Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Dios del
fuego en el agua. Recuerdo a Cortázar, pero estas líneas no tienen que ver con
él. Sí con los mercados mexicanos por los que he transitado. Tijuana, quesos y
chiles, color, olores, sabores, Nahui Olin y alebrijes enanos.
En los
apartamentos Coventry, de la avenida Florida, se paseaban encima del concreto
negras y viscosas salamandras. Quería atrapar una pero apenas desviaba la
mirada habían desaparecido. Parecían tan lentas siendo más rápidas que el ojo.
No eran ajolotes, tal vez salamandras tigre, pero, igual, seres de una
mitología perdida, de dioses antes de los dioses, como Nereo en la mitología
griega.
¿Seguirán
allí? Debiera, casi treinta años después, ir a comprobarlo. Los humedales han desaparecido,
seguro. Habitaban también cerca, en construcciones del estado para gente pobre
que tenían suertes de piscinas con vegetación. Policía y salamandras.
Inquilinos negros. Luego llegarían los mexicanos y quizá se comerían los
bichos, rememorando las ferias culinarias de Tenochtitlán, el barroco del mundo
nuevo. Bernal Díaz del Castillo comentaría, creyéndose todo, mentiras por el
asombro.
El ajolote
de Xochimilco y Chalco era una delicadeza. Maravilla natural que donde pierde
una extremidad inventa otra, con aureola de carnes alrededor de la cabeza,
Medusa en miniatura en el agua tibia de las chinampas. “Del plato a la boca… el
ajolote a la sopa”. El michmole que hoy se prepara con pescado blanco, carpa o
bagre, se hacía con ajolote, ranas o atepocates (renacuajos). La protección de
este anfibio casi extinto ha privado a la historia de continuar aquella
tradición prehispánica. Enhorabuena. No dudo que en los islotes de las lagunas
que quedan, de cuando en cuando, en rito primigenio, se devore a este que fue
Xolotl, dios del fuego azteca, mimetizado como axolotl para escapar al peligro.
Los he
visto en exhibición, en Denver ha mucho. Ni un palmo de materia viscosa y
universo de mitos. Carita de ángel endemoniado, ora blanco ora prieto,
pesadilla para los pescadores en la ciénaga que luego asaban y doblaban en
tortillas de maíz el cuerpo helado. Bien adobados en chile de árbol molido y
con el verde profundo del epazote, insumirse en el pretérito, en las
desesperadas voces sacrificadas y en los cantos de gente decorada en piel con
tonos de fiesta, que la muerte es una y la otra la misma.
Suena, casi
como bolero de caballería, la banda de Totontepec en tierra mixe de Oaxaca. Española
en su forma pero con decorados sonoros de donde crecen cruces verdes y en las
iglesias santos mutilados. Trashuma todavía por allí la sombra de la grande
Rosario Castellanos. Tres Marías se
llama esta marcha fúnebre en el sur idílico y sangriento. Escucho en una hamaca
de henequén, a la sombra de un mango felpudo, el ritmo pausado y triste de
clarinetes trompetas y trombones, bajo platillo y tambora. Memoria de la niñez
de mi padre, desde la prefectura en la que el inmenso tonqorazo que fue
Armando, abuelo, ejercía autoridad. Los domingos sonaban esto mismo, calmosos y
luctuosos boleros de caballería. Los penitentes detrás del que ya no camina, a quien llevan acostado
al descanso. Pueblo de Punata, adobes recalentados al sol, paredes color de
chicha. En la playa de ganado quedan impertérritos los animales mientras la
lúgubre música crea espacio camino de las cruces. Hay más gente en la orquesta
que dolientes. En Punata se hacía entre el polvo sabor de caca y en Oaxaca atravesando
muchedumbre de niños descalzos pelando plátanos. Paro de escribir, esta marcha
es demasiado hermosa y requiere mi atención, trae imágenes, inventa cuentos.
Los indios mixe (“gente del idioma florido”) se esmeran golpeando los
platillos, invocan en el bronce metálico la frialdad de la muerte, el calor de
la sangre, la pena que emborracharemos para olvidarla y recordarla sin olvido.
Rayos de
carne fría alrededor de la cabeza del ajolote. Raíces de la espalda de Frida
que en tonos describen la sofisticación del dolor. En la sopa que hierve el
anfibio sigue nadando, es finalmente témpano divino. Más que masticarlo se lo
absorbe, carne con textura de moco. Vive en la barriga llena hasta que se
esfuma, forma parte de ti. ¡Ay, Kahlo, por qué tuviste que enviar tus cuadros a
Denver, que al verte me contagié de tu martirio! Pido a mis hijas que encarguen
a la banda tocar las Tres Marías el
día que lleven mis cenizas a los altos de Puka Puka, por encima del valle de
Cochabamba que d'Orbigny comparó
con la campiña francesa, y los arrojen al viento donde revolotearé hecho un
ángel, carita de axolotl. “Me voy de aquí, de esta casa, me voy a gozar mi
gloria”, líneas de Despedida de angelito
por el mariachi de Trinidad Ríos.
En la Isla
de las muñecas, sombrío piso flotante, se ha cebado el crepúsculo. La brisa
agita los desvencijados juguetes. Del idilio suele nacer la tragedia. Risas de
niños terminan colgadas en un silencio que de a ratos trae sutil chapoteo de
los todavía presentes axolotls; el dios no ha muerto, sigue por entre las algas
y los líquenes que abrevan en el pantano. Nietzsche afirma rotundo el fin de dios
y, en banda, zapotecos emigrados dicen que no, que Dios nunca muere, sin
aclarar si aquel es el arameo con blondo inventado o los oscuros renacuajos.
Flauta, saxofón soprano, saxofón alto, saxofón tenor, voces de lo oculto.
Comencé con
un ser que se agitaba en las aguas, como el Verbo, y termino con procesiones de
muertos, ángeles que endulzan pesares. Me asocié a la paleta de Nahue Olin
según la vi en Tijuana; la Frida me clava garras de jade en el lomo, escribe
cartas de despedida, el transparente vidrio se ha transformado en opaco
alabastro, bueno para carmelitas descalzas. Me tomo la presión cada dos
minutos. En el quinto ya, cuando a doscientos llegue, me sumergiré en la alberca
de los ajolotes. Allí dudaré si aquella estrella que brilla tanto es Venus o
Júpiter Tonante que desde las páginas de la Ilíada
asoma para contarme la debacle de Ilión. Mientras tanto que suene el fandango y
arome la sopa este aire que me envuelve y es todavía invernal.
22/04/2023
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Imagen:
Alebrije oaxaqueño
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