Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El sur de Bolivia es una región hermosa y semidesértica. El tiempo no ha
corrido allí. Eso, a veces, es bueno, nos da la nostalgia de un bucolismo
olvidado. Era, para mí, en medio de las urbes del medio oeste norteamericano,
como la memoria de una infancia.
Pero nuestra nostalgia se torna peligrosa cuando al abrir los ojos no vemos
cómo el polvo va cubriendo la tierra, cómo el desierto se agiganta y toma
caracteres espantosos. Es el silencio del agua el aterrador, la ausencia del
líquido reptando por las piedras.
Cotagaita es así. Valle de sauces y eucaliptos; la huella de España en los
aldabones, techos, casas; en los patios con fuentes pedregosas ya destruidas
por cien años.
Los árboles son un porcentaje mínimo de la geografía. Lo seco avanza; es como
una película infantil de mis hijas, la Nada que devora la belleza, la que hace
del universo un aburrido espacio gris.
El tiempo no sabe lo que significa abrumar; no hay tiempo. Noche y día son casualidades,
eventos esporádicos entre la ida o regreso de un camión, entre la chicha, más
blanca que la cochabambina, que se derrama siempre, en rito, por el suelo,
antes de beberla. Sentados, de pronto ya está oscuro, y de inmediato amanece.
Día, año, no interesan, las prioridades temporales han perecido en el sol del
sur.
Por 1810, en Cotagaita, González Balcarce, militar argentino, perdió sus
hombres. La memoria oral lo va olvidando. Todo el valle es lugar de batalla.
Entre la sequedad y la falta de angustia parece nunca haber ocurrido. Pero es
justamente ese silencio el que preserva el pasado. Han escuchado, debajo de los
molles, el choque de los cuchillos. Borges hubiera pensado que eran mil compadritos
batiéndose, mas son los soldados del Ejército Auxiliar Argentino que arrastran
su derrota por el río despoblado.
Cotagaita se asemeja a la mayor parte de aquellas poblaciones del sur: a
Camargo, a Vitichi, a Tupiza, incluso a la más norteña Caiza, célebre por sus
estudiantes formados en la escuela de Warizata. Parece más antigua. El abandono
le confiere misterio. Fue progresista hasta que se hizo otro camino hacia la
Argentina, más al este, el que va a Tarija. Pocos son los que transitan la ruta
antigua. El comercio es mínimo y regional. A lo sumo sus pobladores sueñan con
Potosí, la pétrea ciudad arriba, la madre de todo este olvido, que parece
entierro, de las ciudades sureñas. La gloria se fue haciendo tristeza y no
queda más. Desde lo alto, los socavones del Cerro Rico muestran un cráneo
vacío. Y los efluvios de esa calavera bajan a las villas mínimas del
departamento.
He terminado de leer los Recuerdos de
Francisco Burdett O'Connor, un hombre muy ligado a los destinos del sur de
Bolivia: Tarija, Tupiza, San Juan del Oro, Cotagaita, las provincias de Cinti y
de Chichas y el norte argentino.
En Burdett O'Connor se despintan muchos mitos nacionales. Andrés de Santa Cruz
deja de ser la imponente figura histórica para alcanzar no más que la estatura
de un hombre decente cuyos gravísimos errores costaron vida y tierras a la
nación. Pero esa es una digresión que no corresponde.
Después de la Independencia, las regiones sureñas tenían posibilidades de
alcanzar interesantes grados de desarrollo. El tiempo se ha encargado de
empolvar tales esperanzas. Lugares como el que es título del texto se hunden
más y más en un abismo de miseria irrescatable. Mientras modernización y
centralización enriquecen a determinados puntos del país, otros, aquellos cuya
historia fue puntal en la formación de Bolivia, pasan al olvido. No hay ni
siquiera la valoración histórica necesaria para infundir ánimo a estos pueblos.
La ceguera de los gobernantes no da opción a grandes extensiones geográficas de
Potosí, Chuquisaca y Tarija, entre otras. No hay inteligencia suficiente para
que en lugar de malgastar los dineros venidos de la limosna extranjera, se los
invierta en situaciones productivas como la del turismo. Se podría hacer giras
especializadas, para historiadores, por los campos de batalla de la guerra
contra España o la Argentina: un tour que comenzara por Suipacha, Cotagaita,
San Lorenzo, Padcaya. Hacer un seguimiento guiado y profesional de las diversas
campañas guerrilleras de la región. Aquello podría traer mucho dinero; sin
contar fauna y flora regionales que son de gran interés.
En una gira se podría recrear el paso de Francisco Burdett O'Connor por los
lugares de la guerra independentista, porque es justamente en sitios como
Cotagaita donde se realizaron las últimas rendiciones de los ejércitos del rey
a las tropas libertadoras. No en vano Manuel Valdez, alias "el
Barbarucho", postrer y bravo comandante español, deambulaba por los altos
de Vitichi hasta su final entrega al teniente coronel Urdininea cerca del
pueblo de Cotagaita. Incluso los bolivianos, más nosotros que nadie, nos
suscribiríamos a idea tal; yo el primero.
O, por ejemplo, hablando de historia más nueva, rememorar la infernal caminata
de los soldados indios de Bolivia, partiendo de Estación Balcarce, no lejos de
Tupiza, hasta el desierto chaqueño, durante el conflicto del petróleo. Si
nosotros no rescatamos nuestra historia ¿quién ha de enseñar a nuestros hijos
que alguna vez aquello que semeja un desierto, el sur boliviano, fue
preponderante para la nación?
El camino viejo que bajaba a la Argentina venía desde Potosí, ingresaba por el
bello poblado de Cuchu Ingenio hacia los valles de Caiza, iba más al sur hasta
Vitichi, a Cotagaita, a Tupiza, a Moraya y la frontera. Hay sauces llorones tan
lindos por esos caminos de polvo que duele la idea de que todo se habrá de
perder. Es difícil imaginar un viaje así, por las dificultades. Parece que
tendremos que conformarnos con lo que vimos alguna vez y recordarlo, o, si es
mejor para no entristecerse, olvidarlo.
05/10/1996
______
Publicado en Los
Tiempos (Cochabamba), 06/10/96
Publicado en Arte
y Cultura (Primera Plana/La Paz), octubre 1996
Imagen: Foto de El Sillar, Tupiza
Excelente texto
ReplyDelete¡Gracias, querido Max!
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