Avenida Siles, la
última de la ciudad. Al lado izquierdo la Coronilla, el campo de batalla,
Belgrano que pregunta eternamente que dónde están las mujeres de Cochabamba.
Todas muertas, general, enterradas en el campo del honor. Dicen que sus huesos,
unos huesos, encontrados al pie de la colina se exhiben en la iglesia de san
Antonio. Siempre que voy está cerrada. Aprovecho entonces para cambiar dólares
en la esquina. Un individuo mea un chorro verdoso al costado de un gran
basurero… verde. Las enceradas mandarinas brillan; opacas las chirimoyas. Un
huayño cuartelario resuena por los pasillos de las artesanías. Busco tejidos,
awayus, aksus, busco las rutas perdidas de Calamarca y Pacajes, sin éxito. Se
las llevaron los gringos.
Avenida Siles, la
última de la ciudad. Al otro lado de la Coronilla, el cementerio. Soñé alguna
vez enterrarme en el árido brezal. Da el sol, y si se puede salir del nicho
cuando no hay gente, sentarse a leer, mirar a los chiwalos con granos de molle
en los picos, habrá valido la pena morir.
Avenida Siles;
siguiéndola se llega al aeropuerto. ¿Qué más que el cementerio y el aeropuerto
para marcar los límites de una ciudad? Eso era antes, la pericia andina del
comercio ha avasallado los límites. Hong Kong del sur, Macao, sin puerto, ni
agua, ni esperanza de cambio. Vaivén del dinero, péndulo.
Pollos a la
brasa. El dueño coreano parece que tiene los ojos cerrados, que duerme, que no
ve, pero no se le escapa nada a esa visión de submarino, de periscopio
horizontal, paciente, ambicioso, implacable. Devedés, de todo lo imaginable. De
los clásicos porno de la Cicciolina, magnate esposa de Jeff Koons ahora, fuera
de la verga y de la imitación de orgasmo, a hilarantes aberraciones de Álex de
la Iglesia. Brillantes chanchitos en barro cocido, con una ranura en el lomo.
Los recuerdo cuando nos los regalaban, incitando al ahorro. Recuerdo de cuánto
costaba matarlos, romperlos para juntar las monedas. Entonces hasta el barro
tenía nombre y misterio. Hasta el barro tenía amor.
Obviemos el
tráfago del presente. Vayamos cuarenta años hacia atrás. Cochabamba, segunda
ciudad del país, villa somnolienta y caduca. Los viejos comentan, cuando por
algún evento pasamos por la Siles rumbo a uno de sus marcantes hitos. La combi
Volkswagen de color verde claro, la camioneta Chevrolet, roja, 1951, el
Brasilia azul, que nos trasladaron por los años, cualquiera de ellos, de un
lado a otro, ajenos o solidarios con lo que pasaba, alegraba, atormentaba.
Comentaban los viejos que aquella era La Perla, el único -o connotado- lupanar
de la ciudad. Mito. Una casa de por sí no llamativa, de dos pisos, donde jamás
se veía a alguien. Con el mismo aspecto desértico del cerro enfrente, hediondo
por las aguas servidas que corrían por la Serpiente Negra, en las cercanías,
encima de un promontorio desde el cual bajaba la antigua ciudad, la del
conquistador Jerónimo de Osorio, que eligió mal lugar para sentar vivienda.
Cochabamba se
infló. La ponzoña del progreso subió por las colinas, se adentró en los
espinosos matorrales; no hubo tierra que no se violentara. Así se destrozó la
niñez, desde lo externo, presionando para que el mundo ilusorio se convirtiese
en mercantil. Poco a poco nos fuimos haciendo hombres, o deshaciéndonos quién
sabe.
En las esquinas
de la plaza de la cárcel, debajo de balcones que fueran coloniales, la fritura
de tripas colma el ambiente. Olor y sonido. Tripas con picante, tripas con
chorrillana. Llanterías que abren la noche entera, veinticuatro horas. La casa
de la Siles se ilumina. La totalidad de las luces se enciende, pero hay
cortinas que si bien anuncian presencia no muestran cuerpos. Por espacio de
unas horas llegarán autos, o borrachos insomnes querrán otra cerveza, la
última, en un ambiente que apesta a sudor de culo mezclado con 4711, el perfume
de moda.
A pesar de eso,
atrae. Año tras año, imaginando que un día se develará el misterio.
Y ocurre, una
vez, no otra, en un lugar y tiempo del que no puedo acordarme. Habría alcohol
en las venas, y cargados veinte años de ganas. El jeep UAZ ruso de Chino, casi
antediluviano, visita el vicio de la ciudad que finge dormir. Meticulosamente
inspeccionamos las ratoneras de la ya urbe, congeniamos con putas cariocas de
piel de negro neón. Bailamos -mal- salsa, ritmo demasiado rápido para nuestra
cadencia andina. Everybody salsa.
La avenida Siles
no tiene más esa aura metafísica de los límites. Ha sido engullida por el
pequeño Leviatán. Pero incluso así sigue territorio vedado para nosotros.
Territorio apache de guerras clandestinas, innobles e intrascendentes, aunque
no hay guerra noble. Hasta que la cornamenta del UAZ se dirige hacia allí, a
confrontar los miedos y los deseos de una infancia reprimida.
¿Lujo? Ninguno.
Una vivienda común alquilada para casa de putas. Muchachas parias del oriente
boliviano, de ojos achinados por la herencia indígena chistan para llamar la
atención. Alguna panameña, pocas sudamericanas, chilenas de duro acento y largo
aliento. Nos sentamos. La mesa de fórmica está pegajosa. Ni quien la limpie. Un
par de mozos con paletós guindos no presta atención. Hasta que les regalamos
diez pesos. Traen cerveza e informan de las putas. Cada cual elogia a la que
será su amiga. Tendrán comisión por coito. A las mujeres, a cada entrada, la
patrona, detrás del mostrador, les entrega una pulsera de plástico de colores,
para contabilizar el sexo como ábacos brutales.
Arrechos pero pobres.
Uno se anima, luego el otro. Los demás se ahogan en trago, crían legañas,
bostezan. Con tanta luz no se sabe si afuera ya amaneció o permanece noche. El
ruido de automóviles da cuenta que hay vuelos tempranos en el aeroparque.
Cansinos motores de camión grande, Scanias o Volvos suecos, van y vienen del
sur. Traen maíz y los aguateros llevan agua. Hacia Pucara grande y Pucara chica.
Hacia La Maica, La Chimba, Itocta.
De burdo a triste
se ha tornado el ambiente. Sin dinero la cerveza se recalienta pero se la
conserva para continuar. Además no vamos a dejar a los amigos solos. Y nada que
hacer si el chofer “hace pieza” en el momento. Estamos condenados a una espera
mortecina, porque ya ni las putas se acercan oliendo miseria. Dormitan en
sillones. Nosotros en incómodas sillas recubiertas de plástico imitación de
mármol. El placer, que dicen habita aquí, se arrastra moribundo por el piso
bañado de inmundicia. Las mujeres que se venden son bellas porque atentan
contra lo establecido, creemos. Las peripecias y el drama de la prostitución
nos son ajenos. Pero hasta las bellas han perdido compostura. Se agolpan en los
rincones, se acurrucan, a una se le escapa una teta, del pezón cae una lágrima.
Grosz, George Grosz.
Chino enciende el
motor del jeep ruso. El alba recorta la Coronilla y la convierte en sombra.
Parece el penacho del Cristo redentor. Cuenta que una de las “chiquillas”,
término chileno usado para el gremio de las putas, siendo ella originaria de
aquel sector, le pidió que la acompañase. A pesar de ser un hombre frío sintió
el cosquilleo de la aplastante bragueta. Subieron las gradas, atravesaron una
explanada que hacía de balcón, a un cuartucho de puertas abiertas. “El cuarto
de la sirvienta”, pensó. Era el baño. Imaginó, hablamos todo en fracciones de
segundo, que apuntaba a sexo gratis. “Agárrame la mano”, dijo ella. Él se la
ajustó. Ella con la otra bajó el calzón con rapidez, se sentó, y se puso a
defecar. La noche cochabambina afuera anunciaba, por su frescura, esplendorosa
mañana. Ya se estarían cocinando las salteñas, dorándolas con clara de huevo.
01/07/14
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Publicado en MADRID-COCHABAMBA, cartografía del desastre (Editorial 3600, La Paz, Bolivia, 2015; Lupercalia Ediciones, Madrid, España, 2016)
Imagen: George Grosz
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Publicado en MADRID-COCHABAMBA, cartografía del desastre (Editorial 3600, La Paz, Bolivia, 2015; Lupercalia Ediciones, Madrid, España, 2016)
Imagen: George Grosz
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