Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Una sirvienta coja comprueba si la ropa de los colgadores afuera está seca. Y es de noche, lleva polera rosada. Quinto piso del edificio vecino. Observo, aprendo de la vida; yo busqué el dolor, el trabajo a destajo, la humillación, la fortaleza. Ella no tuvo opciones, india y coja y mujer. Agarra una chompa oscura y entra a un comedor en cuya esquina una plancha de pie la espera para continuar la faena de vestir mañana a otros. Alguna lawa habrá comido, choclo y papa, fideo macarrón tostado, arroz lo mismo. ¿Voy a leer entonces los viajes de La Condamine?
Ekaterina
Martynenko ha subido al Big Ben y extiende la mano a un cuervo. Fotografío sus
pantalones negros y el deseo ha crecido arrastrándose casi seis años. En un
lúgubre sanatorio de Kharkiv lo que faltan son luces. Tratamiento de piel de
mujer mientras yo aguardo. Luego enfilaremos a la cerveza. Croc croc, gime el
cuervo cuando vuela de la torre del reloj al árbol de mi terraza. El Arcángel
desapareció de nuevo. Si muerto está ya no ha de responder, o, lo usual, se
debate en telarañas que su siquiatra ha afirmado no son amor. Caderas de
Ekaterina en el laberinto espejo. Nunca me rodearon tantas. De allí me estira
tu mano fría, justo antes de que la espiral me devore. Jarkov desde la punta de
la rueda Chicago. Té de hierbas que rechazas, ese aroma me recuerda algo no sé
qué.
La
sirvienta plancha, cojea hasta el borde y se arroja al vacío. Cae encima de
plantas de geranio; las flores se han puesto más intensas, carmesí que brilla
en el fondo oscuro. Ruido de golpe, ningún gemido. La plancha comienza a
incendiarse, hay fuego. Del piso cuatro, tres y dos se avientan al vacío los
inquilinos. Esa masa de carne llora en portugués.
Chamusquina,
no vinieron los bomberos. Garúa de abril va extinguiendo los humos. Ya nadie
llora, ni en portugués ni en español. Si hubiera cuervos aquí estarían con
festín de ojos, lenguas a la parrilla, pómulos descascarados. Pero no los hay.
Ekaterina, en el Big Ben, cómo lo quisiéramos, estaría alimentando al cuervo
con el pequeño cerebro del zar. Silencio, noche y destierro, escribe en un
poema Eliana Suárez. Un camioncito viaja entre Chañar Ladeado y Corral de
Bustos. Lleva Necrópolis, de Jodasevich. Nabokov lo llamó el mejor poeta de una
época. Ahora va envuelto en papel bajo los ojos de halcones ratoneros. Como
para decir que no hay poética.
Kate, te
llamo, por Katherine Mansfield.
Si Charles
Marie de La Condamine estuvo en la isla de Pascua no lo puedo asegurar. De ser
cierto descargó cerdos allí según guarda mi memoria. He prestado los diarios
del capitán Cook a mi sobrino y he encargado los cuentos de los mares del sur
de Stevenson. Comment ça va, monsieur Schwob?
A mí que no me gusta el mar, lo necesito. No creo que Marguerite Moreno tuviese
el mismo color de Samoa. Salto de un lado a otro. Leo sobre Villon en París.
Volveré al Sena acompañado de una bella ucraniana. Su tristeza emulará la de
Celan. Tal vez en el Marais la explosión de obuses se disipe. La llevaré al
Oise, extenderé una manta profusa en grosellas y bombones. Saltar como
saltimbanqui no puedo, ni girar como maromero, pero suelo caminar por el bosque
y leerle poemas de Bagritsky.
Emerge el océano e invade la casa incendiada, deja mi edificio igual a
una isla. Me pongo a pescar sirenas, grandes pargos del tamaño de la sala,
corvinas negras. Ha salido luna de pescadores, bucólicos cancioneros caribes.
Me sumerjo en las aguas y en lugar de hallar perlas encuentro cabezas. Sonríen.
Llevan dientes de oro en forma de estrellas y medialunas.
Una pierna larga y otra corta. Supongo que sería la coja. No terminó de
planchar.
Eran las seis y ya las nueve. No he comido, bebido apenas. El comedor
donde trashumaba esa mujer está apagado. Soñé que se incendiaba y que ella
saltaba al vacío siguiendo al astronauta Armstrong. Serán alucinaciones de
hambre o demasiada lectura. Visiones apocalípticas también, gracias a Putin y
su destrucción de la bellísima Kharkov.
Me falta responder a una carta. Quisiera escribirla a orillas del Oise,
en el mismo lugar en que mi almuerzo baguette iba en parte a los peces con
pedacitos de gruyère. Lo hago aquí, escancio un chorro de ron puro. El edificio
es la metáfora de un mundo que se cae. Los amantes de los bancos públicos
observarán con desgano. Y yo seguiré mirando las espaldas cansadas de Brassens
en el Quinzième, subiendo desde el bulevar Brune.
04/04/2024
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Imagen: Ekaterina en el Big Ben
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