¿Cuáles eran las
estaciones del ferrobús Cochabamba-Oruro? En Orcoma se me perdió un culo. Lo
lloré, no podía menos; me había estrenado en un muladar que se decía
alojamiento, de sábanas amarillentas y cortinas de plástico. La cama chirriaba
mientras el amante sudaba la inexperiencia que es como hielo febril.
La luz de la tarde
calentaba el plástico floreado que impedía que nos vieran. Segundo piso.
Tomaron los carnets de identidad y los retuvieron para los paseos diarios de la
policía en busca de coima. Total, desnudos, no necesitaríamos otra identidad
que los sexos. Abierto el tuyo, renegro, brilloso como estopa; duro y
estilizado para colgarle una bandera patria, el mío. Ahí nos encontramos. Y
claro, nombre tenías, y lindo, y te quería, cómo no, no solo por las grandes
tetas más blancas que yo sino porque sonreías y acusabas este lecho inesperado
a la anarquía.
Orcoma. Dice el
poeta Homero Carvalho que en el ferrobús se comía y bebía. De lujo, coche
comedor. Eucaliptos que señalara un explorador francés, de verde oscuro, de
petróleo, alargadas hojas y aroma por kilómetros. Ríos pedregosos.
Aguascalientes. Arque. Te me perdiste en Orcoma. Tenían tus padres tierras por
ahí que se escurrieron a la reforma agraria. Te llamo culo porque no podría
llamarte amor, pero culo es palabra igual de bella, dulce, apretada como tango
antiguo, con calzas negras, y hasta verdes recordando al gran Tirso. Calzas y
nada más. La hacienda en ruinas de Orcoma conservaba un machihembrado donde
bailabas con medias dices que eran inglesas siendo chinas pero no importa.
Mi culo, mi amor;
en Bataille te diría que te amo en la tormenta pero aquí no llueve y tengo que
conformarme en bañarnos en el esmirriado arroyo rodeados de cerros rojos. Te
hago el amor, tenemos sexo con un preservativo a medio poner porque hasta para
eso se necesita habilidad. Déjalo, que si un hijo de ti viene lo llamaré Orcoma
y aunque desaparezcas, Orcoma. En ese lugar descendías del tren para comprar
mote tostado.
Ya no te vi. Ni
comí tostado. Gritó el guarda que nos íbamos y no tuve huevos para bajar. Ni
siquiera mediodía. Los indios siguen taciturnos hacia el cultivo. Entre tanto
eucalipto, un sauce llorón, dos molles. Fatídico: árboles, aguas, tardes, Oruro
que asoma y escupe tristeza de api morado. Hotel con pulgas, voceros del tren:
Villazón, Villazón… Al sur, Argentina. Salgo. Ordeno café bien negro, un trozo
de queso de cabra, el pan que de diámetro tiene diez centímetros y manchas de
horno de adobe.
Fácil sería
contar que me alejé, que en la estiba, en el dolor del cuerpo, olvidé. No, no
hubo épica. Un retorno indecente, cobarde, vencido, a refugiarme en las sábanas
limpias de casa y llorar en chicha el oprobio de sentirme insultado. De qué, si
no supe conservar esos pezones rosa que reemplazaban mis pupilas. Te fuiste en
Orcoma porque conocías el pueblo, abundaban comadres, humeaban humintas de
chala con semillas de anís y las parras se llenaban de polvo blanco.
Para ofrecer,
aparte de retórica, nada. Banderas negras que se arrastraron sin gloria. Podría
decir tu nombre, hasta el número del C.I. conservo. No, en Orcoma perdí un
culo, el culo amado que no es cualquiera, reverenciado, hecho hostia religiosa,
sacerdote, fraile, virgen, Urkupiña, dolorosa. Escondido en calzones que
flotaban en el viento del valle.
Aq'allantus.
Nostalgia que asoma
en tango. En el día del pavo en una Norteamérica ruidosa. Un merlot pinta las
tres, un shiraz lo hará a las cuatro. Entonces contaré mis dedos que no
alcanzarán para enumerar las pérdidas. Una, sí, la única en Orcoma.
23/11/17
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Publicado en PUÑO
Y LETRA (CORREO DEL SUR/Sucre), 18/12/2017
Imagen: Leonor Fini, 1938-39
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