO NEGRO (La Prensa, La Paz)
Por:Martín Zelaya Sánchez
Alcohol y sexo, nostalgia e incertidumbre, comida y dilemas de un inmigrante, los componentes esenciales de la soberbia y premiada El exilio voluntario
"Las hojas del árbol están verdes. Dos semanas atrás no había hojas y más bien, semillas. Extraño país éste, donde las plantas paren antes de madurar”.
Reflexiones en voz alta. Pensamientos íntimos, pero con contundente validez colectiva. Divagaciones, coherentes flashes, sueños, delirios de alcohol. Posturas, crítica ácida y directa, y confesión, sobre todo confesión sincera, inocente, maléfica y ambigua a la vez.
Así es El exilo voluntario, una cautivante novela en la que además —con una prosa rocambolesca, pero fluida y elegante— Claudio Ferrufino-Coqueugniot narra una historia entretenida y dramática; a ratos profunda pero descarnada, a ratos fútil pero asombrosa: la vida (¿la suya?) de un inmigrante boliviano en Estados Unidos y su lenta y dolorosa metamorfosis de paria social a una ficha más, aunque legal
—léase con visa, con papeles— en una sociedad vorágine.
La osadía, inventiva y valentía en el manejo del lenguaje, y por contar lo que cuenta —el autor confesó que hay mucho de autobiográfico—, son otros tres rasgos a destacar de entrada en esta obra con la que el cochabambino ganó el Premio de Novela Casa de las Américas, otorgado en Cuba.
Cocina: verduras, recetas, fideos y hambre; alcohol: chicha cochabambina y cerveza mexicana; sexo: prostitutas, negras drogadictas y latinas inmigrantes, y dolor: de espalda por tanto cargar cajas, y del alma, de tanto porfiar en humillarse y envejecer por un american dream, a todas luces infernal, son los componentes temáticos de la trama de 217 páginas en la extraordinaria primera edición de El País de Santa Cruz.
(Extraordinaria por el logro que significó el conseguir licencia exclusiva para Bolivia antes de la salida de la edición oficial, que no por las poco prolijas diagramación y corrección de estilo).
“Gustavo me da los detalles del trabajo. Seis noches por semana, la del sábado libre. Consiste en cargar y descargar camiones a lomo, ayudado por un carrito de mano donde hay que acomodar las cajas y las bolsas, muchas, según la habilidad que tengas de ponerlas una sobre otra. En Washington, en el barrio noreste, los mercados, cerca de la famosa universidad Gallaudet para sordomudos. Debes aprender el nombre inglés de por los menos quinientos ítems diferentes. Y yo que no fui en Bolivia dado a la cocina, apenas me los sé en mi lengua”.
Generalmente en primera persona, aunque a veces desde un narrador omnisciente, Carlos Flores (¿Ferrufino-Coqueugniot?) cuenta su vida desde su azarosa sobrevivencia en la “Llajta” hasta sus periplos como cargador en un mercado de Estados Unidos y su paulatino “acomodo” en la sociedad yanqui; recalando en remembranzas de anteriores intentos frustrados de emigración a Europa.
En el ínterin: hambre, frío, nostalgia; borrachera y carcajada también, pero sobre todo incertidumbre, esa helada carga que pesa como un yunque en la nuca: ¿Habrá dónde comer, dónde dormir mañana? ¿Me pillará la “migra” y me deportarán? ¿No habría sido mejor quedarme en Bolivia?
“Uvas chilenas sin pepa, rosadas y blancas; dos cajas de avocados californianos, tres cajas de espárragos comunes, dos delgados uno grueso, y una más de espárragos blancos para el Sheraton Washington. Además de las consabidas papas, bolsas de cebolla según el detalle: dos amarillas, una roja, una blanca y una de cebollas vidalia del Estado de Georgia, dulces y aplanadas”.
Vale detenerse en dos ejes implícitos y explícitos a la vez, esenciales en el avance de la obra: el sexo y el alcohol. Emigrante como tantos miles, pero culto, leído y muy perspicaz, Carlos Flores parece entregarse —para no desfallecer ante la cruel maquinaria— a las mieles del epicureísmo.
La desenfrenada costumbre de beber cuánto, cuándo, lo que sea y con quién sea, que describe de su juventud en las periferias cochabambinas, se traduce en una desesperada búsqueda de alivio, ayuda, adormecimiento de la realidad, en el exilio.
Escenas de borracheras con compatriotas, gringos novatos y amantes ocasionales; detalles de encuentros carnales entre cajones en el piso de un helado depósito o en miserables habitaciones de pensión o motel remiten directamente a Charles Bukowski y Henry Miller.
“Las muchachas se alternan sobre mí. Soy un Cristo yaciente al que crucifican con sexos. Mientras una mueve el cuerpo rítmicamente y sonríe, blancos sus dientes en la penumbra, la otra acaricia el cabello, acerca una teta, hunde las tetas en los ojos, frota los pezones sobre el pecho sin pelo, sangre india que no puedo evitar ni quiero”.
Y más como Miller que como el viejo “Buk”, alterna con tino ideas políticas, sociales; pertinente e ineludible arreglo de cuentas con el país que lo acoge, lo explota, lo utiliza.
“La guerra de Irak no ha terminado. Hace un año, desde la proa de un barco, Georgie Bush declaraba que sí. Hoy se apilan los muertos en féretros embanderados, y los presos iraquíes, desnudos uno sobre el otro, se apilan también para las delicias perversas de los soldados de la democracia”.
Ramón Rocha Monrroy calificó a El exilio voluntario como una novela “vertiginosa”, y la escritora mexicana Carmen Boullosa, presidenta del jurado que la premió, dijo en la reciente feria del libro en La Paz: “Recuerdo la obra con mucha precisión. Me pareció maravillosa, es una aventura de la lengua, muy bien escrita y sin fórmulas; pura exploración e innovación. El autor va rastreando por toda la novela el desarrollo de su personaje, un joven brillante que cambia esa su vida en Bolivia por un ‘exilio’ humillante en Estados Unidos”.
Y es que la habilidad de Ferrufino-Coqueugniot para manejar la prosa y los cambios de plano narrativo, para innovar diálogos y secuencias y hasta para proponer neologismos es notable:
“El autor sugiere a Carlos un alto. Hay momentos de charla y otros de ocupación. Ya se me pegan los cojones de estar sentado, Carlos, y he de tomarme una ducha. Grab a Heineken downstairs and wait for me. Ajusta play en el CD player y ‘un hombre tan valeroso y a Montilla lo han matado’, joropo venezolano…”.
El exilio voluntario se lee rápido, se piensa, se disfruta, se ríe. Sabe a poco y deja con gusto a salteña, chanka de pollo o chairo paceño, pero también a pizza, sopa para microondas y six pack.
“En una sartén, principios de diciembre, en absoluta soledad, tuesto repollitos bruseleños cuarteados con trozos de puerco adobados en comino y pimienta negra. Sal a gusto, una cerveza Harp, de Irlanda, un plato sobre las rodillas, abrigado, en el patio, donde penetra el sol, y almuerzo con mis manías y mi sapiencia de frutas, verduras y legumbres…”.
Publicado en La Prensa (La Paz), 27/9/09
Imagen: Cubierta de "El exilio voluntario", Cochabamba, 2009
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