Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Cae tristeza como llovizna, no como tormenta. Así es peor. Escucho vociferar de nuevo a Prigozhin, veo el bestial rostro de Utkin y su chillona voz gritando en inglés “Welcome to hell!”. Hell is here, hell is Russia. Lo entendió Herzen y también Fanny Kaplan que le metió unos tiros al calvo Lenin. Esta mujer judía ucraniana, casi ciega por el martirio zarista y bombas mal estalladas, pagó por ello. Fue Sverdlov quien ordenó un tiro en la nuca y la posterior quema de su cuerpo en un turril. Los pozoleros del narco mexicano no inventaron nada. Tanto he amado Rusia y tanto quiero hoy la destrucción del imperio. Me justificaré con Bakunin e inventaré un dicho sobre lo resurrecto.
Estoy con
Edith Piaf y Léo Ferré. Y Sacha Distel e Ives Montand. Discrimino música a
llevar. Todo lo ruso irá conmigo, y mis libros también, de Bunin a Sholojov
para un amplio espectro. “Música rusa” es término de mucha extensión. Se mezcla
con la gitana y la ucraniana. No hay fronteras para el altísimo pasto de la
estepa arriba de Mariupol. Se junta con Rusia y corre al sur hacia las tierras
del khan.
He comprado
la última edición de Gente, años, vida,
de Ilia Ehrenburg, uno de los pilares literarios de mi juventud. Y de Pablo
Neruda también (Ehrenburg es el más nombrado en Confieso que he vivido). Tengo ya tres ediciones. Lo leí por
primera vez a mis dieciséis años en tres tomos de Joaquín Mortiz (México),
luego una anterior, argentina, y ahora esta, cuando los yuppies literarios han
rescatado al gigante, al igual que hicieron con Stefan Zweig. Lo veo en foto
con los partisanos hebreos de Vilna, escucho las canciones de ellos en yiddish.
Leo su violento alegato en contra de la Alemania nazi, su demanda de venganza.
Casi como Zhukov: “soldado ruso, cierra tu corazón a la piedad”, o algo
similar. Ucrania tiene el derecho de reclamar lo mismo, el derecho de ahorcar a
toda la nomenklatura putinista, incluidos oligarcas y caniches
propagandísticos, desmembrar al enano enfermo, poner su cabeza en la punta de
la espada de la gran estatua de Kiev y sus despojos en cuatro puntos que
podrían ser Sumy, Kamenyets, Rivne y Huliaipole. Será un gran día y no día de
penar sino de festín, que primitivos somos y parece que la antropofagia es
adecuada a veces. A afilar pangas mau mau; lenguas afuera de los maoríes. Un
Nuremberg de muerte colectiva, de jerarcas hacia abajo. ¿Y la razón dónde
queda? Espesa niebla la habrá cubierto.
Catalina la
Grande estaba en la explanada arriba de las gradas de Eisenstein. Paseaba por
encima de las cabezas de sus eunucos, amantes decorados y cubiertos de
entorchados. La removieron de allí, creo que era necesario; obviar el menor
pretexto para que Rusia reclame esta joya a orillas del mar.
Anastasia
llevaba botas de obrero de construcción, jeans y chamarra azules. Recogido el
cabello rojo en un moño escondido. Delgada, larga, cariñosa. En el ponto,
reflejadas luces sin fuente conocida, quizá antiguas sirenas, nereidas. Martín
y Teresa bailaban en casa un famoso danzón: Nereidas.
Este mar, y Anastasia, guardan el mismo ritmo delicado que no he aprendido. Me
cuesta creer que sobre esos adoquines cae el fuego de la guerra. Habrán
despertado al gran Isaak Babel, lo habrán puesto molesto. Tendrá que convocar a
sus águilas de nuevo para combatir la oleada infecta. En un golpe de pluma, una
línea, Babel puede terminar con el tirano. O escribir o simplemente tachar su
nombre y destino será y destino es. Las horas del mala vida de Vladimir
Vladimirovich culminarán con el olvido. ¡Qué lejos está cuando tocaba el piano
y cantaba en inglés con el jet set! Cuando era mimado de Europa, siempre ciega
o tuerta a las realidades hasta que el alfanje le reduce la testa. Babel ha de
escribir “mueres” y allí termina el vanidoso repollito. Desgajar su cuerpo
sietemesino no será complicado, un par de golpes de hacha, menos trabajo que el
de Pedro el Grande decapitando streltsys.
¡Pobres,
pobres campesinos!
Seguramente están viejos y feos
Y siguen temiendo a Dios y a los espíritus del pantano.
(Esenin)
Rusia,
Rusia.
Cayó la
noche. Las putas relucen como hongos comestibles del bosque en las esquinas.
Paso a través de ellas como espectro. Están interesadas en automóviles no en
hombres de a pie. Sigo hacia la Moldavanka buscando un bar abierto. Buses de
amarillo opaco cruzan alrededor, desvencijados, crujientes. La iluminación es
pésima, como me gusta a mí, no quiero el rutilar de luces de ciudad; prefiero
sus sombras. Hierbas y flores crecen descuidadas, otra vez, como las quiero yo,
como era el jardín delantero de casa cubierto de pasto y con habitantes que
parecían serpientes y eran lagartijas sin patas.
No hay bar.
Acopio cervezas en una tienda moribunda. En silencio, no hablo ucraniano. Mis
dedos señalan y pago con billetes con el rostro de Mazepa y de Iván Franko.
Hace unos
minutos veo un corto video de cómo Ucrania hizo volar por los aires a un
militar invasor apodado Tashkent. Estas muertes tienen aroma de retamas. El
criminal se convirtió en golondrina, quizá haga nido con el comandante Hugo
Chávez, las calaveras los juntan. Dansons La Ravachole.
Pedí a
Anastasia ver a Mielnitsky y me llevó al hetman Holovaty. Era muy bella para
decirle que se equivocaba, muy crepúsculo su cabello y mucha nieve su piel.
Caminamos, nos sentamos y fotografiamos en la Moldavanka. No vi a Mishka
Yaponchik, el verdadero Benia Krik. El hombro de Babel estaba frío, corría
brisa por Odesa, el viejo aeropuerto pintado de gris. Sentado en mi habitual
comidero, Kazán, hago una toma de la
catedral. Último día en el puerto. Me prometo volver; a ti no te prometí nada,
frotando tu abrigo rojo quise hacerlo pero me esperaban distintas ciudades y
viajaba. Luna se eleva sobre el poste del desnudadero, arriba, nave
extraterrestre. Entre tus piernas el sexo afeitado parece la gloria de los
musulmanes. Apuro la última cena iraní, carne con granada, la justa ecuación
para el misterio. Un leopardo del Caspio trashuma por mis sueños, en una orilla
con una hierba en la boca Máximo Gorky. Y Malva. Maestro, le susurro, quiero
matar a Putin. También lo quiero yo, y me alarga instrucciones de los narodniki
para hacer volar tiranos. Maestro, le digo a Isaak Babel, deseo acabar con
Putin. Ríe el gran hombre del silencio: cómpralo, sugiere, con las mismas
monedas de Chichikov. Este es un siervo muerto, uno más. Deduzco que asoma el
fin, el general Armagedón, que asesinaba sin pausa en Siria, aguanta desnudo la
picana. Han detenido a Strelkov; a Girkin lo colgarán un día en Kiev. Nadie es
dueño del paraíso, ni siquiera Leonardo. Menos del tiempo, ni siquiera Dios.
Dame tu
mano. Me abrazas. Vemos alejarse el Potemkin. En La Habana compré en dos mil
diez un afiche cubano del filme. Hasta ahora no lo he encontrado. Hallé a
Christian Schad y a Antonio Berni. Ya aparecerá. ¿Y tú, Odesa, que tienes
cabellos de fuego de mi amada, cuándo descansarás? El pedestal vacío de la
emperatriz será llenado por algo hermoso, no te faltan recursos, agua bendita.
De la
terraza del hotel Alarus, esquina de la Preobrazhenskaya, contemplo los pasos
de Anastasia que se marchan. Las luces continuarán encendidas durante la noche
pero se van apagando las estrellas. Sorbo un vino tinto local que sabe a
casero. En la noche de los Iskanders va tejiéndose el destino. Si se sobrevivió
al turco y demás guerras, cómo intenta un enano titiritero mofarse de ti.
Pónganle la cadena al cuello de mono aprendiz y que extraiga al azar cualquier
tarjeta. Cada una y el montón le aseguran una cosa, única segura, muerte y solo
muerte.
23/07/2023
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Imagen: Odessa por David Burliuk, 1910
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