Claudio Ferrufino-Coqueugniot
A mi lado, Necrópolis, de Vladislav F. Jodasévich. Me remonto a las memorias de Ilya Ehrenburg para mi primera referencia de este hombre misterioso y genial. El libro tiene su propia historia de viaje, desde los campos de Chañar Ladeado, departamento de Caseros, provincia de Santa Fe, yendo a Corral de Bustos y de allí a Córdoba Capital donde lo reciben en un hotel perteneciente a mi sobrina Josefina y luego en avión hasta aquí. Gracias a Eliana Suárez, quien me lo envía, lo conseguí a muy buen precio. Parece ser que llega, en Argentina, a dos millones de pesos, unos dos mil dólares, cantidad que no pagué sino un monto muchísimo menor. Contento, por supuesto. Descansa en la mesa de noche igual a un diamante intocable hasta ahora. Mientras tanto giro en otros asuntos literarios y ensayísticos en Weimar, en Punata y Totora, en Danzig, alternando con hirvientes tanques que cuecen a fuego lento invasores rusos en la estepa. Un poeta ruso, emigrado junto a su esposa Nina Berbérova, al que leo observando su país que jamás cambió ni lo hará hasta que desaparezca. Lo que se narra de la guerra ruso-japonesa, las páginas de Agosto 1914, de Solzhenitsin y tanto más dan fe de la inquebrantable idiotez que caracteriza a sus jerarcas imperiales.
Dice Nina
Berbérova en el prólogo: “Hoy está claro que Jodasévich pertenecía a aquella
generación rusa (nacida entre los años 1890-1899) que fue casi enteramente
exterminada por la revolución de Lenin: suicidios, muertes prematuras, cambios
obligados de oficio y opresión espiritual “allí”, en la patria; pobreza,
soledad, olvido, falta de lectores y pérdida de la patria “aquí”, esto es en el
mundo occidental; no podía haber otro destino en aquellos años. Era una
generación que no había alcanzado a expresarse íntegramente antes de 1918, pero
que jamás hubiese podido aceptar la realidad del totalitarismo, en la que para
ella no había lugar”.
Pues
comenzaré estas “memorias”, semblanzas en realidad de poetas de aquella
generación perdida. Veo nombres conocidos, el del primer fusilado, Gumiliev, y
otros que desconozco. Tal vez sea hoy la noche en que me inmiscuya por sus
secretos pasadizos, allí donde pena el silencio y flotan truncados sueños.
“Guerra de
Granada hecha por el rey de España don Felipe II, nuestro señor contra los
moriscos de aquel reino, sus rebeldes”. Hojeo la narración de Diego Hurtado de
Mendoza sobre el acontecimiento. Es bueno revisar estantes donde se acumulan,
en apariencia, libros rechazados. Tal vez, porque a quién le interesaría en
Cochabamba hoy la guerra de las Alpujarras. Fue en una revista de comics
argentina, cincuenta años atrás, donde recreaban el sitio de esta región, creo
que basados en Calderón de la Barca. Desde entonces hasta hace dos días no supe
más de ello, a pesar de que mi padre siempre hablaba del Albaicín. Alucinaba el
viejo con España, a él le debo la lectura de Hans Magnus Enzensberger acerca de
Durruti que luego distribuí entre mis amigos hasta que uno último jamás lo
devolvió. Partes citadas salieron de España,
república de trabajadores, Ehrenburg otra vez. Papá contaba acerca de
Vicente Rojo en Cochabamba, de la llegada de El Campesino, de León Felipe. Era una delicia escucharlo, narraba
con fruición cómo su pariente Covarrubias, militar boliviano, bañó en sangre a
Valentín González, propinándole una paliza por alguna burla del español acerca
de las armas nacionales. De la Alpujarra a remanentes de la guerra española.
Leyendo de
las masivas deportaciones que se hicieron en Granada y de la posterior miseria
de la región por medio siglo al haberse destruido la infraestructura económica
que establecieron los moros, no puedo no pensar en el neofascismo
norteamericano, el de Donald Trump y la “basura blanca” que lo idolatra, cuando
se deleitan con la futura expulsión de la inmigración latina, asunto que
traería la debacle de los Estados Unidos, siendo que jubilados como yo somos
pagados gracias al trabajo joven de ese pujante grupo humano. A veces digo, y
quiero, que mal no caería a la soberbia gringa saber que sin nosotros no
existen. Basta ver a China y Rusia y su necesidad extrema de trabajadores
inmigrantes. Estados Unidos aprovecha el gran beneficio de la mano de obra
interminable que provee el sur. Que cambiará, y ya lo está haciendo, la faz del
país, seguro, para bien o para mal.
Finalmente,
he encontrado al evasivo geógrafo griego Estrabón, en edición de dos tomos por
Gredos. Volúmenes que abarcan los primeros siete libros de los diecisiete en
que consiste su monumental Geografía.
Veré si alcanzo a terminarlos entre tantas lecturas. Luego me dedicaré a cazar
los diez restantes.
Hannón de
Cartago, Leo Africanus, el capitán Cook, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Pedro Sarmiento
de Gamboa, La Condamine, Zheng He y Mungo Park, Humboldt y Darwin… Vida
dedicada a trashumar por caminos que no he pisado. Imaginé a Heródoto al
contemplar en silencio la estepa de los escitas y el negro ponto. Un día, me
dije, he de embarcarme subiendo por el Danubio para después abandonarlo, otra
vez por el delta, y seguir hacia los campos de Asia. En este tiempo, los
conflictos lo hacen complicado pero he de darme maña para obviarlos de algún
modo y seguir hasta el Gobi. Me encantaría ver Kashgar, de las ciudades más
ancianas, si es que la etnia han no la destruyó ya con su bazofia comunista.
El maldito
y subdesarrollado zar de la época va cerrándome los caminos. Aterrado de morir,
quiere creerse Iván el Terrible o Pedro el Grande descabezando rebeldes. Mete
su hocico de perro en mis sendas históricas: Georgia y Armenia, Bakú que
detestó Knut Hamsun, terco derechista que supo enojar a Hitler. Ya no tengo un
café donde sentarme frente al mar de Azov en la que fue bella Mariupol. Feble
mandril, Vladimir Putin, olvida que hasta el gran Nabucodonosor andaba de
cuatro patas, lo pinta William Blake, dominado por la zoantropía, creyéndose
animal. Nadie, ni Dios, lo rige todo y tu reino de Midas pronto va a terminar color
de sangre.
Al mismo
tiempo estaré preparando mis rutas, siguiendo a Alejandro cruzando el Tigris.
Ecbátana, por donde escapó Darío.
No he
encontrado mi libro de editorial Austral de tapa amarilla: el de Jenofonte. Y
me duele. En qué casa se habrá afincado y tomará polvo. Tampoco está la Eneida, ni la Odisea; me han cortado trozos irrecuperables del cuerpo,
enceguecido a manera del cruel dibujo de Felipe Guamán Poma de Ayala en el cual
a un prisionero aymara los quechuas le quitan los ojos.
Estrabón ha
de ser el barquero de la vida, no de la muerte; como él inventaré crónicas de
lugares que nunca he visto y jamás veré. A manera de Karl May me he rodeado de
objetos venidos de variados universos. Ejercen ellos el hechizo del enigma. No
necesito mirar hacia la pradera para sospechar a los bravos apaches de Victorio
montando a pelo, aunque en mi caso la conozco, saliendo de Colorado por la sin
fin Kansas hasta llegar a los ríos de Indiana y los montes Apalaches en Kentucky
difícil de olvidar.
Thorfinn Karlsefni, la saga de Vinland, los horrísonos bueyes descargados
de las naves; Walter Raleigh y los hombres con el rostro en el pecho de la
Guayana; Ambrosio Alfinger y Nikolaus Federmann, el dinero de los banqueros
Welser tras el oro de Venezuela. Leí una a una las crónicas de la Conquista que
pude encontrar. Deseaba escribir un Libro
de prodigios pero apareció Eva con carga de manzanas y me engulló la
serpiente.
“Yes, God, I want to talk to everybody as deeply as I can. I
want to be able to sleep in an open field, to travel west, to walk freely at
night...” Sylvia Plath
18/04/2024
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