Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Sucede que
a veces se están pensando tantas cosas, haciendo otras, imaginando más,
planificando después, que se hace difícil coordinar las ideas y salir con un
texto coherente, precioso, mejor…
Pues es una
de esas noches. Hoy hizo calor. En Colorado la temperatura puede subir o bajar
treinta grados con facilidad el mismo día, Fahrenheit; clima de desierto. Te
quemas en la arena; te congelas en ella.
Asombra la
cantidad de tierra en este país, en este estado para ser precisos. El llano
tiene eso, la inmensidad. Nosotros, montañeses, Observamos un panorama
estrecho, macizo pero estrecho. No hay sentido de infinitud, todo en nosotros
son finisterres, hitos que marcan fines y comienzos. Fronteras al fin.
Manejo por
las ciudades aledañas a Denver, muchas. Pequeña población, pero se extienden
hasta donde alcanza la vista. Y construyen. Y construyen, sin parar. En el
ladrillo está el barómetro de la economía. Y es México, en la presencia de sus
hijos, que acapara como casi cada gremio, este. Como jornalero o
subcontratista. Dueño al fin. Se dice que todos los mexicanos son mecánicos,
todos plomeros, albañiles. La pobreza es la mejor universidad técnica: el
hambre produce diplomas.
Las horas
continúan silenciosas y ajenas. Juegan
Argentina, Marruecos, México, Paraguay, Chile en el televisor. Desde Sumy, casi
en la frontera rusa, me avisan desde un bar-karaoke, que los hombres ucranianos
se caen de borrachos y gritan en días de fútbol. Espíritus pobres, almas
gregarias que no condicen con el aprendizaje de silencios, con cordura de
libros. Aúllan. Borges era drástico aunque en esto no lo comparto, y hablaba de
veintidós tarados corriendo detrás de una pelota. Viéndolo así es un absurdo.
¿Pero acaso vivir no es otro? ¿Otro absurdo? Pero está Garrincha, la poesía
hecha piernas, roscas, deformes, dispares.
Me sueno la
nariz con un pañuelo. Con el mismo que bailaría cueca si cueca hubiere. Leo
poemas en Facebook, de maestros y aprendices. Mucho de Benedetti, nada de
Celan. Mucho de Bukovski, nada de Saint John Perse. El espíritu gregario se
mueve incluso en los gustos, trata de uniformizar lo imposible, aunque,
contemplando las hordas del fascismo, quizá se lo haya logrado a veces, arrear
a los hombres como el flautista de Hamelin arreaba ratas. Y niños.
Me escribe
alguien desde un ateísmo recalcitrante. Le hablo de Nietzsche. No lo conoce ni
lo ha leído. Ni escuchado. El profeta del fin del mundo. Pero el mundo no
falleció, le sobrevivió y superó (eufemísticamente) el desastre. Al infierno de
Siria se le opone el edén de Noruega. Dejo los libros de lado y me ocupo de la
música, alguna cueca de Violeta Parra que habría que bailarla ebrio, porque
esas rondas son como ametralladoras que sí matan. Que lo diga ella, si no,
donde esté que ya no está.
Escribo
misceláneas cuando debiera escribir aforismos. Me gustaban los del maestro
Lichtenberg, los del profeta William Blake. Mi amigo Miguel (Sánchez-Ostiz)
está rescatando este antiguo género. La modernidad lo había enterrado, la globalización,
el hablar del escozor imaginado de piel que destacan los autores
latinoamericanos pajeros que nunca rozaron la vida. No se puede escribir desde
la comodidad de un sillón. A Proust se lo acepto, pero a ellos no. A qué va esa
opinión, a que hablo de temas al azar, resultado de impresiones más que
digresiones. Un aforismo necesita concentración, es una granada de mano. Tres,
cuatro, palabras, una frase, que dice un universo. El pueblo, el ser popular
como representación cultural colectiva, es bueno en ellos, y anónimo.
Creo que
comenzaré a llevar una agenda para ir tomando nota de posibles temas para
escribir columnas. No caer en este cuentagotas multicolor que queda como
ejercicio de escritura sin decir nada. Pero, así y todo, vale. La palabra es una
adarga que hay que mantener brillosa, filosa, hermosa.
26/03/19
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Publicado en
SÉPTIMO DÍA (EL DEBER), 31/03/2019
Imagen: Afiche de exhibición de Max Ernst en Poznán
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