Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Amenaza lluvia. Los picos nevados de las Rocosas velan desde lejos la llanura. Los animales salvajes olisquean el agua y brincan. Miro por la ventana cómo se mueve la naturaleza alrededor. Yo muevo los dedos, no ajeno a lo que suceda afuera, pero atrapado por tantas cosas que quisiera escribir, leer, mientras el tiempo que es tan breve como el movimiento de dos agujas de reloj dice de la imposibilidad de aprehenderlo todo, de domeñar los sueños de grandeza y aceptar esta sencillez no muy desnuda ni muy triste.
Mikis Theodorakis toca acerca del pequeño viento del norte, épico como es él, sentimental y furioso, suave y terrible como los anarquistas griegos que conocí en París, en la juventud. Hermosos ellos, hombres y mujeres, de cejas profundas y oscuras, de pupilas confundidas con el café. Salud, chocaban las tazas, y hablábamos de la revolución mundial en la Internacional Anarquista de 1986. Se vilipendiaba el régimen castrista, los búlgaros ancianos contaban de las atrocidades del rodillo soviético, Alain Labrousse, ya entonces, presentaba “Coca-cocaína”, y los aguerridos omoristas de Japón hacían diagramas de bombas incendiarias.
Era París y París sin amor, sin dolor, desvirtuaba a Chagall y a Pascin. Era un precio a pagar y cargaba la fantasía de la muerte. Los espectros de Chaïm Soutine y de Amedeo Modigliani caminaban por Montparnasse, o creí ser ellos, cuando en el tiempo del hambre, baguettes, un trozo de gruyère y un litro de leche hacían las delicias culinarias del centro del universo. Leía Madame Putifar, del licántropo, Petrus Borel. Y Max Jacob, y Marcel Schwob en la Bibliothèque Nationale, con los ojos rojos de no dormir, con la dureza que uno de macho y de iracundo enfrenta. Era entonces París, y Léo Ferré cantaba para nosotros en las soledades obreras de Ménilmontant.
Entra brisa fría por la ventana. Espío a la vecina, francesa vieja, en su andador, desafiando el destino y las incomodidades de un cuerpo ya acabado. Y pienso, ya que hablé de machos, de valor, valentía, coraje, si tendré yo la entereza de largarme a la calle en andador cuando me toque. Me hubiera gustado más romperme el culo en el Madrid de no pasarán, pero hay que ser realistas, que tengo una taza de cocoa caliente que mi brasilera mujer me trae, que el despertador marca las tres y media de la tarde, que tengo cuatro libros de animación japonesa, Usagi Yojimbo (uno con intro de Alejandro Jodorowsky), para leer, que me preocupa cuántos dólares quedan en mi tarjeta telefónica porque no quiero dejar de llamar a Bolivia, de escuchar en las ondas el sonido del descalabro, de la irracionalidad amada y dolorosa.
Mientras escribo, mis Itunes van de Grecia a Francia, a Rumania con la música de los rom con quienes preferiría estar ahora, en el éxtasis del baile y el alcohol, mirando mis pies y no el viento que corre por las calles con la siempre amenaza de un tornado que es el fenómeno más hermoso y que me evade año tras año. Los veo irse, tubos de tormenta que se pierden al este, hacia los llanos cheyennes donde la tierra no tiene fin. Ni la invocación los llama, ni el Necronomicón llamó a demonio alguno cuando lo necesité. Los gitanos bailan “Tutti Frutti” en las tumbas del recuerdo.
Kalinka.
Tengo el Facebook abierto, anoticiándome de los desmanes del poder, y añoro mi casa, la modestia de estar solo con mi esposa, ella en su Facebook en el otro cuarto, mientras nos une el ritmo y viajamos en los trenes del aire por Tambov y Paratí, por este espacio diverso e inalcanzable, con una muñequita vudú de Louisiana que sin duda trajo embrujos y se burla desde la pared de la mojigatería melancólica que llegó en las gotas de lluvia.
Busco en la música a mi madre, por los derroteros tan antiguos y nunca olvidados de Santiago del Estero, donde moran los quechuistas. Zamba y chacarera, y vino en jarra. La busco en las arboladas callejas de Córdoba, en la inundación del Paraná, desde Santa Fe a Entre Ríos, por los tristes villorrios de Güemes y Tartagal, persiguiéndola hasta el Bermejo con miedo de que cruce sin mí. Cañaverales y platanales, naranjales del norte, Famaillá y Manogasta. Y de pronto me doy cuenta de que nunca se fue, de que en esta geografía simple mía y sin embargo tan intensa, ambos nos burlamos de la muerte y que todavía en el Once, Buenos Aires, o en Ituzaingó y plaza San Martín, ella nunca ha de encontrarnos porque no sabrá quién es quién, cuál es cuál.
La López Pereira.
Busco a mi padre ahora que el cielo crepuscula y pesa como dos bolsas de cemento sobre mí, en la hombría trabajadora de encontrarse uno mismo donde más duro nos toque. La alegría de vencer la mortificación, el abandono de todo, padres, casa, comida, cama, y mesa de noche con agua para demostrarnos que igual lo haríamos, así las circunstancias fuesen otras. Lo busco en mi pensamiento de Cochabamba, de tanto polvo que comimos por los caminos rurales, atesorando gracias a su amor por aquel rincón de mundo, la Bolivia íntima que jamás nos dejó, mestiza y profana.
Una de mis hijas descubre el inmenso Canadá. Me informó que viajaba, que luego pasaría nueve días cerca de Lisboa, Portugal. La menor salió con amigas, a hablar de agricultura sostenida, a afirmar su negación de comer cadáveres y buscar la proteína en cosas que provienen de vida. Diferentes a mí que, aunque lúcido, siento a veces que la muerte podría correr conmigo como hermana gemela en la borrasca de la ira. William Blake: los tigres de la ira son más sabios que los caballos del placer. Tal vez.
La chacarera reza “pero lo que vos me hiciste, prenda, en mi alma perdura”. Debiéramos preguntarnos qué hicimos nosotros y que quizá la “prenda” tiene razón en agarrarnos de los huevos. El día muere en la noche, la noche muere en el día, pero mi amor por ti no morirá jamás, jamás, jamás. No lo digo yo, lo dice la zamba.
Jamás.
12/06/2011
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Imagen: Foto de Rafaela, Santa Fe
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