Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Cuando el viejo hetman de los zaporogos, Taras Bulba, se retira derrotado en la novela de Gogol, advierte a los otros atamanes, los que se unen al polaco en busca de prebendas, que esa ventura es pasajera, que han de pagarlo caro. No se equivocó, pronto sus cabezas serían removidas.
Cierto que el fin de Taras no es el mejor. Lo amarran a un árbol y encienden un fuego debajo de él. Sin embargo, su postrera visión son jinetes de la Sitch que retornan al hogar. En la supervivencia de ellos pesa el futuro, y lo grita con alegría; les dice en alta voz a esos halcones, que retornen a asolar la tierra en primavera. La historia, a pesar de tanta escoria acumulada, lo confirmó. Polonia se hundió en menos de cien años.
En un gran filme, por no tocar textos serios sobre el tema, Andrezj Wajda ubica en Dantón la disyuntiva y las contradicciones de dos puntos de vista, no necesariamente opuestos en esencia, de la revolución francesa: Dantón y Robespierre. Dos mentes privilegiadas, egoístas a su manera, contrapuestas ambas a cierta ingenuidad y mucha decencia en la figura de Camilo Desmoulins, juegan, a sabiendas que la hoja metálica pende sobre sus cabezas, a imponerse sobre el otro, más el sanguíneo y hercúleo Dantón que el tísico abogado de Arras. La apuesta es peligrosa, porque cuando los protagonistas se sienten por encima de los procesos mismos, suelen, casi siempre, caer víctimas de esa arrogancia. Primero se guillotina a uno, y también el Incorruptible encuentra su fin en los brazos de la Madame. Tipos astutos como Fouché, acumuladores de inmenso poder, pero siempre atentos a las variaciones de temperatura, fueron los únicos que capearon ese y otros vendavales.
Así la cronología, en este caso a través de dos obras artísticas, literaria una, cinematográfica la otra, ejemplifica que creer haber alcanzado un espacio irremovible es un defecto tan grande que se convierte en pecado. Enfermedad que padecen los infectados de gloria, quienes olvidan la máxima de lord Acton de que el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Por pequeño que fuere, acotaría, como el de los coroneles cosacos que aceptaron las promesas del reino enemigo para adquirir dominio, o en los que ya poseyéndolo intentan modelar la realidad de acuerdo más a pretensiones que a ideas.
Nada es eterno. Y los Termidores viven a vuelta de esquina, siempre y en todo lado. En la democracia, la real, no la que cantan los gallos del amanecer porque les conviene, es el único lugar donde se puede controlar aquello, malamente tal vez porque no es situación perfecta. Y digo la real porque no todo voto es democracia; el hecho de que una mayoría, voluntaria o manipulada haya elegido a alguien, no debe ser nunca carta blanca para burlarse de ella. Y los exegetas, hoy, de esa falacia son casi siempre aquellos a quienes rascándoles algo el lomo desnudan secretos que los descalifican. Gonistas que braman ante la opinión de quienes no tienen cola de paja; masistas conversos que refutan su pasado; peronistas que hoy son demócratas cuando ayer formaban parte de lo que alguien lúcido calificó como “la soberbia armada”. Aquí y en todo lado, lo mismo. La advertencia de la historia aconseja no creerse más de lo que se es. No practicar la alharaca para percibir réditos. Más violencia y riesgo hay en los hipócritas que en los que hablan de frente.
29/02/12
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Publicado en
Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), 01/03/2012
Imagen: Madame la guillotine
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