Claudio Ferrufino-Coqueugniot
¿Qué habrá sido de ti, Natalia Aleksandrovna? Se iba el bus y el gris de Vinnytsia te rodeaba de a poco convirtiéndote en lejana viñeta. Luego no te vi nunca, tus letras cambiaron, redujeron, escribiste con tinta invisible al fin.
Zhitomir
está al norte pero antes se pasa por Berdichev, nombre leído en muchos lados,
con acento de pogrom y de partisanos en bosques. Zhitomir es al centro de
Ucrania lo que Vilna al Báltico, si hablamos de los judíos, rabinos eruditos,
estudiosos del Talmud. Por allí de ida y de vuelta cabalgaron los jinetes
tártaros en la gran guerra de 1648. Ni se soñaba el nazismo entonces pero por
todo el territorio, a decir de Isaac Bashevis Singer en Satán en Goray, feroces cosacos abrían vientres de mujer y cosían
dentro de ellos gatos vivos. Relataba lo mismo Marcel Schwob en el Armagnac francés
y después lo hacía Pierre Mac Orlan en sus magníficos olvidados cuentos (A bordo de la Estrella Matutina) reescribiendo
al maestro.
El destino
era Lviv, la anciana Lemberg y otros nombres que fueron de manos de Polonia al
imperio austro-húngaro, a Ucrania, a Rusia y etcéteras, con una arquitectura
cuya belleza no tiene parangón (quizá Zamość,
ya del lado polaco). Trazamos el plan: Vinnytsia a Zhitomir, en bus. Tren hasta
Lvov, días allí de café y piel, moka con pezones rosa bajo el sol de otoño que
pinta tintes naranjas.
Hitler
tenía cerca de Vinnytsia un refugio del que quedan rocas dispersas. Y Lwow fue
centro operacional germano durante Barbarroja.
Historia nueva que borró, escondió al menos, lo que había de antes por allí, la
literatura que se había escrito en ruso, ucranio, polaco y yiddish. Un tímido
judío de lentes va a caballo rodeado de feroces bolcheviques en el ejército de
Budyonny bajo jefatura de Klim Voroshilov: Isaak Babel. No recuerdo si
Solzhenitsin llega hasta este lugar en Agosto
1914. Avanzados los días estaremos por donde sucedió la debacle del
ejército de Samsonov, hacia el norte. La geografía cada hora representa una
página del tiempo y la memoria, un libro leído y nunca digerido, comida diaria
regurgitada y vuelta a devorar.
Trazas el
plan con resaltador verde, líneas de vagones o caminos. Tanto por ver que ya
prefiero no detallar en nombres porque querré quedarme un día, dos días, y
nunca completaremos el círculo que de destino nos hemos puesto entre Ucrania,
Polonia y Bielorrusia. Pasaremos a Zamość
pero en el camino estará Bełżec, campo de exterminio. Los árboles gigantes se
han alimentado de brazos cercenados. Las hojas cantan con tonadas gitanas. Cómo
imaginar la espléndida ciudad sabiendo que este aire tiene cenizas de muertos.
Retornamos atrás, sin embargo, a las huestes del hetman de los zaporogos. Esta
tierra conserva tanta muerte que ni por festejar los setecientos años de la
Horda de Oro olvidaremos que cada fanfarria esconde túmulos y huesos, que la
belleza en apariencia tranquila esparce presagios oscuros. Reflexiono acerca de
las extrañas mujeres ucranianas, desconfiadas, calculantes, tibias en
principio. Sin ellas no habría habido futuro. Aguantaron piernas violentadas,
babas cobardes que expulsan los hombres armados no importa dónde. Parían, a
veces rubios de ojos rasgados, pero fueron madres, corrían al bosque, agachaban
la cerviz y abrían caderas. Sin ellas no habría historia, de un lado seguro que
no. Tozudez que malinterpretan en perfidia. Mil años de dolor y siguen
acariciando a sus hijos, anteponiéndolos al amor de hombre, a lo que fuere. Hay
que entender el silencio. A veces leer permite comprender de dónde vienen las
cosas. Sin hacerlo uno es analfabeto de la vida y ello ya es trágico. Quien ha
sufrido mucho sabe cómo protegerse. Así ellas.
Decía,
mirando tus largos dedos blancos, Natalia Aleksandrovna, que tus líneas subían
por Zamość y seguían por el
borde de dos países hasta el destino nuestro que era el bosque de Białowieża.
Un alto en Lublín, catedrales y piedras medievales de poderosas familias. Aquel
libro inolvidable, el primero que leí de Bashevis Singer, El mago de Lublín. Nosotros, cada uno, como el personaje, terminamos
encerrados pecando a la manera de Onán, en mano y también en mente. Pero tú,
Natalia Alexandrovna, dádivas de piernas largas dispensas, albas como hostias
de primera comunión.
El cartel
reza que a la izquierda se va a Varsovia; a la derecha a Brest. No estoy seguro
si tocamos de nuevo la frontera, ya con Bielorrusia, o nos adentramos en la
Volinia polaca. Nombres de regiones que traen la infancia, el frío de los
mosaicos en las nalgas obnubiladas por la épica, asustadas por el desastre.
Partimos de Podolia en este tren que ya tres años después se convirtió en
canción mexicana, en el tren de la ausencia con un boleto sin regreso. Galitzia
y Volinia, tal vez algo de Rutenia. Otro viaje que me debo, hacia el sur,
Moldavia, las zonas rumanas, Besarabia, Transcarpacia, hasta el país que no
existe, Transnistria, Transdniester, último enclave soviético de un mundo que
se fue. Acabo de ver un video de viaje hecho por un inglés y me han atrapado
las imágenes de profunda tristeza, miseria y mucha sonrisa de un pueblo que al
igual que los otros cerca sobrevivió lo imposible, desde siempre. Tal vez deseo
mío de penetrar tal arcano de supervivencia que se me hace tan raro y tan
íntimo.
El bosque
muge. Ludendorff quiso cortarlo en provecho de campaña. Białowieża alberga
cientos de bisontes europeos y es el bosque primario más antiguo de Europa. La
guerra lo violó, una guerra, otra guerra, el fin del mundo de la estupidez
humana que gusta de cadalso y goza con carnicería. Hay paz hoy, brisa que huele
a árbol, y el té en tus manos, humeando; parece que te las hubiesen incendiado.
El
calendario está marcado y el resaltador continúa buscando un retorno a tu
ciudad. Viaje apresurado, querer verlo todo de golpe, obviando muchísimo,
descartando ciudades, poblados, misterios que jamás estarán a la vera del
camino otra vez. Elecciones, elegir, el esto o el aquello. A ratos me quedo
callado, miro nada más: caminos de tierra, viviendas campesinas. Poco ha
cambiado y resulta sobrecogedor. Porque si el bucolismo actual sigue igual que
ayer puede ser que también lo esté la violencia, aguardando el espacio, la hora
de volver a empeñarse en acabarnos. En diez años que me queden posiblemente no
lo sabré. Tan insignificante el tiempo y cuánta la angurria de saber y el
desengaño de la eterna ignorancia. ¿Dónde estás, Natalia Aleksandrovna? ¿En el
mall de Vinnytsia vendiendo ropa? ¿Qué sucedió con nuestros trenes? No me digas
que siguieron el destino de Napoleón o del austriaco por cuyos pasos en este
día de octubre pisamos. Ni es invierno ni hay lodo, todavía, ni tenemos cañones
o caballería. Puede que nuestra modestia nos salve de la batalla, pero nada ha
de librarnos del olvido. Contesta, contesta, mis cartas no se abren, y eso que
no van en sobre.
Quiero ir a
Vitebsk a ver si es verdad que cabrones alados surcan el cielo, si las novias
viajan por el aire a ras del suelo. Si los tejados de las isbas todavía humean.
Porque Chagall me apasiona ¿sabes? No aseguraré si por encima del resto de
pintores pero mucho. Además de Chagall, el Bereziná. Un vendedor de muebles en
Denver me dijo que venía de Belarus. Conversamos. Cuando mencioné Bereziná se
entusiasmó: “de allí mismo”. Y viene Chagall, proseguí. “Sí, sí, Chagall” e
hizo ademán de tocar violines. Soñé en Vitebsk invitarte a volar, vestidos a la
usanza antigua, besándonos crucificados según versificaba César Vallejo.
Invitaríamos seres míticos a nuestras bodas, coloridos y algo maltrechos. Te
bañaría en el Duina, en traje de novia, y despediría tus ropas en el cauce para
que lo pesquen los varengos o los griegos a lo largo de la historia.
Queda el
sonido del tren, las bocinas del bus a medianoche en medio del llano sin
nombre. Hicimos un círculo, quisimos hacerlo pero ¿cuándo se destruyó? Es
posible que las avanzadas de Samsonov lo acribillaran, que fuésemos parte del
victimario de los Lagos Masurianos, que nos envolvió la tristeza entre Bełżec y
Chelm, donde el ser humano mostró lo que realmente era, una de tantas veces. O
simplemente el frío de los tranvías de Vinnytsia nos resfrió de melancolía. Tú
eras y nunca serás. Como un tren encendido carente de marcha, bufando, humeando
fumarolas inservibles. Chagall pudo cambiarlo, me digo, pero al pintor lo
arrebató un huracán y sus colores perecieron con Chernobyl. Vamos, a qué ser
trágicos. Viajes aguardan, Claudios y Natalias son nombres del montón, de una
rifa desinteresada y aburrida. Tenía razón el mago, en la Lublín de Jeremías
Visnovievski, gran empalador, y retraerse al silencio. Pero no lo haré. Los
caminos invitan, llenos o vacíos, el mundo está por verse, gozarse, un café a
la intemperie, un riesling frío en alguna terraza del este. Allí están, solo
hay que moverse, como tren, locomotora mejor y, para avanzar más, con
cremallera, igual al forzado trajín de las máquinas en los Andes inmensos.
Los trenes
no suenan sus bocinas tan bello como los barcos. Sin embargo, tierra adentro,
no hay aguas suficientes para acercar semejantes distancias. Vamos, dilo, y
asomaré en tranvía al café de aquella calle de Vinnytsia y programaremos un
viaje al fin del mundo.
04/07/2021
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Publicado
en Revista NÓMADAS, 09/07/2021
Imagen: Manos de Natalia
ReplyDeleteExcelente. Me encantó
¡Gracias, querido Manuel!
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