Claudio Ferrufino-Coqueugniot
De Michale
Boganim, vi anoche el documental Odessa…
Odessa! Un protagonista dice: “en Rusia hay una palabra: nostalgia”. He
visto La Habana casi en ruinas, aunque sus edificios coloniales brillan en
perfección, y no he sentido nostalgia. Será el calor, el trópico, la permanente
risa de la gente parlanchina. No sé. A pesar del mercado abierto con
memorabilia y libros que se puede hallar en las plazas de la ciudad vieja…
Conseguí, valga nombrarlo entre otras cosas, el Eisenstein de Viktor Shklovsky en añosa edición cubana. A pesar de
hacer el amor con mi mujer en camas donde lo harían Juan Ramón Jiménez y
Zenobia Camprubí, en el hermoso Vedado, bello y cayéndose, no había melancolía.
Había ron santiaguino, fuerte y aromático. Del balcón mirábamos la puerta de un
monstruoso edificio soviético enfrente con negros mayores jugando dominó.
En el
opulento aeropuerto de Istanbul comí algo delicioso. No lo anoté, vaya pena.
Era noche. Partimos hacia Odessa con la inolvidable imagen del puente iluminado
de rojo sobre el Bósforo. Al fin, luego de casi sesenta años, se me abría el
oriente europeo. La idea era avanzar al Caspio, al Baikal, al Amur luego de
cruzar los Urales, pero me detuve en la frontera rusa camino de Belgorod y
retrocedí a la Ucrania de los pesados sueños gogolianos, de la república de
tachankas (ametralladoras montadas sobre cualquier carromato) y tanto más.
El avión
sobrevoló una ciudad dormida, para nada iluminada como la urbe turca que
acababa de dejar. El aeropuerto de Odessa se me hizo modesto, en demasía. Para
colmo, mi maleta no llegó; la recuperaría al día siguiente. Me esperaba un
torpe y mal vestido taxista que el hotel Alarus había mandado. Tuvo que esperar
mientras yo dilucidaba, junto a una pareja extranjera, acerca de mi equipaje. Partimos.
La ciudad
de Isaak E. Babel; no lo podía creer. Todo oscuro; vi aguas que no podrían ser
todavía el mar Negro, árboles, agonizantes faroles. Llegamos al hotel. Esquina
concurrida de dos avenidas. Ni lo sabía, pero estaba en el extremo del barrio
de la Moldavanka, de Benia Krik y Froim Grach. En el documental de Boganim, los
nostálgicos emigrantes judíos en Brighton Beach, New York, y en Ashdod, Israel,
también al lado del mar, todavía hablaban de ello, de Mishka Yaponchik, sobre
cuya leyenda tejió Babel su Benia Krik. Comentaban en el siglo XXI historias de
los años de la guerra civil y anteriores. Babel le dio a esa ciudad, ya en sí
fantástica, un halo de magia e intriga. Sentados, decrépitos, con ropas venidas
del ayer y la pobreza que siempre aguarda a un inmigrante viejo. Reuniones de
expatriados, canciones entrelazadas a brindis con vodka. Que el Ejército Rojo,
que el Blanco, mientras la pantalla muestra grises tomas urbanas de una ciudad
casi muerta. Hasta las gradas del Potemkin vacías, tan opuestas a las
muchedumbres que observé, allí y a pies de la estatua de Ekaterina grande o del
gobernador Richelieu. La idea supongo es mostrar el estado de ánimo del que
tuvo que abandonar su tierra. Y abandonar Odessa no es tierra cualquiera sino
la hierba verde y extendida por calles y muros rotos. Perla sobre el océano
Euxino, el que trae barcas cargadas de peces y cuyas chimeneas exudan sabores fuertes
de remolacha y rodaballo. Caminé como por mi ciudad, en el sur. Calle tras
calle; penetré en los patios en cuyo derredor crecen mínimas aglomeraciones de
desvencijados conventillos. Vegetación, vegetación. Era octubre, cierto, cómo
será invernal.
Rodaba el
documental en el ecran de mi televisor plano. Persianas cerradas sumadas a la
penumbra que trae la lluvia de las dos tarde. Me pregunté que cómo era posible
que sintiese yo nostalgia por ese enclave del mar que enfrenta Crimea y la
costa rumana. Aludí al autor hebreo soviético. Culpa suya sería. En parte. Pero
creo, por encima de circunstancias literarias, que Odessa oferta un brebaje de
máquina del tiempo. Para decir que la prefiero a París, a la Roma de Marcela
Filippi. No tiene con qué competir ella con esas madres innegables y eternas,
pero si deseara poner una silla afuera de la puerta de casa para leer y que el
sol dore lo ya indorable, me quedaría con Odessa. Kiev y Jarkov son majestuosos,
históricos, monumentales y ni así. Soñaba anoche, después del filme, en tomar
un ferry hasta Varna, Bulgaria, navegar el delta del gran Danubio, desembarcar
en Moldavia o algún paso pescador de la Dobrujda o, hacia el otro lado, hasta
el kanato de Crimea, los cosacos del Don, el mar de Azov, el Kubán y Circasia, pero
siempre retornar a Odessa, llena de romanticismo, de melodías en yiddish que ni
Hitler ni el tiempo acabaron. Casi decir también que mi héroe es Benia Krik, y
que lo veo escondiéndose entre los entresijos de la villa laberíntica.
Hay un
parque en medio de la ciudad, al que entraba yo por la Preobrazhenskaya, con
restaurantes en la floresta urbana. Nada como tomar una cerveza helada allí,
oyendo el rumor no exagerado de las calles. Salir, escuchar cánticos de monjes
escondidos a la sombra de iglesias ortodoxas, entrar a mi restaurante favorito,
Kazán, y elegir de un nutrido menú de
delicias, extraños preparados de cordero. Camino, no hago más que caminar.
Visito a mi amado Babel en bronce, al atamán Holovaty, al busto de Khmelnytsky. Me siento en la famosa
escalinata, compro una medalla soviética al valor, estrella roja. El puerto
está activo. Esta vez no me hice a la mar; la próxima seguro, a oriente y
occidente, al sur, a Capadocia, Georgia y las vertientes del Cáucaso. Si
alcanza esta vida, bien, sino lo haré en la próxima, en la que no existe más
que en ilusión, pero no importa.
Los exiliados judíos odesitas se acurrucan frente al mar. Ni Atlántico ni
Mediterráneo son el mar Negro. Ni Nueva York ni Ashdod, la bella Odessa. Qué
importa que se descascare, que se vaya convirtiendo en polvo como una
premonición. Ese polvo es de oro, brilla como aquel de las estrellas
extinguidas que recitara Georg Trakl y rescatara Ferrufino-Coqueugniot para sus
propias nostalgias de exilio autoimpuesto.
Pienso en incluir a alguna mujer entre estas líneas pero decido que no.
Dejo a la bellísima Anastasia y sus largas piernas pensantes para otro rato.
Aunque, no miento, extraño su hombro en mi hombro en un banquito de la
Moldavanka donde la vida no pasa. Como no pasa Odessa para los que se fueron y
comen hamburguesas tristes en un boliche estilo David Hockney, muy lejos de
ella. No es que en el puerto de marras fueran ricos ni especiales, pero es que
lo propio es invalorable y si contiene hechizo, mejor. Yo me he enamorado de
unas calles silentes o que hablan en lenguas incomprensibles. No me interesa,
igual pregunto si esos peces negros vienen de la profundidad o de la
superficie, si los coloridos vegetales se preparan crudos o cocidos. Odessa
para mí es síntesis de tantas cosas. Villa ecléctica para el hombre ilustrado.
Tatuajes de piel y tatuajes del alma, según cantaba Romualdo Brito en
vallenato.
Invitaría a mis padres, a mi hermana Picha, a caminar desde el Alarus
hasta cerca del mercado, y en un boliche pequeñito y cercano tomar café con
leche con dulce repostería ucraniana. Vamos, ustedes y yo, que volamos
inmateriales por el Parque Griego, mientras saltan seres, que imagino son
peces, sobre las aguas que navegaría Heródoto.
29/09/2021
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Publicado en REVISTA NÓMADAS, 06/10/2021
Imágenes: 1. Centro de Odessa 2. Con el atamán Anton Holovaty
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