Thursday, May 25, 2023

El hombre tatuado


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Esas hermosas historias de mar… Un raro Alejandro Dumas alejado de las cortes francesas en Las aventuras de John Davis. No recuerdo el argumento. Lo leí, enfermo de mononucleosis, en mi larga cama juvenil de Cochabamba y Buenos Aires.

 

El mar, que en sí no cuenta entre mis lugares favoritos, proporcionó a Stevenson, el cojo John Silver, Pierre Mac Orlan, Oexmelin, Conrad, los viajes de Simbad, el Holandés Errante ¡Cuánta imaginación me trajo este barco! Cuántas líneas escribí, yo mediterráneo, sobre olas y fantasmas. Hollywood destrozó aquella magia con un pirata tonto. No era este uno de los mustios caballeros de fortuna ahorcados en el muelle de Savannah, pasando por allí en 1989. Temí, en la playa de Rehoboth, Delaware, que el mar me engullese hacia las fauces del gran tiburón blanco. Nadé contando las olas cuando ya los hombrecitos de la playa semejaban hormigas.

 

Mar de Arica. Melville. Aire de pescado. Salida del Shenandoah hacia el océano. Aguas oscuras golpean las rocas del Malecón y salpican las piernas de Maceo. Esas de mar historias hermosas.

 

Queda el ron, domingo de mayo; un Kirk & Sweeney Gran Reserva aroma el ambiente. Luego ron negro de las islas, de la Guyana barrosa, de Trinidad y melancólicos cantos bailables. Contemplo a las hijas, tres décadas al lado de ellas que ya terminan. Sorbo, huelo, Earth, Wind and Fire suena en los parlantes. Los jóvenes no bailan todavía pero se mueven en la afrocadencia. Hará un año que un amigo en el trabajo contó que en un asilo cercano moría uno de sus miembros. Hasta el baile tiene fin, no hay fiesta eterna. Isla Desolación; por los canales ruge algo y devoramos uno al otro, entre nos.

 

Literatura mixturada de vida, qué ella sino literatura, en la pesadumbre de Giordano Bruno en la Roma de Marcela o las sombrías iglesias de Braga. Todo ha estado, tiene que estar, en alguna página. Escribo desde una mesa prensada a medianoche. Pronto saldré al mundo de los mapaches de cola a rayas. Me llevan a Peter Pan, a los jardines de Kensington, las crónicas de Narnia.

 

Treinta años han pasado. Y más. Sorbo el ron color de tus ojos, me despido en silencio, se abren caminos, la rutina de envejecer perece ante el placer. Subido a un bajel me inmiscuyo por los ríos de Georgia en busca del vellocino. En una bahía de antes las naves se aprestan a partir a Troya. Desde Beocia a Pilos, tierra de Néstor; de la Fócide a la Lócrida. Homero las cataloga, una por una, las negras naves, este ron que está pintado igual que tus pupilas.

 

Literatura hasta en los vertederos de Chitá y Manila (leer a Patxi Irurzun). En la miseria de los calmucos.

 

Antes del licor de caña dulce asomo a la boca un mezcal, ese que no se disfruta porque mata. Ya desvarío, mescal o mezcal, apaches mescaleros, mescalina. Salto a De Quincey y Bukowski; a Jim Morrison y callo. El prieto alacrán en el fondo de la botella canta tontas canciones de amor, dolidas, ahogadas. Hasta que lo descabezan y mastican con ruido de tostado ch'uspillo.

 

He de trabajar ahora, continúo mañana con los paisajes que traiga el amanecer en ulular de búhos y zorras madres que chillan.

 

En el filme Cabeza de Vaca, extraordinario, el loco Pánfilo de Narváez se pierde en la sombra, otra nominación de la muerte. Las naves son devoradas por la broma, ancladas en Nombre de Dios. Los españoles se hacen menos por sus guerras internas. Les heredamos eso. Pero vienen más. Los trajo el agua, sea que el verbo de sangre flotaba sobre las aguas. Génesis malparido, sacerdotes que cubren de tierra a otros sacerdotes.

 

Leí “todo” Daniel Defoe en mi juventud. Por supuesto que comencé con Robinson Crusoe pero seguí con Diario del año de la peste. Entre ellos, en una edición española de hará cincuenta años, estaban las páginas de El pirata. Sólidas lecturas del siglo XVII y XVIII, formación de mi imaginario literario. No podría hoy describir el contexto sino de algunas pero ese bagaje quedó, late, sobrevive y obliga mi prosa hacia derroteros que tienen un poco de antiguo aunque no de obsoleto.

 

El mar. El sur del mar, el Estrecho, el hambre, las orcas y el genocidio indio. Francis Drake y Morgan, Barbanegra, cuya cabeza colgante de un bauprés elucubraba yo mientras navegaba los canales de Virginia y pensaba cuán cenagosas eran las Carolinas. Tan viejo aquello, ciudades costeras, rincones que el tiempo no tocó, bares penumbrales que no diferirán mucho de los doscientos años atrás. La costa oriental de los Estados Unidos cargada de misterio, desde la caliente Florida de Juan Ponce de León hasta la sombría Nueva Inglaterra. Mientras bebía y cabalgaba el amor como potro bronco también leía y acumulaba historias. Una cosa no desdecía la otra; la resaca producía textos y asimilaba lecturas: cartas a Diego Rivera de su amante rusa, La cruzada de los niños, fotografías de Roman Vishniac y de Jan Saudek con Dvorak y Smetana de fondo. Las cortinas de mi dormitorio en Rockville, Maryland, son pesadas. La cama es de ascendencia británica del ochocientos. El piso cruje, la madera del piso brilla por la cera de tantos pies. Contemplo el cuadro en la cabecera de cama: animales en línea para el Arca. Edward Hicks… no lo olvido. Hiervo una sopa de pollo y fideos directamente en la lata. A no muy lejos distancia huele el mar.

 

“Ground Control to Major Tom”. Media hora de Bowie hasta el trabajo. Diluvia. Conejos se refugian en el calor de los baches del camino, ya ni corren al acercarme. Verne, El Chancellor. Agua de río en la alucinación de las amazonas. Me gustó Más allá del horizonte, de Joaquín Aguirre Lavayén. Francisco de Orellana…

 

Suena la una y cincuenta y dos. Suenan las dos. Pongo el disco Klassische Militärmärsche, casi completo con música de Beethoven, algo de Berlioz y Haydn. Ropa en remojo, he de arrodillarme a lavar. Si cierro los ojos y no aspiro el jabón se creería que cerca hay un torrente de montaña, que Francine se ha desnudado otra vez y puesto su blanco cuerpo de Yorkshire dentro del agua helada. Ella venía de piratas irlandeses e italianos, según decía; tenía pupilas color del mar de Cancún pero celestes. Ha tirado las faldas y danza lenta una canción de la olvidada banda The Style Council; luego me besa y despierto, ceniciento mi rostro, chueca la nariz y dientes rotos.

 

Recorro con la vista mi piel, de alguna forma en ella se ha tatuado lo hecho. Bajo la axila suena el pájaro cucú de Cochabamba ya de mucho hundida. Por el ombligo, las rejas de la cárcel se tornaron frías. En la rodilla aflora la margarita de tu sexo y en la otra tu espalda parece resbalín de infantes. Ray Bradbury; sí, también estoy tatuado como ecrán que camina.

25/02/2023

 

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Imagen: Final del capitán William Kidd

 

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