Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Decía a Eliana Suárez, en Chañar ladeado, villa de la pampa húmeda argentina, provincia de Santa Fe, que el sonido del despertador de mi teléfono me recuerda Kiev. No me explico, porque nada obligatorio tenía que hacer allí, ni trabajo ni horario.
El edificio
soviético, en el 22 de la calle de León Tolstoi, se mostraba decadente desde fuera;
el ascensor pequeño y peligroso parecía que iba a caer de improviso, hacia la
oscuridad profunda de esta construcción de tendencia mísera, de aire de pueblo
aglutinado bajo normas inflexibles de los amos. Hoy continúa en penumbras; los
cuartos tienen dueños; yo alquilo uno. Lástima que mi departamento no tiene vista
al frente, a la calle de Tolstoi, sino a la parte trasera, llena de árboles y
con autos parados donde sea. No es que el panorama en la avenida sea
extraordinario, ni siquiera interesante, pero me gusta ver la actividad de la
gente, la florería enfrente, el cruce de peatones en la esquina de la
Zhylianska, los puestitos de café al paso, regentados por un par de ancianos,
marido y mujer, subiendo hacia el Jardín Botánico.
Lo renté
desde mi teléfono, estando todavía en Jarkov. La dueña era una gentil ucraniana
de unos 50 años que había ordenado el departamento con todas las comodidades
para recibir huéspedes. Cuando dejé Kiev, ella me llevó a Boryspil, el
aeropuerto, sonriente a pesar de que ese día de noviembre cayó la primera
nevada y el caos vehicular hacía semejar esa urbe a La Paz.
Anoche sonó
el despertador a las 10:08 pm; después a las 10:18. Me costó levantarme. En esa
inercia lo escuchaba. Ahí vino Kiev. Sonaría igual aunque no sé por qué. Mi
tiempo era de libertad absoluta. No ponía despertadores. Paseos al parque, almuerzo
con Victoria, el rojo de la universidad que lleva el nombre del poeta nacional,
el bulevar del mismo, la estatua del mismo, Shevchenko está por doquier. Lo leí
en mi juventud, guardo en mi hoy escondida colección filatélica muchos sellos
soviéticos con su imagen: de joven, con barba, así como una emisión postal
argentina con su retrato y frases necesarias acerca de la hermandad
ucranio-platense muy arraigada desde principios del siglo XX. O antes. Hace
poco compré el disco Polcas de mi tierra,
del gran intérprete de chamamé Chango Spasiuk. En este disco retoma sus
ancestros ucranianos, canta él, cantan mujeres, amigos, vecinos, y logra un
enternecedor y magnífico alegato por la memoria, resucitar a los muertos. Polcas de mi tierra, si tropiezan con
este disco compacto habrán encontrado una joya. Más en mí con esta mente
infantil cargada de ríos tormentosos y cargas de caballería. Épica y
naturaleza. Sumados a los demonios de Gogol, a la casa de Ajmátova en Odesa, a
otros diablillos en Fyodor Sologub.
Al
anochecer me alistaba, vestía con jeans lavados, botas, camisa leñadora y
chamarra. Otoño venía con decencia. Doblaba a la izquierda hasta llegar a
escalones que conducían a un sótano, a un pub de marineros que hubiera gustado
a John Silver. Casi siempre bebía Guinness, pero también rubia cerveza local.
Platos de chorizos, que la región es grandiosa en cuanto a producción y
variedad de embutidos. O arenques fríos con pepinillos al vinagre, papa
retostada. Una y otra vez. Dejaba, dada la experiencia norteamericana, siempre
un veinte por ciento de propina, para asombro y felicidad de las personas que
servían. Mesones largos de madera. De apariencia hosca, me sirve eso para
evitar visitas no invitadas a mi mesa. Sonrío, recordando a mi padre, en su
café cortado diario en el pasaje de la catedral, allá al sur. Gozaba de su
bebida, del agua con gas y del pequeño chocolate. Saludaba cuando lo saludaban
y quemaba con sus ojos verdes lo que se cruzara al paso, ahuyentándolo. Lustrar
los zapatos, hacer la romería diaria de pagos de cuentas y soluciones burocráticas.
Luego un taxi hasta el refugio del que ya no saldría hasta mañana. Así yo, con
un litro de cerveza adentro, subiendo las gradas hasta el quinto piso de una
boca de lobo. Cuarto 56, casi siempre silencio. Los zapatos a ambos lados de la
puerta, tirarme en cama en calzoncillo, escribir a Victoria, llamar a Bolivia,
a los Estados Unidos. El reloj corría pero no tenía hitos que indicar. Por eso
no entiendo la sensación al escuchar el despertador. Era Kiev ¿pero por qué?
Recorro el
mapa de Google para recordar los recovecos de mi calle. El mercado besarabo de
la esquina, en donde gastaba unos cientos de hrivnas para tener y cocinar lo
que quisiera. Galletas dulces de Ucrania. Tan buenas que traje unos paquetes a
mis hijas cuando volví. Me había despedido para siempre, pura cháchara. Siempre
se vuelve o mira atrás. ¿Que ya no tenía todo? Mejor. Ando más liviano desde
entonces. Mis muertas gabonesas y los djinns del Orinoco andan bajo llave en un
moderno depósito ajeno a encantamientos. En Google recorro también Chañar
ladeado. Miro un video de 30 segundos del lugar. Lo común de los poblados
argentinos, casas chatas de techo plano. Yuyos creciendo alrededor, cierta
desidia. Me sorprende el grito de pájaros, constante, y percibo el Paraná, la
maravillosa lengua del demonio, los arrebatos de Horacio Quiroga y sus
monstruos, camalotes y hermosa música litoraleña: “Pescador del Paraná…”.
Penetro ya en arcanos que no temo pero no quiero hoy tocar. Tengo 61 y cuento
con los dedos si habré de alcanzar la década. Razono que perdí el tiempo. Pero
gocé. La balanza de lo posible y lo terminado tiene que mantenerse estable; lo
otro acarrearía tragedia. Que pude besarla y besé otra, amarla y dormí en otra,
buscarla y tomé el ómnibus que me alejaba. Siempre lo opuesto pero con la
sorpresa de que los arabescos pueden lograr líneas recta, que la retórica puede
devenir frugalidad.
Las mañanas
de Kiev ya eran frías. Cortaba el chorizo de color vienés pero más voluminoso y
mezclaba huevo y cebolla para un revuelto. Cebollines que daban tono criollo a
la lejanía. Tuve un problema allí, en la gigantesca capital y en otras ciudades
de Ucrania. Estoy acostumbrado al picante, vengo de la sangre india que sella
las úlceras que produce el mezcal con capsicum. Incluso en la comida turca de
calle, mientras el cocinero enrollaba delgadas y extendidas tortillas de su
cultura, intentaba yo explicarle que quería algo picante, una sustancia que me
quemara lengua y gañote. Nada. Atentos, ofrecían yogurt, kétchup, mostaza; ni
atisbo de salsas malditas. Como tarea debo investigar el porqué de eso. Cada
cultura tiene su dosis de picante, dudo que no. Finalmente aquello no era
Escandinavia y algunos transeúntes bien hubieran podido pasar por
quillacolleños con atisbo de barba.
Van tres
años ya y utilizo el despertador a diario porque siempre fui nocturno.
“América” no me robó la vida; me robó la noche. Con ella quizá los sueños, el
descanso del intelecto para domeñar lo febril. Tarde ya. El ruidito
intermitente, no diré inane, ha preservado en mí profundas sensaciones que me
hacen bien. No golpeo el despertador como hacen en el cine. Le permito machacar
la oscuridad mientras me despabilo para otra cita con la vida, que es muerte en
el país que no es para viejos…
Willy Dixon, con Memphis Slim, interpreta Sittin'
And Cryin' The Blues. A la 1:48 de la tarde se ha presentado la tristeza, sin llamarla. La
chimenea tiene cenizas de asbesto; no hay fuego. Recuerdo un amanecer en que otra
Irina me citó en la esquina de Semyon Petliura. Llegó el sol pero a ella nunca
vi. Vengo de vestido blanco, dijo, y no te dejaré dormir. El café humeaba en la
revistería de la cuadra. Me tiré en la cama con ojos abiertos. Para hacer
sombra puse dos monedas sobre las pupilas a la usanza gitana de muertos. El
frío del metal me distrajo. Pensé en las barras paralelas de ejercicio que
nunca pude dominar de joven y me dormí. No hubo despertador. A Kiev no le
interesaban los muertos, así tuvieran monedas bronceadas de a dólar sobre los
ojos. ¿Qué hago?, pregunté a mi espectro. Juntó los hombros en me importa un
carajo. Mandé un texto tonto a Victoria con las babas de Esenin. No contestó.
Hice una fiesta a la que fallaron los invitados y tuve que conformarme con
bailar solo, acariciarme solitario.
Victoria Spivey y Lonnie Johnson cantan sobre las Idle hours, las horas inactivas, horas fallecidas. O me levanto y
hago un café cargado como brea o me tiro por la ventana. Conociendo el cuero
duro que tengo, cinco pisos no bastarán para matarme. O subo a la azotea o me
dejo de huevadas. Piano, piano y armónica, armónica y acordeón, reflejos de
vida, ausencia de mujeres. En el depósito atemperado de la Avenida Alameda, en
Aurora, los ídolos africanos están atrapados, ni siquiera el gran ibis sagrado
de los ghaneses vuela por sobre mi cabeza para aturdirme. Tic, tac, y suena…
21/08/2021
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Publicado en REVISTA NÓMADAS, 09/2021
Fotografía/Mi edificio en Lva Tolstoho
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