Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Escucho King Crimson. Diez de la noche. Visto lentamente los brazos, calzo las botas. El arte no evita el trabajo. Al menos estoy solo, dueño de mi destino. Lo haré hasta que crea conveniente. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, cantaba aquel cubano. Lo es, lo veo, lo siento, lo duelo.
Comencé a mirar una película argentina. Dos mujeres, casa vieja, fantasmas, un ladrón con máscara a la usanza antigua. Mi casa es añeja, la supongo de los años 20, pero puede ser más anciana. Denver era la joya del oeste, aquí venían a descansar en hoteles de lujo, con putas, los matadores de indios. Aquí está enterrado Buffalo Bill…
Avanzaron las horas. El reloj marca mediodía y diecinueve. La mañana comenzó con una suave luz de rendija sobre mi rostro. Aire frío que entibia. La rutina de andar en frenesí en un país frenético ha sido detenida a la entrada. Hoy descanso, con la misma fruición que el Creador después de la ardua labor de inventar figuras para que llenaran la nada.
Leo textos de amigos, exilios y más exilios: de Venecia a Cochabamba; de Sao Paulo a Seúl; de Virginia a Colorado. Rutas marcadas con ruinas. Parece que, a partir de los cincuenta, donde se contaban ganancias se acumulan pérdidas. Será la vejez, aunque Matusalén y los profetas procreaban en el centenario. Pienso en el doctor Fausto. Lo leí después del Wilhelm Meister; Ute Gumz me envió una postal de Goethe recostado en el diván, una famosa, pero su pierna colgante era, en esta, calavera. Las calaveras de Amiens… Las calaveras de Puebla… El calavera no llora, ni chilla; el calavera danza. Si todo es una cuestión medieval, de soles oscuros y de hombres con cabeza de pájaro, los mismos que atormentaban tanto a El Bosco como a Max Ernst. Cuatro consonantes juntas… muy común entre lo eslávico.
Vuelvo al cine. La pandemia cortó el ecrán. Lo retomo con una docena de creaciones diversas, del Caspio a Buenos Aires. Mientras tanto, mientras escribo en calzoncillos, cambio de la misa de Notre Dame, de Guillaume de Machaut, a Tommy Tutone, de esos años ochenta que agarré en postrimerías como todavía joven inmigrante lleno de pobreza y de hormonas. EAT, rezaba un cartel de Arlington. En ese comedero moderno infestaban las piernas juveniles de las gringas, los shorts que permitían ver esbozos de vello, también perdidos hoy que la moda es cargar el sexo afeitado. De Machaut, me decía Pablo Mendieta Paz, que a él, entre otros, había retornado Arvo Pärt hastiado de infructuosos caminos musicales. The Pretenders, ahora, con Chrissie Hynde maravillosa.
El día más lindo, lo dije siempre, es el domingo por la mañana. Ya pasó, es la una post meridiem, pero queda la luminosidad. Será, supongo, porque el domingo de infancia era de cine matinal. La espera de la semana para el acontecimiento, fuera El Libro de la Selva, de Disney, o Adiós Mr. Chips, con Peter O'Toole, que hacía llorar. Un amigo me pregunta de las razones “para estar aquí”. Le respondo que sin el recuerdo quizá no habría razón, pero que sensaciones, imágenes, personas, épocas, son el trasfondo de cualquier futuro, sobre todo de la esperanza a pesar de que a veces el castillo se deshaga y solo quede un mazo de cartas sin jugadores, sin Cézanne que los pinte.
Nocturnos que se volvieron diurnos, vampiros que ya no retornaron a sus criptas, que se rebelaron contra el rictus de lo cursi. Chopin que deja el piano y agarra el fusil y muere en 1848 o en 1863, cuando se alzaron los polacos, así el 63 él ya fuera olvido.
No calenté la comida. Bastó un huevo duro con sal y picante. Me distraje. Sueño con un libro de viajes por el este, en escribirlo. Basarme en una villa ucrania cuando me jubile y de allí Moldavia, Rumania, Turquía, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia, Rusia, hasta donde aguanten los confines. Lo haré sin perecer en ello. Me hastié del trabajo, tuve mi parte, dura; ahora me toca escribir, sobre la comida, la geografía, la historia, los chismes de bar, los tejidos y la remolacha, los Campos Salvajes, el barco en el Mar Negro. Los ojos de Anna y las tetas de Snejana, la vida y la muerte, el amanecer y el orgasmo. Todo flotando en vino rojo de la puszta, anegada la tierra por el río del olvido con los insurrectos recuerdos vivos.
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