Claudio Ferrufino-Coqueugniot
91 grados de temperatura, casi insoportable. Escucho madrigales ingleses. Eso ayer. Hoy estuve con música del Zaire, tan ligada a Cuba, al Caribe y al sur. Salí a las diez y media para arreglar asuntos de impuestos. Firmé papeles, preguntando bolivianamente si con cualquier lapicero estaba bien. Las mujeres mexicanas que me ayudan con estas cosas desde hace más de veinte años lo hicieron en minutos. Me entregaron el sobre ya cerrado dirigido al Departamento del Tesoro para que lo franqueara en el correo. Allí un empleado negro me dijo que costaba noventa y cuatro centavos. Le pasé un billete de diez que me devolvió diciendo que no me preocupara mientras sacaba de su bolsillo un dólar y pagaba mi cuenta. Le agradecí, quise comprarle una hamburguesa o algo pero lo rechazó. Hay deficiencias también aquí pero me había desacostumbrado a que las cosas salgan rápido y corteses.
Enfilé para
el depósito donde guardo chucherías y tesoros. Almacén de antigüedades, Charles Dickens, hermoso libro. Me dediqué
a mi colección de afiches y me asombré de nuevo por la belleza. El sol tocaba
mediodía; yo secaba la frente con un pañuelo. Mi departamento de Cochabamba ya
no tiene espacio en las paredes pero separé tres posters de escritores que
quiero mucho: Guimarães Rosa, impreso
en Porto Alegre; Alejo Carpentier, en La Habana; Octavio Paz, en Boulder. Otro
par acerca de alebrijes oaxaqueños del Museo Fowler de la UCLA. Ya veré. Busco
el original de Open Road, de los ácratas canadienses, solemne y fúnebre dibujo
de los Mártires de Chicago ahorcados, con grandes pupilas de pescado.
Klimt y Diego Rivera; Mondrian, Monet, De Chirico; Marc Chagall, Max
Beckmann, Frans Hals; Modigliani, Cézanne, la cuenta es larga, preciosa. Azul
el afiche de Chagall, una pareja, de sus primeros tiempos de pintor en Rusia.
Cuánto quise ir a Vitebsk; quizá en unos años ya ni exista. Hablé tanto y con
tanta gente del río Dnieper, que corre por su región, por Orsha para ser
precisos, lugar de inmensa batalla. El personaje de A sangre y fuego, Jan Ketruski, era portaestandarte de Orsha,
camino de Smolensk y de Moscú.
Kandinsky.
Magritte.
Picasso y Léger. Años de reunirlos, de husmear en tiendas de museos en
ciudades distintas, navegar la red. Cada uno con fecha precisa, colección de
posters de exhibiciones, impresos solo una vez. Matisse en Marruecos. Wilfredo
Lam. Antonio Berni. Quinquela Martín. No los podré llevar. Convenzo a mi hija
mayor que vaya vendiéndolos, uno a uno, y se quede con lo que obtenga. Yo no
podría. Ofertando mi vida en el bazar. Muevo cajas y cajas de extraordinarios
vasos de cerveza, tan distintos entre sí, con sellos particulares. Ya doné
cerca de trescientos pero debe quedar número similar. Ni la vanidad me
alcanzaría para entregar un vaso a cada persona que visitase mi imposible tumba.
Eran mi orgullo en las fiestas, servir, contra la costumbre norteamericana de
tomar cerveza del pico, a todo invitado diferentes tonos del grano en cristales
de forma alargada, copones de fraile, de cintura delgada como muchachas de
Kiev, redondos y chatos.
Mientras arreglo recibo dos llamadas de amigos: Juan Cántaro, de
Huancayo, fiero y pequeño indio del Mantaro, de los irreductibles que tanto
admirara José María Arguedas. Jesús, el otro, a quien temí muerto. Parece que
el corazón enamoradizo se raja pero no quiebra. De la sierra de Durango, villista
de origen, del mero polvo de los alacranes. Juan atiende su propia empresa de
canaletas y sigue repartiendo periódicos de noche; para aguantar el invierno,
afirma. Jesús es capataz de la empresa de agua de Denver por mérito. Ya solo
trabajan mis chalanes, dice. Por ahora está en Juaritos, Ciudad Juárez, tierra
asesina, disfrutando de su morra, menor veinte años que él. Ya qué queda,
carnal, sentir sus nalguitas a la noche fría y abrigarnos. No me alcanza cuerpo
para el amor pero para la compañía. Acordamos con ellos de echar carnitas
pronto en una discada y saborear unas birras. Trabajarán hasta el último día,
hasta los abandonará el Arca. Lograron, sin embargo, sueño tras sueño. Y así
están conformes. Vieron a padres y abuelos, a bisabuelos en el jale eterno. No
es diferente ahora pero en USA son propietarios de casas, de potentes trocas;
sus hijos estudiaron y jamás calzaron huaraches ni abarcas. Ya no lo harán. Yo
fui niño bien que a fuerza se hizo hombre, que tiñó la camisa con brutalidad y
comió con esfuerzo. Contemplo la metáfora de Magritte; por sobre las sierras de
los pueblos corre la luna para teñirse de rojo. Llegué a Denver el año 92 y
conocí tanta gente, bellas de Sarajevo y titanes petisos de los montes en donde
Veracruz tropieza con Chiapas. Canciones de la Mixteca Baja, Oaxaca y Puebla…
Posters de cine. Ofrezco a Emily el bellísimo Nosferatu de Herzog. Phantom
der Nacht. A Aly una copia de Cóndor
contra toro, Casa de las Américas, 2011, homenajeando a Arguedas. Avenida
23 de El Vedado ¿recuerdas?, escogiendo El
acorazado Potemkin que terminó en la sala. Él y no tú, paradojas.
Mañana iré temprano a ver si adelanto con libros y máscaras. Cuesta
hacerlo, decenas de pesadas cajas. En este momento porque después no podré, me
tendrán de Frida Kahlo. Tenía un afiche de ella que no he encontrado; nada
raro, apenas penetré treinta centímetros del cuarto en donde se acumula
aquello. Tengo hijas, sobrinos, sobrinos nietos. Podría repartir e igual
sobraría, a pesar de que el año 2018 cerré puertas y cedí tantas de mis
ansiadas joyas. Me haría enterrar como un señor de Sipán de papel pero no creo
en eso de volver a la tierra; mi madre era mi madre y no reconozco otra. Me iré
por el aire aunque después caiga al piso y me arrollen zapatos y pelotas de
fútbol. Hay un cuadro de los primitivistas franceses tan hermoso y plácido. Anotaré
el artista. Tan mío, diría, tan onírico para quien ha trabajado en barrios
industriales y vivido casi igual. Bucolismo del destino, señora de traje verde
y perfume de eucalipto.
Ya no se ven las casas vecinas. La sombra oscuridad domina el patio.
Enfrío una barra de chocolate para que no se derrita. Gustav Klimt y las
mujeres de Viena, el nombre de una exhibición, damas coloridas y erectas,
espectros de un mundo desaparecido, Nimrod arrojando inútiles flechas hacia el
cielo. Papá me contaba sobre el Prater.
Treinta escalones al sótano, ahí hablo por teléfono. Quien vivió antes
aquí contó de ruidos extraños. Siempre son extraños los ruidos de la noche,
nada es lo que aparenta, las zorras chillan como recién nacidos y ríen los
mapaches. O se aparece a tu lado un gran ojo de venado entre las ramas. Gritas,
claro, pero nadie oye. Con los años ya ni atención te llaman los verdaderos fantasmas,
la señorona eslava que caminaba con sombrero flotante por la calle Forest y a
quien saludabas y besabas la calavera de blanquísimos dientes. De fondo, coro
de bajos profundos, Fedor Chaliapin, el grupo de grandes búhos grises.
Árbol de Piet Mondrian, anterior a los coloridos abstractos. Bastante
melancólico, no en vano lo escondió detrás de figuras geométricas. Algo que
debiera hacer yo, rodeado como vivo de sauces sollozantes y de medias lunas de
Chesire que intentan burlarse de mí.
Voy a acostarme a mirar noticias de la guerra. Quisiera escribirte como
siempre pero no estás. Jeanne
Hébuterne.
11/07/2024
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Imagen: Afiche de exhibición de la obra de Robert Indiana
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