Cierta vez, lo
leí hace décadas en Siete Días Ilustrados, revista que creo ya no existe, Jorge
Luis Borges visitaba Texas, los Estados Unidos que tanto amaba, y comentaba
acerca de la diferente percepción que de la policía tenían norteamericanos y
sudamericanos. Mientras en el norte esta institución se miraba como protectora,
al sur se la temía y despreciaba como a enemiga. Claro que hay que anotar que
Borges hablaba de una Norteamérica ideal conociéndose entonces el drama de los
derechos civiles y la situación de la gente negra.
La Policía
norteamericana, así en mayúsculas porque se ha unificado en el país ante los
hechos, presenta números engañosos de a cuantas personas sus oficiales han matado en los
últimos quince años; por supuesto hay una mayoría de blancos. Lo que no dice es
el porcentaje que ellos representan dado que los “de color”, incluidos latinos,
son muchos menos que los otros.
El golpe a la
soberbia policial ha sido brutal. De pronto los corderos se han negado al
sacrificio. Como cabía de esperarse, los medios victimizaron a los uniformados;
la cobertura ha sido mayor que la dispuesta para los jóvenes negros asesinados,
eso sin considerar quiénes eran ni qué hacían, porque en el caso de aquel que
estaba en el auto con una mujer y una niña, sale a luz ahora que fue parado por
la policía no menos de 52 veces en un largo período de tiempo. 52 puede ser un
número que descubre aficiones criminales en un individuo, pero no es ese el
tema de discusión que, además, tiene muy amplio espectro.
Una periodista de
CNN tuvo la desfachatez de derramar lágrimas en su programa de la tarde. ¿Dónde
está la objetividad? Estamos discutiendo un problema racial en primera
instancia, y uno social en sus secuelas. Que no todo lo que la policía en USA
hace es malo, seguro, pero tampoco se puede reducir a la historia de los
“buenos” martirizados por los “malos”, Caín y Abel. Eso no cabe, ni siquiera en
el drama de septiembre 11 y las torres gemelas. La historia tiene dos caras, o
varias.
Esta vez no fue
un ataque terrorista contra gente civil, desarmada, presumiblemente inocente.
No. Este Micah Johnson, soldado negro condecorado en guerra, se enfrentó a la
policía en términos de igualdad a medias: era uno contra todos. Y dio sus
razones mientras dialogaban con él antes de hacerlo saltar con una bomba. Enemigo
al que no se debía dejar con vida. Su declaración hubiese avivado el viejo
drama nacional de discriminación y odio racial. Mejor dejarlo como un enfermo
(así lo calificó Obama), un desquiciado que quiso alterar el orden del paraíso,
un edén que míster Trump no desea y que aspira convertir en infierno para los
menos, las minorías, y un imperio despótico para los más.
Duro decirlo,
pero la policía recibió lo que merece. No se puede abusar sin límites a nadie;
menos señalar a grupos específicos, ponerlos de blanco. Quizá la muerte de
estos policías y del atacante sirva para reanimar un diálogo que pareció
posible y que se aleja más y más. La desconfianza y el miedo crecen en los
Estados Unidos, avivados por gente como Trump. Los déspotas pescan con holgura
en el temor.
Y el asunto de
las armas… la interminable discusión acerca de cómo es posible que haya más
armas de fuego en manos de civiles que habitantes en un país. La base es el
miedo, otra vez, fomentado, avivado, propagandizado desde que el norteamericano
es pequeño en el jardín de infantes. Miedo a todo, al vecino, al otro, al
futuro, a lo desconocido. Pánico a la muerte. El que no tiene temores no
necesita andar armado, regla bien simple.
Los Estados
Unidos son un país asustado. Receta ideal para la violencia.
11/07/16
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 12/07/2016
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