Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La infancia fue feliz. En el viejo Volkswagen íbamos cada fin de semana al
campo. Mamá y papá fueron grandes caminadores, y así salimos todos. Recuerdo el
ejemplo que siempre mencionaba Joaquín, mi padre, acerca de cuántos kilómetros
al día caminaba un soldado del ejército japonés, algo como los campeones del
mundo, por decirlo. Lo emulamos, en la medida de las posibilidades y, en tal
entrenamiento samurai, conocimos de memoria el valle cochabambino;
exhaustivamente el valle bajo, y en menor grado el alto. Hoy, la invocación de
cualquiera de esos nombres de pueblo o región asocia tantas imágenes, olores,
sabores, que trae la sonrisa de mi madre en medio del aroma de retamas, y el
vozarrón de mi padre con el rumor del cascajo de los ríos en avenida.
Tiquipaya, Pairumani, Suticollo… la explicación del origen aymara de esta
tierra a donde llegaron los quechuas en explosión de dominio. Aunque nebuloso
es el pasado, y peor la historia cuando no ha sido escrita, buscamos con afán
de exploradores el camino más antiguo del lugar, por donde habían invadido los
incas: el Tupuyán. Para ello tuvimos que subir a la falda de la montaña, buscar
en las inmediaciones de Liriuni, imaginando la bajada por las empinadas
quebradas que suben hacia Morochata. Luego, hacia el oeste, inclinándonos por
Anocaraire y la ancha apertura del río de La Llave. Esa quebrada es con mucho
más suave. Años después, con amigos, reeditamos el anciano viaje; lo había
hecho mi padre en la década del cuarenta, a pie, por herraduras, desde
Cochabamba hasta Independencia o Palca. Nosotros fuimos escasos, con la ruta
trepando por la vertiente izquierda del río, atravesando tres apachetas, hasta
vislumbrar desde la cumbre, a lo lejos, la ansiada Morochata. La idea era
seguir: Yayani, Chinchiri, Independencia, Sanipaya, a la tierra de los orígenes
de mi abuela paterna. La chicha lo impidió. Nos pusimos a jugar rayuela con los
hombres del pueblo y terminamos vomitando el gentil alojamiento que las
monjitas nos cedieron. Al día siguiente nos expulsaron; justifico el por qué.
Buscamos el mítico camino, alegres como niños que éramos. Y, según noticias que
los progenitores reunieran, decidimos que una polvosa senda, que la lógica
indicaba como mejor para quien viniera del Ande, era el Tupuyán. Lo habíamos
hallado y nada que yo recuerde, me impresionó más: con él venían hordas de
guerreros con pectorales de oro, plumas ofrendadas en el Cuzco desde las
vírgenes selvas del oriente. Venía de leer a Homero; tenía nueve años, y en el
instante, sumadas a la memoria de Héctor, Aquiles, Menelao, Paris, Ayax
Telamonio, Diómedes, acariciaba figuras más cercanas, hombres de tez cetrina,
altos porque yo era pequeño, en disciplinada fila, hacia la lujuria del maíz.
No existían muros como los de Ilión, pero sí maraña de molles, un valle
extendido sin fin, arbolado, oloroso, soleado y bucólico. El Tupuyán llevaba a
los guerreros a domeñar su ira. Estos eran terrenos para recostarse y soñar.
El Tupuyán, nada antes que él de la herencia quechua, habrá sido ya destruido.
Escucho camiones de coca que no veo, precursores, ácidos, lavadoras para la
nueva sofisticación casera de la droga. He sabido que el verde, más verde que
el de Llewellyn, se esfuma. Los eucaliptos que trajo España hierven en hornos
para siempre. A nadie le interesa saber por dónde arribaron las huestes de
Túpac Yupanqui. La paradoja actual se debate entre el rescate del ancestro y la
globalización brutal que conlleva el narcotráfico. Si pregunto hoy ¿Tupuyán?,
pensarán que me burlo. Pero nosotros lo hemos visto, borroso, casi invisible, y
hemos seguido su huella por donde nos llevara, por la Paucarpata que subyugó al
cronista Polo de Ondegardo, por El Paso, y en cada rincón de lo se ha hecho
pretérito.
Tal vez mi generación fue el último nexo colonial. Perdimos los idiomas
originales que todavía hablaban los padres, resultado de la crianza en manos de
niñeras indígenas. Pérdida que carga en sí no necesariamente el olvido del
lugar del que venimos, pero alejamiento. La abuela Neptalí, crecida en los
tremendos paraísos de Ayopaya e Inquisivi, hablaba, aparte del castellano,
aymara y quechua. Mi padre heredó el quechua en las casas solariegas que
habitó, con criados y sirvientes. Nosotros, urbanos, nacidos después del 52,
solemos comunicarnos en español, hemos cortado el vínculo con los que todavía
están, desde siempre, allí. Sentirme proficiente en inglés y francés no quita
la pena de no haber aprovechado unas lecciones de mi padre en la nativa lengua.
Arqueología familiar, y arqueología aficionada en familia. Muchísimo antes de
que los silos de Cotapachi se hicieran famosos, detrás de la colina de Cota,
sitio de la aparición de una virgen, la de Urkupiña, extrañamente en un lugar
que sin duda fue sagrado por su potencial agrícola, ya buscamos en la infancia
las ruinas. La referencia venía de un tío, Antonio Iriarte, erudito en asuntos
precolombinos y rescatista de tesoros. Entonces había, en las márgenes de un
río putrefacto, un cuartel militar. Horas de dictadura. Preguntamos si sabían
algo al respecto y ni soldados ni oficiales tenían idea. Caminamos al borde de
la laguna y buscamos entre los cerros, plenos de espinosos arbustos y áridos.
Al fin, en un descanso, aparecieron las bases redondas de lo que había sido un
granero incaico en tiempos de Huayna Cápac. Estaban ocultos, y había muchos,
ninguno que se elevara más que la base de piedra que alguna vez los sustentara.
Movíamos las plantas con cuidado porque el lugar estaba infestado de víboras
con dos tonalidades de café, de cabeza triangular, venenosas. Hacían reminiscencia
a las temidas copperhead de Norteamérica; quizá fuesen una variedad. Mi hermano
Armando aplastó una, para llanto mío. Pero, el hecho de descubrir aquellos
monumentos derruidos, ignorados, fue suficiente para olvidarlo.
Nombres, vocablos aymaras, luego quechuas, después hispánicos, cada uno guarda
secretos que ya nadie puede dilucidar. Y a medida que avanza la cronología, el
rodillo de la desesperanza, la corrupción, la cocaína, irán hundiendo los
vestigios hasta donde ya no se los pueda encontrar.
Esto hablando de un pequeño sector del valle inmenso, a distancias no mayores a
veinte kilómetros alrededor. Porque en cruz, disparándonos hacia los cuatro
puntos cardinales, encontramos lo mismo, nombres que son invocación, ritual,
melancolía y demencia.
En Lequepalca, donde fungí por meses breves como administrador del proyecto
carretero Oruro-Confital, luego de la cena en grupo, y antes de acostarme en la
sala comunal donde dormíamos todos mientras no se construyera campamento, salía
a la noche oscura impresionante. Rodeaba los muros de su sombría iglesia, de
los nichos sobre tierra en el patio religioso; me sentaba en la explanada que
hacía de mercado en día de feria y sentía, no pensaba, el bullir de las sangres
escondidas. Alguna vez me escapé a cenar a Caracollo, o más lejos hasta
Patacamaya, a tomar ese profundo café concentrado que sirven en vasos de
aluminio, y comer un rebalsante asado con arroz y mixtura de tomate con
cebolla.
Contemplar a los achinados aymaras conversando en idioma asiático, ajeno a sus
vivencias. Beberme el café, y a medianoche, porque nunca cierran, “agarrar” un
camión de regreso a Lequepalca, escuchando las tontas o a veces atractivas
historias del chofer. Llegando, bajar por el lado derecho y quedarme solo, sin
ver a dos pasos, presintiendo la torre espectral a mis espaldas, los agujeros
del cerro -minas caseras de azufre- y la tierra roja del lugar que se extiende
hasta casi Oruro, hasta Paria, que en aymara quiere decir bermellón.
Combinar las palabras, las letras hasta pronunciar un nombre, parece, en la
penumbra invernal de Aurora, casi un hechizo primitivo, y yo en calzoncillos de
chamán iluminado, juego con ellos buscando el de dios, tal vez el mío.
2012
_____
Publicado
en La ciudad de Cochabamba vista a través de viajeros y cronistas.
Siglos XVI al XXI (Selección y prólogo de Mariano Baptista Gumucio),
11/2012
Texto incluido en el libro Crónicas de perro andante (2013),
coescrito con Roberto Navia Gabriel, La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra.
No comments:
Post a Comment