Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El cuadro de Fanny Harlfinger-Zakucka me recuerda a Walter Benjamin y su búsqueda de juguetes en Moscú. Afición que también tengo aunque algo más extendida a otras cosas. Tótems contra los demonios, de las chozas de palma y barro del Camerún; chuspas de coca, coloridas y llenas de simbolismos andinos. Metales afganos de boda y caballos. Tanto más. Dos hermosas bibliotecas guardando lo más selecto. Maderas de una pieza que duele dejar. Nadie las quiere, todos han llenado sus espacios con lo suyo; lo ajeno está interdito en cada espacio, el mundo es lucha de territorio. Pues quedarán al azar, al lado de grandes contenedores hasta que un alma desesperada las levante. En las noches en que los basureros han de recoger cosas de acuerdo a un esquema predispuesto: remanentes de casas, memorias, juguetes, muebles aguardan a la intemperie. Llega el monstruoso camión con choferes oscuros y hediondos ayudantes de guantes amarillos y dan a comer al pulverizador que engulle y aplasta. Ahí se fueron infancias, juventudes, amores y desavenencias. No es país para viejos, este, ni tampoco para preservar cosas que indefectiblemente caerán en el vacío.
Una bala o
dos llevan el nombre del pensador judío. Tan efímero como los títeres tallados
a mano, como las piezas de teatro que abandonara Meyerhold sacrificado. De él la
esposa, Zinaida Reich, será acuchillada con saña comunista hasta morir. La
actriz estuvo antes casada con el grande y desventurado Esenin. La nueva Rusia
ni respetó ni quiso lo mejor y moderno que el siglo producía en su interior
medieval. Nada extraño que Hitler y Stalin persiguieran a los mismos…
“Estoy en
este mundo en una celda” (Zinaida Gippius). A Gippius, poeta, la retrata León
Bakst. Casada con Dmitry Merezhkovsky,
serán parte del exilio “blanco” en Europa occidental. De este hombre que
elogiaron muchos, entre ellos Thomas
Mann, habrá que hablar extenso alguna vez. Tengo su voluminosa obra sobre
Leonardo da Vinci en primera edición original en español. Eterno candidato al
Nóbel de literatura. Se equivocó en mucho pero nada lo desmerece. Comparó a
Mussolini, que lo admiraba, con el Dante.
Encima de uno de los estantes un afiche de exhibición de Van Gogh y otro
de Franz Marc. Arriba del segundo, kachinas zuni y navajo y la carcasa de un
nautilus. Cuelga un sextante sobre la puerta. Eso hace de la sala un auténtico
museo digno de Pierre Loti o de Richard Burton.
Hubo excesos de ron, baile de máscaras punu resucitadas. Hasta las
muertas negras del Gabón bailaban en casa. La Habana en Libreville, cumbia a
orillas del Alto Volta. Envío libros a Pablo y Julia, al séptimo piso de
Madrid, el dependiente de correos lleva una polera francesa. Le pregunto si es
senegalés. Benin, responde. Dahomey, retruco; yes, yes, Dahomey. Y se enfrasca
en danza posesa. Los gringos salen corriendo, la otra dependiente, coreana
quizá aunque más bien vietnamita, cree que han retornado los jemeres rojos y se
desmaya. Pago alrededor de treinta y cuatro dólares y me despido con un salut.
Sol de julio, trágico, quema pastizales y a los lemures del zoológico. El tigre
albino desfallece también pero con más sutileza que la cochinchina. Leo
entonces, ya en casa y en tranquila desnudez, a la Tsvetaeva y a la Julia Roig.
La luz hace brillar la transparencia de la cachaça, pinga de los recuerdos de Braga,
en Portugal.
Escribo a una mujer: “esposa de mis sueños” y sonrío. Cantos isabelinos,
cuánto me gustan, cuánto Henry Purcell y Thomas Hardy. De las ventanas del
aeropuerto de Gatwick no veo mucho de la magnífica y no magnánima Inglaterra.
En Leeds vivías tú, Francine, muy bella. Tu sexo mi torre de Londres, mi ahogo
en barril de amontillado… Calle… calle… ya ni recuerdo tu calle. Grafton
Villas, ahora sí, el 13 fatídico. En tu entrepierna arrojo mi última bocanada
de pez y me hundo. La isla del tesoro, Stevenson, Schwob, Samoa.
Los viajes a Moscú, a Rusia. Todavía, a mano, están los de Panaït Istrati
y el de Gide. Perdido el de Kazantzakis, Lewis Carroll en la plaza del
Almirantazgo peterburgués. Sé que hay más pero laxa anda la memoria hoy. Mi
hermosa chimenea está apagada por cincuenta años. Barrio histórico, los fuegos
podrían destruir el legado. Antes, en la repisa había piezas de arte popular
mexicano, un tucán en piedra semipreciosa del monte lacandón, una mínima
cerámica omereque con rostro de ojos cerrados que parecía asiático, una botella
de vermut y otra de aguardiente. Ahora hay una botellita de goma de pegar,
baterías inservibles, papeles sanos y papeles rotos, una taza de Chicago,
conectores de computador. Todavía, en seis discos, Bach. En uno, Djavan.
De pronto vuela el tucán guatemalteco. Sonido de marimbas. Se acerca la
muerte con serpentinas de fiesta. En la plaza de Cholula almorzamos con los
marimberos a diario. De aquellos que se metieron en los túneles de la gran
pirámide pocos quedan. Veo sus fotos y me cuesta creer que muere la piel tan
indecente. De grandezas y deslindes solo quedará un retrato. Los abuelitos,
dirán, y tiernas sonrisas y un par de lágrimas, tres para ser precisos, bajarán
por el rostro barriendo la mugre. ¿Ya eres abuelo?, preguntan. Ni siquiera niño
soy, me queda mucho. Cuando uno se ve morir se aferra a ciertos pruritos, desea
renovarse apoderándose de la tersa piel de querubín. Me falta bastante por
hacer para ponerme a tejer calzas y recordar a mis maestros de escuela. Ya los
olvidé y que allí queden, sea con bondad o con malicia, no me importan.
Las aspas del ventilador del cielorraso alivian. Observo la última toma
de la alta Irina. Suena Ye sacred Muses
de William Byrd y me alisto para ver un filme chino sobre la guerra de Corea.
Al pensar en China me ha venido a mente Los
conquistadores, de Malraux. Tremendo libro. Del tiempo en que leí Las cuevas del Vaticano, de André Gide y
que Elisabeth M. me ofertó a Tolkien antes de dejar caer el cabello sobre mis
ojos; enceguecerme para que pudiese sentir sus pezones en mi pecho como agujas del
destino azar.
01/08/2023
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Imagen: Fanny Harlfinger-Zakucka, 1918
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