Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Me cuentan que a
Jorge le llegó el olvido, que en algún lugar de la idílica Cochabamba, que
criticaba y amaba, llevó en sus últimos años una vida de encierro. La sociedad
se cobró su irreverencia, su desfachatez de en un momento serio sacarse los
zapatos, bajar los calcetines y rascarse por encima del talón mientras lo
miraban azorados. Luego proseguía su genial charla sobre W. H. Auden.
Lástima que de él
más se ha perdido que conservado. Una obra dispersa, mayormente oral, pero
también escritos sueltos firmados como Jorge Agrícola, supongo que para honrar
con ello a la antigua Roma, o a un pasado feudal en la rural Bolivia que se
había repartido desde siempre entre los amos. Cochabambino y creo que también
beniano. Brilló antes de que apareciese la globalización, cuando todavía el
hecho de haber estudiado en Inglaterra y vivido en los Estados Unidos implicaba
tanto, siendo nosotros más que de tierra, de mente, mediterráneos.
En 1991
decidimos, mi esposa entonces, Jenny Gubrud y yo, trasladarnos a Bolivia “para
siempre”. Por las calles de Washington D.C. marchaban las turbas enloquecidas
con la victoria relámpago de las tropas norteamericanas en la Tormenta del
Desierto. Décadas de la vergonzosa derrota en Vietnam parecían haberse lavado.
Una generación se limpiaba esa mácula y retornaba el concepto del porvenir,
límpido y sólido. Era demasiado para nosotros y creímos bueno partir.
Jenny pintaba:
pasteles y dibujos al carbón. Emily, la hija mayor, había nacido ya. Con
gigantescas cajas emprendimos la diáspora, dejando atrás los floridos cerezos,
museos, amigos. Le hablé de sol, de agua y encontramos polvo, pero era
Cochabamba al fin, que fue pródiga en colores y números en su obra artística.
Tanto que decidimos exponerla. Para eso recurrimos a mi hermana Picha, para que
su amigo Jorge Zabala hiciera la presentación. Fue un año, entre el 91 y el 92
que gozamos de su continua presencia; por ahí, luego de este trashumar gitano
que nos envolvió, en un archivador, están sus palabras impresas en un diario
local: Jorge Zabala presenta a JG, “la” pintora norteamericana, en el palacio
Portales.
Mucho antes,
durante la juventud plagada de ínfulas revolucionarias e intelectuales,
mirábamos a Jorge, diez o quince años mayor que nosotros, de lejos y con
admiración, agarrando de oídas conversaciones sobre Aristóteles, o comentando
en la oscuridad de los jardines de la UMSS sobre la proyección de Hamlet en
versión soviética. O, lo recuerdo con claridad, porque esas eran muchachas que
yo ansiaba, coqueto con dos auténticas alemanas, de tetas y caderas blancas,
diciendo que a las suizas les gustaba hacer el amor sin quitarse las medias.
Sentí envidia en mi cubil indoamericano porque yo no podría saberlo, menos
conversarlo. Y aún no he comprobado si Zabala mentía o no. Era a la salida del
teatro del Palacio de la Cultura, en una de las sesiones de cine internacional
que se hacían. Luego cruzaron la calle y se instalaron en un cafecito con mesas
de fórmica en animada charla de -supongo- sexo y literatura. A mí me devoró la
noche.
13 de marzo de
1992, mi cumpleaños treinta y dos. La tina de la “casa grande” rebalsaba de
cerveza. Nos visitaban amigos canadienses, asistió multitud. Jorge llegó con su
inseparable Mike, otro personaje cochabambino. Vivía en el Frutillar, arriba,
casi en la falda del cerro y contaba su paso por el ejército israelí. Nada más
disímil que estos dos. El flaco y desgarbado Jorge, con infaltable Marlboro en
la mano y el fortachón Mike, vistiendo una camisa de medida menor a la que
correspondía, de pelo en pecho y botones escapándose. En los cafés, alguna vez
en el Prado, caminando por la Colón o sentados en ese sutil aislamiento que da
la plaza Constitución, muy cerca de la casa de Jorge en la Salamanca, siempre
juntos.
Trece de marzo.
Música; baile. Como una chispa, porque parecía escena de otro mundo, Jenny y
Jorge bailando London’s Burning, de los Clash (All across the town, all
across the night/Everybody’s driving with full headlights/Black or white turn
it on, face the new religion/Everybody’s sitting around watching television!),
con una soltura que no correspondía al lugar dónde estábamos y que en medio de
la borrachera nos hacía ilusión de taberna inglesa. Con el cigarro en la boca,
brazo izquierdo arriba, luego el otro y el entrechocar intermitente de sus
palmas, como un platillo del más allá. Aquella noche Jorge terminó tirado sobre
el pasto del patio de atrás, cuando ya el rocío cubría el verde oscuro. Con
Omar lo levantamos, llevamos a la cocina, y tomando café vimos amanecer.
“Los sin Dios
como yo”, escribí en uno de mis Cuadernos de Norteamérica que publicaba
Opinión. Has barrido, dijo Jorge Zabala, de un manotazo toda la religión. Fue
en ese momento que le conté que retornábamos a los Estados Unidos, que no había
manera de sobrevivir con decencia en Cochabamba, que mi hija necesitaba futuro.
No existen los para siempre, lo aprendí entonces, pero sí los cortos veranos de
anarquía como aquel, asociado indisoluble a la memoria de Jorge y un pequeño
grupo. Quedan varias fotos y un retrato suyo, de dos que pintó Jenny, y que
comentándolo -ya que colgaba y todavía cuelga de la pared de casa- una amiga
mexicana en Denver decía que parecía el de un “condenado”.
Vive Jorge. Me
mira en la todavía penumbra de las cinco de la mañana, desde el muro, sentado
en la silla de casa, con la ventana de casa, las cortinas de casa, todo lo
íntimo, lo inmortal, inolvidable, querido.
11/03/14
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Publicado en
Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 16/03/2014
Imagen: Jorge
Zabala por Jenny Gubrud, Cochabamba, 1991
en efecto. aunque ya cité que Igor Quiroga había escrito que cada ciudad tiene sus duendes...he pensado que uno de ellos fue Jorge Zabala. amigo de tantos años, víctima, como muchos de los paramilitares Alarcón, infaltable al café donde podía quedarse muchas horas, mientras uno tenía que correr que a la radio, que a la oficina, a la vuelta todavía estaba allí en "Los Escudos" o en "El Dumbo de la Heroínas" todo el 1991 que hice televisión en C13, y que a Jorge, le gustaba comentar...hoy has entrevistado a fulano, pero no le has hecho la pregunta que le hubiese sacado roncha, me entregó sus dos libros modestísimos, uno con algunos poemas y crónicas breves de su participación en partidas de tennis, otro de sus tiempos en Inglaterra. cuando pretendía profundizar en detalles de sus viajes, de sus vivencias, salía por peteneras y yo quedaba con las preguntas a flor de labios...siempre cordial, jamás me llamó por mi nombre, siempre por el apellido...secretamente, en estos 30 años que peregrino por la llajta, quería introducirme en la intimidad de Jorge, más como dice Ramoncito, "los cerebros con un hueco son insonsables, aunque el espíritu fluya por él...y si ha muerto, perseguiré al duende, cuando deambule de nuevo por plazas y cafés, en la secreta esperanza de reanudar el diálogo interrumpido y volver a la carga con mis preguntas...
ReplyDeleteGracias, Mauricio.
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