Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El 2 de noviembre, en Amsterdam, en la esquina de las calles Linnaeusstraat y
Mauritskade, fue asesinado el cineasta holandés Theo van Gogh mientras manejaba
su bicicleta al trabajo. El asesino, un joven marroquí nacido en Holanda, le
disparó siete tiros y se acercó a él mientras van Gogh, herido, le decía que
podían "conversar al respecto". Luego lo degolló y le clavó un puñal
en el estómago con unos versos del Corán.
Algunos lo consideran acto de fe, de reivindicación religiosa, lavado de las
impurezas que ofenden a Alá, o a Mahoma, su profeta -a quien van Gogh calificó
de pedófilo por haberse matrimoniado con una niña de 9 años- cuando en realidad
es un llamado de reflexión y alerta. El fundamentalismo islámico crece a
velocidad, pregonando la enfermiza necesidad de convertir a todos o de
ahogarlos en su sangre infiel.
Francia ha tomado medidas censurando el uso de velos en escuelas públicas, acto
que en apariencia conlleva racismo pero que explica la urgencia de lidiar con
los fanáticos que, a pesar de vivir en una sociedad occidental, quieren recrear
el universo de injusticia en que crecieron, donde las mujeres cuentan solo para
procreación y goce masculino.
Frank Rich escribe sobre Estados Unidos en el Times acerca de la
"indecencia", tomando como punto de partida el momento en que Janet
Jackson desnuda su seno en público y causa un revuelo de magnitud inesperada,
en otra sociedad que corre apresurada a vivir (con doblez) en un mundo ideal
donde primen las enseñanzas sagradas y no haya lugar para
"inmorales". Con igual fanatismo que sus contrapartes islámicas, el
gobierno Bush lleva a sangre y fuego la bandera de la cruz donde los niños
"enemigos" que mueren en el conflicto son números de estadística.
Igual a los imanes o sacerdotes, los ministros del gobierno norteamericano
censuran incluso los programas infantiles; la esposa del vicepresidente Cheney
hace quemar 300.000 impresos educativos por considerarlos ofensivos, siendo que
ella no cuenta con posición oficial que la avale para ello. Quemaría también a
Thomas Mann y a Ernst Töller, como Goebbels, si los hubiese leído.
El mundo se inclina de nuevo, extrañamente con el avance tecnológico, hacia las
religiones. Quizá signifique el descenso que antecede a la muerte, donde el
hombre ha perdido en nombre de intereses económicos, religiosos o políticos, su
instinto por sobrevivir. Una sugerencia, peligrosa en su contenido, conflictiva
y controversial, sería poner a estos santurrones que predican cualquier libro
dudoso, cristianos e hinduistas, budistas y musulmanes, a trabajar en
actividades productivas y vetarles la posibilidad que de sus bocas salga verbo
inmundo.
La muerte del polémico Theo van Gogh, descendiente del hermano del pintor, va a
transformar los pilares de una sociedad que se preciaba de ser posiblemente la
más liberal del mundo. El multiculturalismo y la incomprensión de las partes
parecen ser escollo insalvable para una convivencia secular. Se asesinó a van
Gogh por haber filmado, con guión de la parlamentaria holandesa de origen
somalí Ayaan Hirsi Ali, un documental de 11 minutos -Sumisión- sobre la
mutilación sexual de las mujeres en el Islam, desnudando la mentira que predica
mientras preserva un sistema de tormento.
El número 422 de la videoteca personal que me rodea, esconde una bellísima
película de Theo van Gogh (1-900), director ignorado por las guías
norteamericanas de cine tal vez por su ofensiva manera de percibir las cosas,
lo que hace sospechar rastros religiosos incluso en el amplio universo de la
cinematografía. 1-900 trata de una llamada pagada, de tipo sexual, donde un
arquitecto contacta a una mujer para fantasear con ella. Se inicia una
relación, llamadas semanales, un mundo de intensidad, masturbación y compañía a
través de la línea. Imaginario que quedará roto cuando el individuo intente
averiguar más de su interlocutora; un atisbo de posesión destruye el sueño.
Fuera de la moraleja o el cinismo que Theo van Gogh quiso imprimir en la cinta,
pienso en el lenguaje, en la desfachatez física e imagino a los representantes
de Dios aullando "blasfemia", "herejía", contra este
talento que vapuleó la malignidad de su rabia.
Ian Buruma, en el New Yorker, retrata a Theo van Gogh como "gordo, rubio,
absurdamente generoso hacia sus amigos e implacable con los enemigos, idólatra
de Roman Polanski, realizador talentoso que nunca tuvo la paciencia suficiente
para producir una obra maestra, gran fumador, consumidor de cocaína y vinos
finos, columnista de cierto estilo y sorprendente vulgaridad, padre amoroso,
baboso adorado por muchas mujeres, provocador y hombre de principios".
09/02/2004
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Publicado en
Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), febrero, 2004
Imagen: Retrato de Theo van Gogh
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