Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El sabor de unas linguiças, chorizos portugueses que también se afincaron en Brasil, me recuerda las choricerías calacaleñas de mi infancia, cuando papá nos llevaba, sobre todo a Elena y a mí, a comer debajo de los emparrados que el tiempo y la distancia han -no empañado porque no existe más humedad- empolvado.
La linguiça esta sabe igual que aquella nostálgica comida popular, incluso tiene el mismo jugo casi anaranjado donde las vendedoras sopaban el pan y lo presentaban abierto y colorido para que el parroquiano decidiera comerlo por separado o emparedarlo.
Viéndolo ahora, con el aprendizaje que el tiempo da acerca de la salud -nos vamos poniendo viejos-, pienso en lo malo de consumir tales grasas; sin embargo, no me resisto al sabor. Al final, un tipo de muerte placentera que tiene la virtud de destapar recuerdos gratos, aunque sea a veces, una vez, con el gusto del pecado.
No quedan las choriceras de Cala-Cala, ni las vendedoras de sillpancho en pan, los quema pechos, acurrucadas en la esquina de Libertador y América, acogedoras sombras del desvelo. Mentira es que al relocalizarlas, con ánimos urbano-estéticos o lo que fuere, las cosas mejoraron. Las ventas reunidas hoy en denso avispero conforman un espacio violento. No era así antes porque la amplitud de la esquina evitaba concentrar humores malos; siempre se podía evitarlos mientras el arroz se desgranaba a intervalos del pan que tenía que ser tortilla y no las esponjas industriales que la suplantan ahora.
Ya se me acaba el espacio y ni asomo de acercarme al título del escrito. Escribir -y leer- sobre comida es una hermosa aventura literaria. Los límites de un buen plato exceden los de su diámetro. En la forma en que se dora una papa hay un cúmulo de connotaciones impensadas. La manera en que este tubérculo se dora en la comida cochabambina llega a ser muy especial y tan reconocible para mí como un hermano, un amigo que creció conmigo y que me asocia con múltiples memorias.
El arte de relatar los entretelones y los avatares de la cocina merece un capítulo muy especial. Hay que agradecer que hombres de talento pongan empeño en embellecer, o descubrir, los rasgos deliciosos y escondidos de una acción, unos objetos, que por su cotidianidad semejan ser triviales.
Asocio la salteña a la escritora Manuela Gorriti-Belzu, de pluma y tenedor. Me gusta leer sobre cocina gallega en Alvaro Cunqueiro, y criolla en Ramón Rocha Monroy.
30/05/05
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 31/05/2005
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