Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Percy
Sledge canta sobre el tierno amor. Un bus en el que vamos mi hermana Picha y yo
cruza Amarillo, atraviesa Abilene para luego adentrarse en la mítica montaña de
Kentucky. John Boorman dirigió un magnífico filme en los Apalaches; moonshine y
locura; vicio y localismo violento (Deliverance,
1972). ¿Por qué recordarlo? Manejamos con Omar por la East Colfax en domingo.
Tiene ese aire de abandono, sensación de senectud en un país todavía joven pero
harto de sangre. Nos detenemos a tomar mocha y chai. Sol de sesenta grados,
calor de agonizo. El bus cruza Knoxville, seguirá hacia el sur por Chattanooga,
los pantanos seminolas, hasta dejar a mi hermana en un parqueo público en manos
de su amiga que, como ella, se decidió por el viaje lejano. Retorno a Denver.
De humerales a rocas, a pradera y soñar en la modorra del camino con lobos que
danzan, con bravos semidesnudos que cruzan el rostro de colores fuertes; la
guerra no es pincel sutil. Comanches y comancheros. Kit Carson y la nación kiowa.
Salí a dejar
muebles a mis sobrinos. Viene la próxima diáspora, siempre la última, pero esta
sí, de parada final. Cargo una mesa de noche y otra mesa baja y se me acalambra
el costado, la espalda grita, los dedos se tuercen. Yo que cargué cien kilos de
cemento, en dos bolsas sobre mi cabeza, igual a como lo hacían mis compañeros
de la marmolera Urkupiña. El río de Sarco corría plácido mientras nosotros, con
combo de Tor, destrozábamos mármol y piedras awayo de las elevaciones de
Tupiza. No soy ya el del año veinte, diría don Nicanor Parra. Ni el del ochenta
y seis, el ochenta y nueve ni el noventa y seis. Yo que descargué un vagón de
cebollas con Big Mike a puño limpio. Dos mil quinientas bolsas de veinticinco
kilos cada una. Todo el día. Toda la Guinness. Karen observa, desea ese cuerpo
de hierro, quiere convertirse en paquete de cebolla roja. Tómame, trátame con
fuerza, acuéstame en los maderos, envuélveme en plástico para no caer. Dame tu
amor bruto. Percy Sledge canta acerca del tierno amor. Yo que… ¿Y ahora qué?
Rompo
papeles, copias de cheques de trabajo de hace tanto, notas de quién sabe qué
era aquello, de nosotros juntos, de la lucha conjunta, de la esperanza, del
futuro. Entre esos papeles, letras mías: “Como si la luz fuera infierno
invierno, esta batalla de contrarios que eres tú. Corre cerveza, se balancean
tetas pequeñas y grandes culos. Corneta, pinto, batería, ritmo, ritmo en las
llanuras del África, en el Cayatté de Agostinho Neto. Muerte, ven”.
Ofrezco a
mis hijas una alargada escultura indonesia. Siempre habitaba un rincón de casa,
silencioso oscuro madero con ojos y boca sobrenaturales. Irá a la casa de Omar,
llena de sol y quietud. Este tiki de las profundidades del Asia descansará de
mí, orfandad que le hará bien. Torno la página para ver si hallo algunas
palabras más. Mudez de papel, ceguera de papel, desnudez… de papel. Mientras
escribo suenan guaracha y bolero, Cuba en el corazón y la memoria, puerco asado
a orillas del botadero de navíos. Lee a José Martí, decía mamá, y me alcanzaba
una antología de textos pensantes. Y me viene a mente ¡cómo no! “Él volvió
volvió casado, ella se murió de amor”. La llevaban en hombros obispos y
embajadores; en Cochabamba me recibían con banda, como a diputado nacional,
para horror de escritores castos.
Rumba y
guajira. Anoche miré videos de bodas kurdas y asirias. Baile colectivo. Mujeres
de oscuros ojos, cabello aún más, negros pezones como máculas en la punta de
los senos.
Está
bajando la temperatura. Recomiendan llevar largos calzones de diablo. Lluvia
que ha de ser nieve, pesada o ligera, se verá, húmeda o de cristal. El
colectivo ronronea en el viejo oeste cuando sus ruedas tocan los bordes de
Amarillo, Texas. ¿Hermana, te acuerdas? ¿Hay un Amarillo al otro lado?
¿Recuerdas el sitio de la masacre de Sand Creek? Río Washita…
Que
murmuren, no me importa que murmuren, a esta altura si me quieres o no te
quiero, si te engaño o tú, ya qué va. No mires hacia atrás, suenan Los Payos.
Los padres bailaban Compasión, y mi
padre, burlándose del dejo boliviano, repetía: “compashón”. Compashón no quero…
Bálsamos
para frotarse la sien. Calma por absorción. Para intentar detener el frenesí
del recuerdo, confusión memoriosa. West Virginia, río Potomac en Harpers Ferry.
No me digan que el tiempo es ficción. Las horas, en mí, son como ladrillos de
una construcción. Amó aquella vez como si fuese última, dice Chico. Siempre amé
como si fuera derniero, postrero, rezagado, mortal. Cada sexo muerte. Cada otro,
redención.
El bus
sigue avanzando por el polvo de mil novecientos noventa y dos. Los ciudadanos
que viajan cabecean y babean. Unos, baba cristalina, los demás de tabaco.
Llegamos a Kansas City Missouri y se diría que es Lagos, Nigeria. Tierra de
jazz, de tam tam esclavo en modernidad gringa. Falta mucho para Miami, es un
tramo de tres días. Cruzamos el gran río y otros menores. Las llantas aplastan
serpientes que estallan como globos de carnaval. Si comimos, no recuerdo. O
cargábamos pan blanco relleno de salame de Génova y lechuga. Únicamente el
pueblo toma estos transportes. Y el pueblo es maraña de males y necesidades. Refunfuña,
eructa, vocifera y hiede.
Aumento
unas palabras para que el texto no se detenga en un número cabalístico.
Desconocemos el poder de las combinaciones. Y si para eludir eso tengo que
anotar tu nombre, lo haré. Pero tu nombre llega a tantos que no lo atrapo. No,
no te olvidé, pero… ¿quién eres?
23/10/2022
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Imagen: George Catlin
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