Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Aquí, ante esta marea de gente a la que observo, me pongo a pensar cuánto
aguantaría escondido en el aeropuerto de Miami hasta que supieran que me he
convertido en inquilino. Con dinero en el bolsillo tal vez pasara una temporada
sin ser descubierto. Parece una ciudad. Aunque no, no sería posible, porque es
ciudad cubana, y en oposición a la indiferencia y hasta inocencia gringa, los
barrenderos, sandwicheros, guardias y demás paisanos, se pasarían la voz de que
un ente extraño ha invadido sus dominios de polvo y grasa, y me entregarían a
las autoridades, con revuelo mayúsculo en estos tiempos de guerra
antiterrorista sin fin.
Pero miro los
rincones. Alguno habrá fuera del lente de las cámaras. Hay que contar, además,
con la ineficiencia y la excesiva sociabilidad de los isleños, que entre hablar
de guisados y mameyes, y comadres en la tierra de allá, que acá se convierte en
muy cercana, permitirían por desidia en exceso familiar que entre baños,
restaurantes, cafés y escalinatas ocultase el cuerpo a miradas incómodas.
Creo que la idea
vale, para desmitificar el delirio de impenetrable seguridad que Norteamérica
se ha echado encima. Nada puede blindarse a todo; nada, a pesar de que la
población latina que sirve al gobierno de USA en el aeropuerto de Miami haga
todo por congraciarse con quien le da de comer como a perrito faldero.
Cuestión de
anotar en papel un presupuesto, de, con simple aritmética, luego de un estudio
de precios de comida al interior, llegar a un resultado de gastos diarios
multiplicados por los días que se planea estar, antes de salir a la prensa y
dar bravuconadas noticiosas de que el sistema tiene un agujero mayor que el de
ozono arriba, y que tarde o temprano terminaremos asándonos al sol, o al calor
de los atentados árabes en su otra inútil como espeluznantemente boba lucha
entre comillas.
¿Fantasías? Lo
llamaría aburrimiento, después de nueve horas de aguardar por un avión que me
lleve a Bolivia, justo en 6 de agosto, casi perdiendo el desfile militar que
adoraba de niño y que hoy me causa la inmensa gracia de saber que desfila un
ejército que ni gana en la coscoja.
No lo aceptaría,
ni aun a nombre de la batalla contra el poder y los regímenes policiales. El
estar por días, digo, en este espacio que tiene de todo para sobrevivir, si lo
pagas, pero que no permite un atisbo de ternura. Cierto que con un ordenador de
falda, conectado, las voces amigas no faltan ni siquiera en un gigantesco
aeropuerto deshumanizado. Pero el olfato es un sentido muy especial y
necesitado, y los computadores no cargan consigo los aromas de los otros, y sin
olor, cualquier voz cansa, suena como programa televisivo que se ha visto mucho
y se suele predecir. Otra cosa es que quien diga algo mueva el cabello, y
suelte con él los aires de perfume que atesora el cuello, la sutileza de la
lavanda, la frescura del jazmín. Hablando con mujeres, se supone. Pero a la
nariz me llega la fritura del aceite de chile, que los latinos del Manchú Wok
no escatiman para dorar sus stir fry. El queso que se derrite sobre la carne
desmenuzada de un sándwich estilo Filadelfia.
Creo que mejor
dejo de lado mi protesta política, mis aficiones de solitario, y me alisto para
un largo viaje donde quieran dios o el diablo no me toque un sujeto parlanchín
de compañía. Porque yo, como Chinua Achebe, prefiero, cuando viajo, la libertad
del sueño, de la observancia, la meditación o la lascivia, en un Miami pleno de
jovencitas y mujeres maduras que aseguran que el trópico se les pegó a la piel
y que no habrá ya de soltarlas. Lo muestran con desenfado, el color ése, de
ron, para alegría de los sentados, varados, expectantes pasajeros que lo único
que ansían ya es salir de aquí.
05/08/12
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Publicado en
Revista Extra (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 26/08/2012
Foto: Aeropuerto
de Miami
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