Claudio Ferrufino-Coqueugniot
William Byrd y Thomas Tallis: Masses & Motets. Una amiga me comenta que va a una librería de viejo a buscar La Comedia humana, de Balzac, que no ha leído. ¿Dónde era en París que estaba Balzac por Rodin? Tan poco recuerdo con claridad de entonces y tan mucho desorganizado. Si pensara en libros tenía a tres autores: Schwob, Balzac, Petrus Borel. Al judío en la Biblioteca Nacional; al estafador en los parques, entre hambre y desasosiego; al licántropo en el Luxemburgo. Luego partí al Canadá y cambiaron los estilos. Leía sobre Suzanne Valadon, acerca de Le Corbusier.
En el
metro, los anarquistas del mundo me regalaban monedas de diez francos cuando
veían que me saltaba las máquinas porque no tenía con qué pagar; lo había
aprendido de mis amigos marroquíes. O me pegaba a un tipo cualquiera que ponía
su pase y entraba con él, aterrado por mi demasiado cercana presencia de árabe
desharrapado. El 86, cuando hubo aquella gran explosión en una tienda famosa.
Quería
llamar a Elke. O comía o amaba. Me aproximaba a viejas francesas con lamentos de
necesidad y así amaba y comía; dulces señoras que estén en el cielo en medio de
angelitos desnudos y flechadores. Para ustedes el amor, aunque quizá un poco a
la fuerza entregaban, otra vez, las famosas moneditas de a diez de color
marrón, y me iba a los teléfonos públicos para hacerme putear por mi inmadurez.
Que yo trabajo y tú andas con pendejadas ácratas, que tengo una hija y tú nada.
Los trenes partían hacia Alemania, estaciones del Norte o Austerlitz, ni importa.
De allí al Jardín des plantes, a soñar con lo que ya había soñado Buffon. Busco
“Buffon” en la red para no equivocar la escritura y me salen páginas del
futbolista de la Juventus, nada de Georges-Louis
Leclerc, conde de Buffon, el gran naturalista quien me hubiera gustado ser, guardián
del jardín del rey. Altas cabezas de jirafas dormidas desde el principio del
tiempo se miran desde el pasillo exterior. Creo que el sabio vivió allí; alguna
vez leí un excelente artículo sobre él en el Financial Times, en un suplemento
cultural de domingo que era único. Botánicas para el pobre, felizmente no había
llegado el invierno, era agosto. Hablaba con mi hermana Picha para ir hacia
ella en Virginia. Nunca llegué; lo haría años más tarde y ella ya no estaba. No
está hoy, ni en Fairfax ni aquí, se ha ido por el mundo de la fantasía y la
extraño. Cacho, papas fritas, café y Coca Cola, en este mismo lugar cuando era
casa, no un espacio de viento. Con modestia vivía feliz, escuchando zambas,
Tormenta, Adamo y Piero. La piel cansada de la tarde, la tarde piel. Los
domingos, después de almorzar, manejábamos por Sarco, Condebamba, Arbieto,
Tarata, camino de Santiváñez (que se llamó Carasa) donde robé un san Antonio
para conquistar las caderas de una catalana una cabeza más grande que yo. Bien
valen un santo par de largas piernas blancas (detalle, el color) y tu sabor a
orquídea. Déjate solo el vestido y abre la ventana. Cortinas de tul volaban
hacia afuera y sentí tu caro perfume en cuello y vientre, valga Dios.
Luego, en la hoy plaza 4 de noviembre, en una pila popular interminable,
saciaba la sed que alcohol y sexo habían causado. Caballo de tiro.
Pero… París. Olvida por ahora el maizal de Cliza, Claudio, tu espalda
marcada por terrones de barro, barba de choclo. París, siempre mujeres,
Montmartre en el Sagrado Corazón, contigo, otra, sobre la que quise forzar mi
amor y me hastié de negativas. Salimos al día siguiente y en las gradas de la
colina escuchamos a un bardo cantar Bob Dylan. Conversamos acerca de Chou
En-Lai y por cierto de Malraux. Vino la noche, preparaba mi viaje a Montréal.
No quise obligar nada: buenas noches, linda tarde y buen café en la esquina.
“Tomo y obligo, mándese un trago, de las mujeres mejor no hay que hablar”,
Gardel en guitarra criolla. Rue Cuvier, subo por las gradas del Jardin des
plantes hasta su punto más alto. Tomo asiento, tengo hambre. Sed alrededor
diría Miguel Hernández y un falso peso de abandono y culpa, por algo Eva es el
pecado. Mentiras bíblicas, por qué no dijeron los profetas la verdad, que los
hombres somos hato de cobardes. Me lamento con cerveza barata en bar argelino,
aquí paso desapercibido, soy montón y en paz. Al final del tren me esperarías,
fuera en Singen o en Radolfzell. Terminé queriendo golpear imbéciles galos en
las montañas de Lodève, en el Hérault. Mis amigos eran de la FAI ibérica pero
desconocían el placer de romper la cara a un tipo. Al final no peleé, dormí con
las ganas, primero te llamé y te dije adiós, o al diablo fue, mierda que me
vale.
Desperté a otra mañana. Miguel Quintana, de la CNT que salió al exilio,
nos despidió. Habíamos atravesado el Larzac que era como viajar a la luna. Un
ajado mapa de Francia en el bolsillo me indicaba con exactitud este viaje al
sur. Catedral de san Nazario en Béziers. Había entrado a Francia por el otro
lado, meses atrás, por San Sebastián, Hendaya y Biarritz. Bella Bayonne.
Aquitania, Dordoña, el castillo de Beynac. Amanecí en París, deseando tus
vellos rubios. Eso y libras esterlinas no vería. Ya ni me acuerdo, rizos tenían
o lacios eran, a esta altura carece de interés. Más ansío las danzas renacentistas
que tu perdido amor. Ni un tango te escribí, ni una cueca señorial. Ante mí
estaban los Pirineos.
Extraño, lumpen que fui, los almuerzos estudiantiles de la Sorbona. Usaba
la tarjeta de Hervé. Miraba él mis notas de escritores alemanes preguntando si
los había leído todos. Me dejó en automóvil en la medieval Amiens mientras él
seguía por sexo a Lille, a una muchacha que parecía de Flandes.
Tocaban órgano en la monumental iglesia. Me sobrecogí. Casas inundadas
daban la impresión de que la guerra de los Treinta Años seguía ardiente. Günter
Grass había escrito sobre el encuentro en Telgte. Grimmelshausen…
Till Eulenspiegel, más antiguo. Llevaba Alemania conmigo, era la suma de
mis sueños, Francia solo un escalón al porvenir. Había estudiado alemán,
primero por Elke y después por Antje ¿o era al revés? La moneda se gastó, de
todos modos. Conservé dos de diez francos porque eran pesadas y me sirvieron en
las contiendas ebrias de la mínima rayuela en el Bar Quito, calle Antezana,
pasada la Ladislao Cabrera. Chicha mezclada con nefasta etiqueta roja Johnny
Walker, antesala del infierno. Joven era pero me pregunto cómo sobreviví.
Vi tanto y tan hermoso pero había hambre. Entregaba cualquier estética
por un pedazo de pan. “No hay preocupación, más que cuando se tiene hambre”,
decía François de Montcorbier, llamado Villon. Lo supe. No otra vez después de
ahí. Otro era el trabajo tenaz, brutal, de los mercados de abasto de Washington
DC, pero hambre ya no. Ni cuscús en lata ni abstinencia en general. Había
terminado una era y venía otra también cargada de pesares. ¿Qué miedo tienes?,
pregunto a mis sobrinos. Siempre vas a sufrir y hay que aceptarlo. Olvidé los
vellos blondos y me enfrasqué en aquellos que de tan negros semejaban azules.
La nieve, la misma; la fuerza, la misma. Barrí las ruinas y levanté más ruinas.
Veo dos hormigas en la cocina del quinto piso y anhelo ese tesón. Hasta una
pelirroja existe en mi galería de notables ¿o es un Vermeer? De La maja marquesa a las pequeñas desnudas
verdes de Ernst Ludwig Kirchner. Bebo con lentitud mi jugo de limón sutil. Hice
una buena siesta y poseeré la noche sin premura. No tengo mapa de “mi” Francia,
pero escarbo. Siempre estará Léo Ferré y mis libros desaparecidos del geógrafo Élisée
Reclus. Estás tú, y tú, y tú. Y solamente tú, concluye el bolero.
06/04/2024
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Imagen: Tsuguharu Foujita/Paysage de Paris, place du Tertre
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