Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Un grupo de jóvenes escritores bolivianos me pidió un cuento para un libro-revista que estaban preparando. “No soy cuentista”, aduje, para no adentrarme en materia desconocida. Insistieron, y terminé prometiéndolo en dos días. Cumplí. Páginas con un lindo tema pero con absoluta falta de oficio. Asunto olvidable, a no dudar, si los censores no me hubiesen recordado que por encima de la calidad siempre habita la estupidez.
Un grupo de jóvenes escritores bolivianos me pidió un cuento para un libro-revista que estaban preparando. “No soy cuentista”, aduje, para no adentrarme en materia desconocida. Insistieron, y terminé prometiéndolo en dos días. Cumplí. Páginas con un lindo tema pero con absoluta falta de oficio. Asunto olvidable, a no dudar, si los censores no me hubiesen recordado que por encima de la calidad siempre habita la estupidez.
Hubo un intervalo
de silencio, una semana, que me extrañó; parecía que aquello estaba casi listo
y solo faltaba rellenar un espacio con un nombre, el mío, porque con el cuento
no se llenaría nada. Me sentí embustero. No me gusta escribir con premura y
menos por encargo. De esas cosas, a no ser que exista cierta maestría, no sale
nada. Luego recibí unas líneas en un chat, que es la forma moderna de sentarse
a hablar con alguien, sin la molestia de presencias, mal aliento, calores,
olores, smog, ruido de automóviles, críos llorando y perros cagando, que decían
que el cuento no sería publicado, pero no por lo pésimo de su entramado sino
porque a una autoridad se le ocurrió, todavía hoy, pensar que lo que escribo,
así se trate de la historia de un vapuleado boxeador judío en Pavlodar, en tiempos
de la URSS, es subversivo, racista y de mal gusto para los cánones
plurifaciales de la bienamada revolución.
Le dije que no se
preocupara, que su empute debiera convertirse en crítica organizada, que tomara
las cosas como de quien venían. El caso es que semejante tontería hizo que me
encariñara de mi cuento; terminé viéndolo como un infante huérfano y me prometí
esfuerzos para mejorarlo hasta el día en que sí valga la pena mostrarlo. Por
otro lado me informé; el fisgoneo puede dar réditos: que lo digan los
gobiernos. Supe que la persona que ejerciera censura sobre mi texto no era otra
que una muchacha de más de cincuenta, que de joven revoloteaba como mariposa
alrededor de las cálidas deposiciones ideológicas de los brillantes de
entonces. El proceso, a secas, ya que el de cambio ni existe, le otorgó
dividendos burocráticos como hace con muchos. Y no olvidemos que el poder, sea
el de amontonar papelitos u otras minucias, corrompe.
Ni sé si los
jóvenes preguntaron el por qué. Por lo general cuando un estado se construye
con ficciones sus perros falderos ladran sin motivo. Hay que hacerse escuchar;
el cómo no importa. Y soltó la bienhechora de los pobres las palabras
condenatorias, según un viceministro peleado con las letras, iletrado quiero
decir, en contra de un escritor “racista” a quien conoce (ella) no solo en la
superficie sino en paños menores, al que escribía poemas de acentuado lirismo
en momentos en que la carne de los humanos se alista para el asador, recordando
a Martín Fierro.
¿Si me duele? El
yermo interminable agita mi corazón con malos vientos. Uno no es patriota, ni
nacionalista, ni carga banderas, ni le interesa que Bolivia le gane a Paraguay
en fútbol. Pero cuando se ve la tierra donde se ha crecido, asolada por saqueo
inenarrable, claro que siento algo mayor a la pena. No cargo guantes como el
personaje de mi cuento, ni tengo sparrings ni cuadrilátero o bolsa a donde
golpear. Menos un cargo, mal pagado y bien robado, en gobierno alguno que
avergüence a mis hijas de su padre.
Los necios
imaginan que romperle el lápiz basta para que un escritor se calle. Será visión
de analfabetos, no lo sé.
11/06/12
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Publicado en El Día
(Santa Cruz de la Sierra), 13/06/2012
Imagen: Aleksei
Radakov, 1920
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