Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Esas
hermosas historias de mar… Un raro Alejandro Dumas alejado de las cortes
francesas en Las aventuras de John Davis.
No recuerdo el argumento. Lo leí, enfermo de mononucleosis, en mi larga cama
juvenil de Cochabamba y Buenos Aires.
El mar, que
en sí no cuenta entre mis lugares favoritos, proporcionó a Stevenson, el cojo
John Silver, Pierre Mac Orlan, Oexmelin, Conrad, los viajes de Simbad, el
Holandés Errante ¡Cuánta imaginación me trajo este barco! Cuántas líneas escribí,
yo mediterráneo, sobre olas y fantasmas. Hollywood destrozó aquella magia con
un pirata tonto. No era este uno de los mustios caballeros de fortuna ahorcados
en el muelle de Savannah, pasando por allí en 1989. Temí, en la playa de Rehoboth,
Delaware, que el mar me engullese hacia las fauces del gran tiburón blanco.
Nadé contando las olas cuando ya los hombrecitos de la playa semejaban
hormigas.
Mar de
Arica. Melville. Aire de pescado. Salida del Shenandoah hacia el océano. Aguas oscuras
golpean las rocas del Malecón y salpican las piernas de Maceo. Esas de mar
historias hermosas.
Queda el
ron, domingo de mayo; un Kirk & Sweeney Gran Reserva aroma el ambiente.
Luego ron negro de las islas, de la Guyana barrosa, de Trinidad y melancólicos
cantos bailables. Contemplo a las hijas, tres décadas al lado de ellas que ya
terminan. Sorbo, huelo, Earth, Wind and Fire suena en los parlantes. Los
jóvenes no bailan todavía pero se mueven en la afrocadencia. Hará un año que un
amigo en el trabajo contó que en un asilo cercano moría uno de sus miembros.
Hasta el baile tiene fin, no hay fiesta eterna. Isla Desolación; por los
canales ruge algo y devoramos uno al otro, entre nos.
Literatura
mixturada de vida, qué ella sino literatura, en la pesadumbre de Giordano Bruno
en la Roma de Marcela o las sombrías iglesias de Braga. Todo ha estado, tiene
que estar, en alguna página. Escribo desde una mesa prensada a medianoche.
Pronto saldré al mundo de los mapaches de cola a rayas. Me llevan a Peter Pan,
a los jardines de Kensington, las crónicas de Narnia.
Treinta
años han pasado. Y más. Sorbo el ron color de tus ojos, me despido en silencio,
se abren caminos, la rutina de envejecer perece ante el placer. Subido a un
bajel me inmiscuyo por los ríos de Georgia en busca del vellocino. En una bahía
de antes las naves se aprestan a partir a Troya. Desde Beocia a Pilos, tierra
de Néstor; de la Fócide a la Lócrida. Homero las cataloga, una por una, las
negras naves, este ron que está pintado igual que tus pupilas.
Literatura
hasta en los vertederos de Chitá y Manila (leer a Patxi Irurzun). En la miseria
de los calmucos.
Antes del
licor de caña dulce asomo a la boca un mezcal, ese que no se disfruta porque
mata. Ya desvarío, mescal o mezcal, apaches mescaleros, mescalina. Salto a De
Quincey y Bukowski; a Jim Morrison y callo. El prieto alacrán en el fondo de la
botella canta tontas canciones de amor, dolidas, ahogadas. Hasta que lo
descabezan y mastican con ruido de tostado ch'uspillo.
He de trabajar ahora, continúo mañana con los paisajes que traiga el
amanecer en ulular de búhos y zorras madres que chillan.
En el filme Cabeza de Vaca,
extraordinario, el loco Pánfilo de Narváez se pierde en la sombra, otra
nominación de la muerte. Las naves son devoradas por la broma, ancladas en
Nombre de Dios. Los españoles se hacen menos por sus guerras internas. Les
heredamos eso. Pero vienen más. Los trajo el agua, sea que el verbo de sangre
flotaba sobre las aguas. Génesis malparido, sacerdotes que cubren de tierra a otros
sacerdotes.
Leí “todo” Daniel Defoe en mi juventud. Por supuesto que comencé con Robinson Crusoe pero seguí con Diario del año de la peste. Entre ellos,
en una edición española de hará cincuenta años, estaban las páginas de El pirata. Sólidas lecturas del siglo
XVII y XVIII, formación de mi imaginario literario. No podría hoy describir el
contexto sino de algunas pero ese bagaje quedó, late, sobrevive y obliga mi
prosa hacia derroteros que tienen un poco de antiguo aunque no de obsoleto.
El mar. El sur del mar, el Estrecho, el hambre, las orcas y el genocidio
indio. Francis Drake y Morgan, Barbanegra, cuya cabeza colgante de un bauprés
elucubraba yo mientras navegaba los canales de Virginia y pensaba cuán
cenagosas eran las Carolinas. Tan viejo aquello, ciudades costeras, rincones
que el tiempo no tocó, bares penumbrales que no diferirán mucho de los
doscientos años atrás. La costa oriental de los Estados Unidos cargada de
misterio, desde la caliente Florida de Juan Ponce de León hasta la sombría
Nueva Inglaterra. Mientras bebía y cabalgaba el amor como potro bronco también
leía y acumulaba historias. Una cosa no desdecía la otra; la resaca producía
textos y asimilaba lecturas: cartas a Diego Rivera de su amante rusa, La cruzada de los niños, fotografías de
Roman Vishniac y de Jan Saudek con Dvorak y Smetana de fondo. Las cortinas de
mi dormitorio en Rockville, Maryland, son pesadas. La cama es de ascendencia
británica del ochocientos. El piso cruje, la madera del piso brilla por la cera
de tantos pies. Contemplo el cuadro en la cabecera de cama: animales en línea
para el Arca. Edward Hicks… no lo olvido. Hiervo una sopa de pollo y fideos
directamente en la lata. A no muy lejos distancia huele el mar.
“Ground Control to Major Tom”. Media hora de Bowie hasta el trabajo. Diluvia.
Conejos se refugian en el calor de los baches del camino, ya ni corren al
acercarme. Verne, El Chancellor. Agua
de río en la alucinación de las amazonas. Me gustó Más allá del horizonte, de Joaquín Aguirre Lavayén. Francisco de
Orellana…
Suena la una y cincuenta y dos. Suenan las dos. Pongo el disco Klassische Militärmärsche, casi completo
con música de Beethoven, algo de Berlioz y Haydn. Ropa en remojo, he de
arrodillarme a lavar. Si cierro los ojos y no aspiro el jabón se creería que
cerca hay un torrente de montaña, que Francine se ha desnudado otra vez y
puesto su blanco cuerpo de Yorkshire dentro del agua helada. Ella venía de
piratas irlandeses e italianos, según decía; tenía pupilas color del mar de
Cancún pero celestes. Ha tirado las faldas y danza lenta una canción de la
olvidada banda The Style Council; luego me besa y despierto, ceniciento mi
rostro, chueca la nariz y dientes rotos.
Recorro con la vista mi piel, de alguna forma en ella se ha tatuado lo
hecho. Bajo la axila suena el pájaro cucú de Cochabamba ya de mucho hundida.
Por el ombligo, las rejas de la cárcel se tornaron frías. En la rodilla aflora
la margarita de tu sexo y en la otra tu espalda parece resbalín de infantes.
Ray Bradbury; sí, también estoy tatuado como ecrán que camina.
25/02/2023
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Imagen: Final del capitán William Kidd
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