Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Treinta y
cinco años atrás, Michèle Lemaître me regaló un disco de Serge
Reggiani. Lo escucho ahora, a las 2:52 de martes de Denver sol y estáticos
verdes sin viento. Amiga de mi hermana, visitaba Cochabamba. La llevé a conocer
una región entre Quillacollo y Vinto, subiendo hacia la montaña, a la izquierda
de Anocaraire. “Francia”, le dije, porque esos paisajes necesitaban de Sisley y
Derain para guardarlos. De Cézanne. Vimos la quebrada de La Llave de lejos,
boscosa, que subía hacia la parte trasera del pico Tunari. La había trepado ya,
con dos amigos, siguiendo las huellas de mi padre que hizo Cochabamba-Palca
(Independencia) en cinco días a pie. La idea era la misma; dormimos en una
escuela la primera noche. Comimos atún peruano en lata, con pan. Tres apachetas
cruzadas hasta contemplar, desde el cielo, Morochata. Sombras de guerrilleros
ayopayeños sobrevolaban vestidas de cóndor. La apacheta de El Negro fue la
última. Luego bajar, por sendas de piedra sólida y sinfín de humedales donde se
hundían los botines.
Ahora, a
mis sesenta y dos, tendría que tomar un helicóptero para hacerlo, aunque me
gustaría intentarlo. Claro que la época cambió y de seguro los “hermanos”
cocaineros me arrojarían al sin fondo abismo, entusiasmados de baba verde.
Vuelvo a
Reggiani. Creo entender que “la mujer que está en mi cama ya no tiene veinte
años de ha mucho”. Si lo dice o no, no importa, uno crea la narración que le
conviene en el preciso momento. Un escritor es como un fraile, puede inventar
lo que desea: querubines culipelados por los cielos, lobos corriendo por las
medievales callejas de París.
Trabajé toda
la noche; si la calculadora no miente son casi once mil noches seguidas, siete
días por semana, doscientas sesenta y dos mil horas y más en tres décadas. Repito,
no compruebo los números, pero es un horror de tiempo. Paris ma rose, canta Reggiani. Las primeras líneas de la canción
vienen de Apollinaire:
Passent les jours et
passent les semaines
Ni temps passé
Ni les amours reviennent
Sous le pont Mirabeau coule la Seine
Hiervo papa
de piel roja para tostarla, pelada, a la moda cochabambina, llena de puntitos por
la pimienta negra revuelta. Trabajé y no dormí. Amé, leí. Treinta y tres años
de trabajo y no sueño. Basta para crucificar a cualquiera. Todavía sobran ganas
para romper un par de narices. Puño de estibador. Combo de hierro. Leer a
Apollinaire sacándose las costras de sangre seca con la uña…
He cerrado
las cortinas pero la luz atraviesa. Me recuesto en el sillón. Cuando lo hago me
quedo dormido hasta que el ruido del teléfono al caer al suelo me despierta.
¿Te acuerdas, Julio, en el metropolitano del distrito de Columbia, cuando luego
de descargar cajas y cargar camiones, babeábamos las estaciones hasta que el
guarda nos despertaba que se había acabado el viaje? Arlington de memoria,
calles Monroe y Nelson. Metro de Virginia Square. Domingos del mall de
Ballston. Cerveza y colchones donados. John Lennon canta Stand by Me. Estábamos todos todavía vivos. Vivos, palabra extraña
entre muertos.
Sigo
escuchando a Reggiani: Passy, el león de Denfert-Rochereau, llamada la plaza
del infierno alguna vez en juego de palabras. Recuerdo. En el distrito 14,
Montparnasse. Yo viví en el 15, “mi reina, mi duquesa”. Hablamos con Michèle de Francia. ¿Era de Naumur?
Ahora se refugia con su esposo a orillas del río Joseph, en el profundo Québec, en Sainte-Famille-d'Aumond,
cerca de otras puertas del infierno. Escribieron y fotografiaron entre ellos dos
un hermoso libro: Les saisons de la
rivière Joseph. Un día ¿por qué recuerdo tanto? paramos el automóvil
durante una tormenta invernal, con Metin, para tomar en medio del inmenso bosque
entre Montréal y Chicoutimi una sopa francesa de cebollas, un centímetro de
queso dorado y fundido. Con pan redondo, boule medieval, y alces que cruzan la
carretera como terminators del fin del mundo. ¿Lo viví? ¿O los fantasmas del
hombre me persiguen y anotan nombres desconocidos? Prusianos en Belfort,
iroqueses corriendo alocados a orillas del Saint-Laurent. El último mohicano, uno de los libros más hermosos que leí, que me
pobló de imaginaciones y se quedó como novia sin velo en alguna caja de quién
sabe dónde o en manos de quién, o de qué.
Cuando llegué al Canadá, bien norte de la región francesa, aunque no
tanto para conocer uno de mis sueños: la bahía de Hudson. El país de las pieles, Julio Verne. Mi primer Verne ¿o miento? ¿Las
Indias negras? Estaba allí, compungido por un amor fugado, de los primeros,
llegando de un París hambreado. Escribí un largo texto al respecto. Lo
conservo. Cuando lo publicaron, recibí una carta de una mujer que sé quién es.
Decía: yo puedo cuidarte. Mi verbo despertó a la madre amante en alguien que
caminaba en la facultad de Idiomas. No necesitaba cuidados pero recuerdo. Texto
dolido, como herido con cuchillo motoso. Texto que sangra y llora, pero que
también observa una iglesia y piensa en Le Corbusier.
El bosque, el bosque. Tormenta, cuando la nieve viene casi horizontal.
Tierra que se hace isla en las tardes, cuando sube la marea. Los indios
conocerían bien este fenómeno. Busco sus ojos en la floresta cercana. Esas
pupilas perdieron brillo, como bolitas de cristal melladas. Árboles gigantescos,
noche de color marrón; las luces del auto se desvanecen en viento furioso.
Mugidos infernales al interior del bosque. De pronto, una pesadilla alta de dos
metros y de diablo cuernos inmensos aplastados. Un alce puede pesar hasta mil
kilos. Verlos salir desde la sombra en tormenta, al trote rápido, gritando,
cruzar el camino y desaparecer. Mucho para un día. Recurrencia a Verne, preguntándole
a mi hija Emily años después acerca de la bahía de Hudson que visitara ella en
Manitoba. Dicen que hay alces en Colorado. Nunca los he visto, cierto que dejé
de ir a las montañas, que me hice urbano. Extraño, sin embargo, los elusivos
castores, una piel brillosa que cruza rápido nadando. Más grandes que las ratas
de agua de Miguel Delibes. Tampoco vi linces, el más hermoso felino. Sus
huellas anuncian presencia pero no aparece. Confinado en una silla por voluntad
propia, escribo. Me conformo con mapaches que de tanto comer basura humana
parecen enfermos, despeinados, con chueco antifaz de ladrón deprimido.
¡Pobre Serge Reggiani, sus hermosas canciones me lanzaron a la deriva! Al
menos mantuve algo de los límites del idioma de Francia. Si volveré a París, lo
dudo. A Québec sé que nunca más. Si leeré de nuevo a James Fenimore Copper, ojalá.
Me encantaría. Nunca he dejado al niño que tengo en casa, ni los libros de
ayer. Jamás olvido el bosque de El último
mohicano, ni tampoco La leyenda de
Montrose, o la adivinadora Meg Merrilies en Guy Mannering, libros, estos dos, del gran Walter Scott.
11/05/2022
Muy bien, Claudio!
ReplyDelete¡Gracias, querido Eduardo!
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