Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Era una
plazuela, una iglesia monumental de madera, casi fortaleza. No quise leer
detalles históricos. Deseé soñar, si soñar se puede acerca de aquellos tiempos
malditos. Imagino los crucificados, empalados, desollados, dentro o fuera de
estos muros construidos para la presencia de dios y nunca visitados por él.
Kiev. Iba camino a ver la estatua en la explanada de Santa Sofía del hetman de
los zaporogos: Bogdán Khmelnytsky. Supongo que desde su relinchante caballo y
con el bastón de mando de los centauros de la estepa señala hacia Polonia, el
camino de Lvov y de Lublín.
Me quedé un
par de horas en el banco de madera mirando la gente pasar. Centro de la ciudad.
Cerca de allí hay un centro comercial muy moderno, Gulliver. El porqué del nombre me gustaría saber. ¿Algún amante de
Swift? ¿El gigante en el país de los enanos, o viceversa? Tal vez haya ironía,
o simplemente el sueño de un rico que imaginó siendo niño en una noche de
invierno los fantásticos viajes del irlandés.
Irina me
escribe y dice: soy tu mujer, es lo que creo ¿o me equivoco? Contesto: eres un
sueño. Aire de lluvia por sobre la pesadez de 91 grados a las diez de la noche.
Salgo en un rato. A la gente enloquecida, desenmascarada (sin máscaras), a
correr cien kilómetros por hora en una floresta de luces amarillas y rojas.
Miro los
maderos del monumento. Lo que habrá costado levantar este centro de oración,
esta defensa supongo que en contra de los mongoles. De cuando en cuando pasa
alguien de ojos rasgados, pequeño. Viene de los jinetes arqueros en sus
caballitos peludos. Creo que hoy hacen el uno por ciento de la población, los
tártaros, pero siguen para siempre en los rasgados ojos de las bellas eslavas.
Centurias de violación tenían que dejar impronta, o doscientos, o cien años, no
importa para las piernas ultrajadas encima de los maridos degollados. En Gulliver la gente ríe. No parece el país
pobre que la estadística afirma. Pero son más de cuarenta millones, muchos a
pesar de la población en declive. Paseo las vitrinas con vestidos de mil
quinientos dólares. La media salarial es de 300, me parece. Lo mismo que en
todo lado, siempre la balanza inclinada. El hombre hasta ya le ha perdido el
gusto, ni que decir la confianza, a eso que llaman revolución. La cosa es como
es y así se mantendrá por los siglos. Los iconos miran tristes. Grandes ojos
oscuros.
Irina me
escribe. Dice: Querido, el calor es insoportable aquí, estoy pegada al aire
acondicionado. Estoy sola y solitaria, ¿cómo estás tú? Responde el eremita: hoy
abrí las cortinas para que el sol dorase un poco la palidez de los muertos.
Atrás suena una misa serbia para San Juan Crisóstomo. La monumental iglesia de
Kiev inamovible como montaña. Ahora la rodean calles y edificios. La imagino
levantada en una estepa infinita por la que corren caballitos peludos y
cuchillas afiladas y sexo erecto detrás del cuero sin curtir de los jinetes.
Sola y solitaria. Otra opción es salir a pasear y deambular entre los
vendedores ambulantes que ponen mantas en el piso y venden frutas o ropa china.
Kiev en la
modorra de la tarde. Agradable. Octubre no trae todavía frío intenso, pero
permite la comodidad de sentirse fresco, sin el agobio del calor. Busco además
la sombra de los muros. Trato de captar alguna voz desde ultratumba. Hay
bocinas y silencios. Cierro ojos y oídos hasta que me tocan el hombro y es una
diminuta romaní que me habla en italiano. Contesto en español y ella salta
desde la península hasta el rumano. Hay similitudes que permiten entender que
no es mendiga, que no pide dinero, que tiene cuatro hijos y si le puedo comprar
el supermercado para el día y la semana. Cuatro gitanillos de esta muchacha de
veinticinco sonríen. Tienen los oscuros ojos de los santones en los claustros
pero brillan. Desconfiados ucranianos observan. Unos tienen obvio asco. ¿Y
dónde?, pregunto, y me lleva de la mano a media cuadra a un mercado mediano
donde la miran con saña. Agarro un carro grande y dejo que el niño mayor lo
empuje. Ella va sacando cosas de los estantes y espera que apruebe con los ojos
cada una de ellas. Le falta baño a la familia, sin duda. El agua corriente
suele ser un lujo también. No todos caminan por el mismo lado. Elige solo
comida lista y seca. Es obvio, dónde cocinaría o calentaría las cosas. Los
huevos no se fríen a la luz del sol, y termas no hay cerca en esta ciudad de
piedra antigua y de dolor.
Aquí
comienza la tarde y una máquina vertical produce brisa. Música cajun,
acordeones y mal francés. Pienso en la chica rom, supongo que gitana era por
cabellos y tez. La cuenta se hizo por un carro rebalsante de productos menos de
cincuenta dólares. Vi jabones; el Dnieper en Kiev es majestuoso; rincón habrá
para desvestirse y lavar a los niños.
Esa guerra
para la cual se construyó la defensa de la fe y de las armas, los troncos
entrelazados y tiesos con argamasa, no ha terminado. La guerra se traslada a
frentes menos notorios. La desgracia es ubicua y el martirio se disimula. “Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí?”, sollozaba Vallejo.
Siempre pienso en él. Nunca dormí en la calle a no ser que anduviese ebrio.
Pero basta abrir mi ventana y ver cómo se acomodan los míseros para pasar otra
noche igual a todas, en la inercia de la desesperanza.
Me fui caminando
por una larga avenida en muchedumbre. Para aquella muchacha, en esa fecha, fui
como un cuento de O. Henry, como El
regalo de los reyes magos o Pasajeros
en Arcadia. ¿Sirve? Claro que sirve comer, aunque fuere lo último a hacer.
Por la
estepa se oyen gritos. Entre los pastizales, altos como un centauro, conspiran
los tiempos. La Muerte está regordeta como un pernil de cerdo. La sangre es río
sin pausa, y en la sangre se bañan los niños.
08/08/2021
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Imagen: tártaros de Crimea, siglo XVII
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