Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Pienso que corría
el año 72. Tenía doce años y estábamos con Armando en el Cine Bustillo, antes
de que hubiese la ancha avenida que pasa por la que fuera su entrada, hoy.
Entonces había una calle angosta, con casonas de dos pisos que vieron la
colonia y la república en el bucolismo cochabambino o en los no inusuales
encontronazos entre caudillos. De eso no queda nada. Un anónimo corte urbano ha
derribado las edificaciones viejas. Frente a lo que era el Bustillo se alza una
elevada heladería. En ese solar, perdido entre los adobes del fondo, creció
Gualberto Villarroel, hijo de Quintín Ferrufino, párroco (valga la digresión
histórica).
La película que
mirábamos, Melody, contaba un amor
casi infantil que nos hacía soñar. Imaginarse escapar con la amada, protegidos
por los amigos, huyendo del irracional mundo adulto y creyendo solo en
nosotros, en el beso, los labios y los cabellos de la mujer que quieres. De
fondo los Bee Gees cantaban el tema que habían compuesto para el filme inglés. Y
Crosby, Stills, Nash & Young aportaban con Teach Your Children, que se convirtió en un icono de la música
moderna.
Podría afirmar
que después de Melody, al menos en
los momentos posteriores a la película, fuimos mejores, respirando tardíamente los
remanentes de los 60 y el discurso de paz y amor que se ahogó en Altamont,
durante el concierto de los Stones. En el documental Gimme Shelter (1970) se observa a los Hell Angels, pagados para ser
seguridad del grupo de rock, mirando con desprecio los movimientos feminoides
del vocalista, minutos antes de que se desatara la tragedia que acabó una
época.
En una escena que
hace al tema de este texto, un grupo de muchachas sale corriendo de la escuela,
excitadas y cómplices. Se mete entre arbustos y una de ellas despliega en el
piso un poster que traía enrollado. Cuando lo hizo, recuerdo con perfección que
mi hermano dijo en voz alta: “Mick Jagger”. Era un ya difuso retrato del
cantante que las chicas se pusieron por turnos a besar. Hoy, cuarenta años
pasaron, resuena la voz de Armando aún como rito invocatorio. Porque a pesar de
que en las escasas radios locales se oía a veces (I Can´t Get No) Satisfaction,
nunca había prestado atención a un espectro cubierto en su totalidad por el
manto mágico de los Beatles. Era la primera vez. A partir de entonces me
interesé en el mito, la sexualidad explícita de sus ademanes, la irreverencia
de sus letras. Jagger era los Stones. Y con eso crecería.
Cochabamba superó
la infancia. No maduró pero se hizo dúctil, mañosa. El romance de Melody y
Daniel (Tracy Hyde y Mark Lester) dio paso a amores de chichería y basurero.
Sociologizamos la relación y el sexo y el fin de cada uno no era la ficción de
huir tomados de la mano por las vías del tren hacia una nada que se nombraba
Felicidad, sino la pelea de la carne y de la sangre, mordeduras como de perro,
sostenes arrojados en las sombras de la Lanza final, las muchachas meando
agachadas en la oscuridad, situaciones más acordes con los tonos de los Rolling
Stones que con la hermosa y puñetera lírica de los hermanos Gibb o de
Lennon-McCartney.
Vino la primera y breve emigración. En las atestadas calles de São Paulo caminé con varios discos bajo el brazo. Calor y gente negra por las rúas. Peligrosos mingitorios en la Rodoviaria. Uno de los vinilos era un álbum doble de los primeros años del cuarteto que había rescatado el blues. Ya para entonces Brian Jones estaba muerto, Brian Jones que estás en los cielos, decía un autor colombiano. Con ese disco compartí los tiempos mejores de mi ciudad y el contexto sexo-alcohólico de la juventud, con calzones tirados en medio del sudor que olía a eucalipto en Aranjuez y a peores cosas en peores lados.
Luego la gran
emigración, la fuga, el ajustarle el pescuezo al destino y transformar las
cosas. Ciencia difícil y complicada, con altibajos y lúgubres sonidos de gong
que anunciaban la hora de ingreso al trabajo, a la sociedad multiplicada. Una
de esas noches libres, ajustando el cuerpo a la posibilidad de moverse fuera
del contexto laboral, llegaron los Stones a Washington D.C. Habíamos planeado
ir. Era algo otrora impensable. Estarían allí y corearíamos con todos I can´t get no satisfaction. Pero no, en
un sombrío apartamento de Alexandria, Virginia, Julio y yo nos dedicamos a las
cervezas y obviamos ver las figuras de Mick Jagger y los tres otros. Nos
interesaba la música, no el culto personal. ¿Posibilidad perdida y única? Tal
vez; pero esto de endiosar a alguien no va conmigo.
Prefiero
acordarme del aroma del tiempo, de Bianca Jagger contando en Siete Días
Ilustrados que hizo el amor en las barricadas de París 68 con un desconocido.
De Jagger y David Bowie en la irreverencia extrema. Antes escuchaba Paint it Black o She Is a Rainbow, que nostalgiaban los viajes del ácido lisérgico y
sus colores. Hoy prefiero Angie y Ruby Tuesday.
Mick Jagger ha
cumplido 70, diecisiete más que yo, y aunque ajado todavía tiene la boca
grande. Porque este músico se niega a perecer; se despierta cada día al ruido
de una cortadora de pasto. Sigue siendo Jumpin’ Jack Flash.
28/07/13
Geniales memorias compartidas, Claudio. "..esto de endiosar a alguien no va conmigo.", justa como irreverente frase. Y es q d Jagger, mejor recordar solo aquellas buenas canciones atadas a muy buenas memorias. Del Mick doméstico y d sus íntimos actos, mejor dejarlos pa él mismo; cosa casi invariablemente común en artistas livianos como Maradona: talento digno d recordar, mas al individuo en sí, mejor la alcantarilla. Saludos y abrazos.
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