Claudio Ferrufino-Coqueugniot
30 años
afuera. Algún concepto habré adquirido en tantos años de lo que soy, de dónde
vengo. Tener raíces no implica el concepto de patria, que es un concepto
político. Ni siquiera de nación, siendo que en el mestizaje generalizado poco
puedo aseverar el pertenecer a un grupo específico de gente.
Recuerdo,
hace muchísimo, en Arlington, Virginia, en un amanecer, tomando ventaja de un
teléfono público fallado desde el cual se podía llamar a los padres sin costo
ni interrupción. Aunque sí, esta, porque no estabas solo en tu conocimiento de
la ventaja, lo estaba toda la comunidad boliviana, y toda quería hablar. Motivo
de roce. Sucedió que un tipejo pequeño y lampiño, con todas las características
de uno de los grupos étnicos mayoritarios del país, quería avasallar mis
derechos y quitarme el turno. No se lo permití. Era invierno y yo llevaba un
abrigo largo inglés que me había comprado con mi primer salario. Pues el
hombrecillo se encabritó y comenzó a insultarme: que indio aquí, que indio
allá, que me mirara la cara y viera cómo estaba vestido. Le dolió
incomprensiblemente mi abrigo. En su estrechez mental supuso, o sintió, que yo
vestía así para diferenciarme de él, de un resto que ni sé cuál era. Puedo
manifestar mi mestizaje con orgullo, incluso sin saber detalles de las sangres.
Pero ahí estaba este, indio en gran porcentaje de su ser, creyendo insultar
echándome en cara lo que él era, lo íntimo suyo, denigrándolo. Que se convirtió
en blanco en todos estos años, lo dudo; que habla inglés con sus hijos cuando
retorna a Bolivia, seguro; que agita su pasaporte norteamericano bien a ojos
vista del público, claro que sí. Que sigue creyendo que “indio” es el mayor
insulto entre connacionales, cien por ciento afirmativo. Que defiende a Evo
Morales a rajatabla, claro. La eterna contradicción del esclavo que quiso ser
amo, y que cuando llega a posición de poder es más papista que el papa, más
esclavista que el látigo, más racista que Trump. Triste y bastante generalizada
imagen de los bolivianos que vi en los Estados Unidos. Que no soy, mexicano;
que no soy indio; que soy gerente y no peón… Ser lo que no se es, pregonarlo.
Que vengo de las mejores familias de allá, que no soy indio. “Putaindio”, se
gritan un taxista a otro. Y así, negándonos de manera permanente no somos otra
cosa sino justo aquello que decimos no ser.
Complicado…
Bolivia es un país complicado. Mi madre argentina, que lo amaba, nunca llegó a
captarlo, jamás penetró en el laberinto mental que somos, incluidos sus hijos
de padre boliviano. Pero sucumbió a su esencia, que es vital, dramática pero
que es fiesta. En la fiesta vivimos y somos, desde muy antiguo, desde Pachacuti
Inca y Huarochirí, si seguimos a Juan de Betanzos y a José María Arguedas. En
Bolivia, en el norte de Chile y Argentina, en el Perú. Y ya en esta afirmación
hay un problema, porque Bolivia no es una a pesar de que la fiesta llega a ser
la característica general. Es varias y aquello que describo se relaciona más
con los quechuas aunque los tambores resuenan por cada rincón.
Hace mucho
tomé la decisión de morir en Bolivia. ¿Qué hay en Bolivia?, me preguntan. ¿Para
qué vas a volver? Esa respuesta tiene demasiadas aristas. Simplemente porque
allí reencuentro mi espíritu, no porque coincida con las corrientes de
pensamiento étnico-nacionalista en boga. Es mi tierra, allí nací y la extrañé
por treinta años mientras la odiaba como a un primer amor. Los ánimos se
calmaron, en apariencia, y creo que soportaré mi hogar a pesar de los sátrapas
de turno. Estos vienen y van, como mandarinas. No importan: obstáculo y bulto
que no tienen nada que ver con mi relación personal con ese territorio
demarcado con un nombre y lleno de sentimientos.
¿Que si
cambié en tantos años en el extranjero? Nunca me escucharán decir okay. No
porque esté mal sino que no me gusta. Aprendí mucho, pero el néctar no se hace
agua por la lluvia; no debe hacerse. No escondo de dónde vengo, sobre todo no
lo escondo para mí. No me hago historias falsas, no invento. No he olvidado un
detalle de mi vida en Bolivia, a pesar de que los años vividos en EUA son más
que los míos allá.
Reduzco la
bolivianidad a la experiencia propia. Seguro que sí. No significa que ese sea
el patrón de medida para el resto. Creo ser muy boliviano y mis libros, a decir
de mi madre extranjera, son profundamente bolivianos a pesar de haber sido
escritos afuera. Me falta Bolivia. Los años idos no son perdidos, pero abrieron
una brecha entre mi país y yo ya difícil de llenar. Quiero, de ser posible,
dedicar lo que quede de horas para recorrer una geografía única, amalgamas de
cultura extraordinarias, retratar, comprender, sentir. Tanto he perdido pero
hay tanto por descubrir. El balance ha de ser positivo. Tiempo para descubrirme
antes de partir, para admirar la diversidad que impida desarrollar conceptos
obtusos. Somos más que el hombrecito del teléfono, más que mi experiencia de
hombre cochabambino. El universo no se reduce a dos, menos a uno. Hay que
buscarlo, desplegarlo en la mesa como un mapa y tratar de entender. No somos
iluminados ni lo seremos. No poseeremos nunca la verdad, pero hay que crecer
hasta donde se puede, y legar a otros lo conocido.
Un
intervalo…
Estamos
llenos de falsos profetas, salvadores de turno y hábiles ladrones. Somos
desconfiados y aunque no querramos, admitimos como normal la deshonestidad. Nos
entrenaron por décadas a ser así. Se ha hecho costumbre y resulta hasta
distintivo ser mejor que otros en el hurto, la estafa, el engaño. Típico de
sociedades pobres, dirán, pero el “pendejismo” en Bolivia tiene, otra vez,
visos de distinción. El pendejo siempre gana, es digno de admirarse e imitarse.
En este tema podríamos desarrollar páginas de tesis reflejando el último
período boliviano, que aseguran ser el último, la retórica de los pajpakus que
calaron muy bien en la idiosincrasia “nacional” y supieron, a través de la
trampa y la coima, caer bien entre comerciantes aymaras y comerciantes cambas.
Campo libre para el saqueo.
Hablé de
patria en un principio, concepto que no cuadra conmigo, pero si seguimos al
detalle lo que patria y patriota significan veremos que en Bolivia no existen
ni lo uno ni lo otro. Este mercado necesita un Jesús Cristo armado de látigo
para purgar el sitio de fariseos. Soy más drástico al respecto pero no es
momento de soltar aún los perros de la ira. Por ahora quedemos así: que
patriotas no hay; o no se ven. Malabaristas y titiriteros, sí. Triste, pero
Bolivia es una mujer violentada a diario. Por sus hijos.
08/02/19
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Publicado en PUÑO Y LETRA (CORREO DEL SUR/Sucre), 05/08/2019
Imagen: Cerámica peruana
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