Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Llovía.
Siempre que me han abandonado las mujeres, lluvia. Será que los dioses sollozan,
Júpiter la muerte de su hijo el Sarpedón, o Eos, la Aurora, nunca calma desde
Troya por el fin de su fruto Memnón. Zeus-Júpiter arroja sobre los troyanos
gotas de sangre del cielo, previendo que su vástago ha de perecer a manos del
héroe Patroclo. Llueve cada día desde hace meses en Denver. El agua se escurre
sobre el piso de la sala viniendo de la chimenea. Extraños polvos oscuros trae,
de cien años tiznados y quién sabe qué.
Espectros
judíos bailan en Máramaros, danzan, giran; los árboles del Cárpato suspiran,
rotan, se acompasan con las aves que hacen ronda, tiovivos de cuervos, lobos
con párvulos en las fauces sangrantes. Giran giran.
De pronto
calma, paz penumbra. La montaña se ha adormecido, duerme mientras Rilke detalla
elegías. Violines, clarinetes, gorros de piel de oveja, negros como de
tormenta, de apocalipsis negros. Duermen, duermen, inmensos vegetales con nidos
de cigüeña. Tambor acompaña a violín. Dije calma; la música recorre los pasos
del monte, el mítico desfiladero del Borgo en donde vuelan uno cree que
polillas pero vampiros.
Miré a
trasluz y no estabas. A través para asegurarme que no te hiciste etérea.
Levanté cajas pensando que te habías escondido, revisé la línea del teléfono de
entrada a salida. Llamé, disimulé mil voces, hice coro y dueto y tripleto,
imité un bebé así también el trueno. Canté en rumano y en húngaro, maldije
Calabria de odio y de recuerdo. Invoqué mi piel lampiña creyendo que el Ande
hechizaría el tiempo para permitirme buscarte. Way, way, plañideras de la puna.
El monte Sajama tieso, pelado, con abrigo de alpaca. Las vicuñas corren hacia el
lado de Chile, a los Payachatas. Te vas con ellas, disimulada en piel marrón
sutil, ágil en contra de mis torpes patas de guanaco.
Denver y
Cochabamba se asolean debajo del hongo atómico. Alrededor mío han crecido
gigantescos arbustos de perejil venenoso, como los que aparecen en la región de
Tver cuando todos se han marchado. Agarro una púa herrera de trompo de infancia
y escribo luego de clavarla en mi corazón. Dramón mexicano, guitarrón y violón.
Odilón Redón. Acordeón.
Los hasiditas
se mueven en el baile del khosid. Leía a Bashevis Singer, tanto lo leía que
Lublín pasó de ser el lugar de los temibles príncipes Visnowieski al de magos
onanistas. Y Yampol que hoy creo es frente de guerra o era otra Yampol como
tampoco soy yo el de 1983. Desembarco en la ruina de mis sueños, en la orilla
hay muñecos agresivos de los indios orinocos. Me metí entonces ¿cuándo era?
Julio del 2018 era, en un agujero. Rememoré haberme enterrado de cabeza en las
minas de azufre personales detrás de la anciana iglesia de Lequepalca. Era
administrador del tramo de la carretera que iba de la cumbre de Pongo a
Confital, trabajo que dejé apresurado. En las noches en que los empleados se
acostaban o libaban té con té en la explanada de la escuela enfrente tocaba yo
el frío y grueso adobe del templo cerrado a candado. A veces seguía por el
borde amurallado de su patio, llegaba a la parte trasera y me sumía en esos
hoyos que no tenían víboras porque estaba helado. Camiones hacen sonar bocinas,
parecen buques o locomotoras. Ululan. Unos van al valle cochabambino, otros
desviarán hacia Paria y Oruro. Veces las más, tomaba a la derecha, pedía al
chofer que me bajara en Patacamaya. Retornaba casi al amanecer, al papeleo de
asfalto, peones, picota. Mi pelirroja esposa, belicosa sangre noruega, aguardaba
en Kanata, con mi Emily de un año. El alma india, sangre que se esconde, toma
destreza de gato montés. El otro, el enemigo, España, alrededor del vivac y yo
afilo cuchillos.
¿Dónde se
ha perdido, don Claudio? Perdido, sí, confuso a ritmo de pututu, erizado el
cuero por extrañas fuerzas en derredor. Levanté la alfombra y no estabas, la
máscara punu con diamante rojo, tampoco allí. Debajo del decorado gorro afgano,
menos.
Solitario
en la Moldavanka, en Sica Sica. Quito el clavo del corazón y meto un alfanje,
así escribiré mejor, poco pero sustancioso, mínimo como nuez moscada. Te
prometí Lisboa y nunca fuimos a Lisboa. El fado se volvió tristísimo por tu
culpa mea culpa. Mujeres envueltas en murria que cantan, barbudos perros
paraguayos exhiben la pobreza de su desnudez. Decían que las viejas de
Cochabamba los ponían al pie de la cama y que curaban el reumatismo. Devorados
por los mayas; delicadeza azteca. Los conquistadores creyeron ver que llevaban
el ombligo en la espalda, poco podían discernir en la noche eterna, casi nada,
con luciérnagas y cocuyos amarrados a sus botas para iluminar los pasos.
En
Dostoievski había un cocodrilo, no únicamente Raskolnikov. Y Pushkin cambiaba
de posta por las ancianas verstas de Novgorod la Grande.
Dije que
componía las páginas del Diario del
divorcio con sangre. No lo aseguré, miento. Lo supuse. Pero en esto se me
adelantaron Esenin y Pascin, ellos antes que yo escribieron notas de amor
carmesí.
El
pasaporte argumenta si de Londres se irá a Portugal o a Islandia. La corriente
lleva al sur, del sur a oriente, la ruta de la seda que comienza en el
Adriático, no lejos de Trieste. De pronto estoy en Istanbul. El puente del
Bósforo brilla rojo. Asan köfte en la calle, al lahmacun le falta picante,
dónde estás, mi andino locoto hubiese preguntado Vallejo si antes no lo seducía
el capulí. Rocoto, para él, y chile manzano en las alturas de Querétaro y
Chiapas.
Salté el
Ponto Euxino según bautizaron los jonios al mar Negro. Pensé, imposible no
hacerlo, en Heródoto. De Constantinopla a Odesa. Nunca me perdonaré no haber
visto el delta del Danubio, el mismo donde se escondían los perseguidos de
Panaït Istrati. Ahora, ya sin cuadernos ni púas herreras atravesándome, he
dejado de anotar. Mis manos se han hecho para dibujar humos, diseñar eclipses,
imaginar haiduks y beber ilusorios tragos de slivovitz.
Comienzo mi
libro así: “Mi amigo Miguel (Sánchez-Ostiz) recuerda a Mateo Alemán. Se le ha
hecho casi obsesivo. Aquel fantasma machaca sobre la inercia de nuestras vidas,
el prurito de la fama, la ya escasa presencia del amor y el gran desasosiego”.
Y lo
termino: “En un rincón de mi dormitorio en la calle Clarkson Norte están
empolvadas mis maletas. Polvo de cuatro años que comienzo a limpiar. Aviones,
trenes y colectivos alistan motores. Niños y muchachos vocean los destinos a
pulmón lleno en El Alto de La Paz: Cochabamba, Poltava, Tashkent, Buenos Aires,
Sarajevo, Edirne. Antes se llenó de polvo el equipaje, le toca la hora de
hacerlo al panteón. Me acompañará una docena de lapiceros y un teclado
inteligente. Este libro de viaje recién ha comenzado; el divorcio terminó”.
El Tíber
sigue corriendo, Roma bajo el perfil de Adriano. Sigue el Duero…
07/07/2023
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