Monday, March 22, 2010

La experiencia literaria


 Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Alfonso Reyes dice que la escritura inicia la experiencia literaria. De acuerdo, pero deseo hacer un texto sobre la lectura y las impresiones de un lector de cómo, cuándo y con quién este fenómeno que en casos se hace indispensable sucede.

Nada mejor este otoño que semeja invierno para extrañar, desentrañar, hacer memoria de los libros y autores que se han leído, que pasaron por la vida como amantes cuyo recuerdo perdura en ocasiones y a veces se olvida. De lo olvidado mejor ni hablar ya que la economía ha trascendido incluso a las palabras y los límites se fijan no sólo en el cuadriculado de una página sino en el tiempo y la vida misma.

William Ospina relata en su paradisíaco deambular desde los Andes ecuatorianos bajando por la Gran Serpiente (el Amazonas) y retornando a la sal del mar -que implica ansioso volver a lo civilizado- un instante mágico que introduce a lo que significa la escritura, lo literario por extensión. Francisco de Orellana, el tuerto pertinaz que excede la soberbia de los Pizarro y se erige por sí solo en sitial de renombre, pierde en un temporal el grafito con el que describe el viaje;  pérdida que según el autor, puesto en el personaje a través de un narrador ignoto, es tanto o más grande que la pérdida del bergantín. Intenta reemplazarlo, cortando plumas para soparlas en tinta, quemando maderas extrañas en vano intento de carbones inútiles, iletrados. Cambia la escritura por el ejercicio de la memoria. De ahí en pronto la historia deberá ser conservada, ejercitada (valga la redundancia), en la mente del marino, del intrigante que afirma conocer todas las lenguas nativas y que crea un mito sólido, vivencial, sobrenatural y superviviente durante el extenso trayecto.

Vuelvo al invierno, porque cada frío de este brutal Colorado me invade del fantasma de De Quincey y su cottage inglés, donde los aires de té y el abrigo de la leña chimeneal se oponen al extremismo externo. Ese calor de hogar hace de Thomas De Quincey literato. Tal vez afuera la intemperie lo convertiría en leñador. Para mí, ya con dos días consecutivos de hielo que cae del cielo, vale esta paz interior. No se puede decir que sea el estadio ideal de escritura, mas aburguesar no los sentidos pero sí los medios suele dar frutos también. Me sumo en el café y deleito el martirio febril del chocolate. Sorbo en un Merlot oscuro los vicios dulces del amor y novelo, cuento, poemo y memorio las letras que eslabonadas producen conjuro.

Me pregunto a quienes he recurrido en mi vida indagando qué leer. La escuela lastimosamente no se cuenta entre ellos. Y no por hablar mal de maestros que no podían ser más de lo que eran, ni por geografía ni por circunstancia, pero para reconocer que por allí no pasó mi afición ni tampoco mi arte.

Los primeros consejeros los hallé en casa, en mis padres tan distintos y tan parecidos, en dos vertientes humanas y culturales que ayudaron mi deambular por la diversidad y la ecléctica. Si pienso en mi madre la asocio a Borges, a Güiraldes, a Horacio Quiroga, José Eustasio Rivera, Rilke, Antonio Machado, Bécquer, Dumas padre, a Lugones, Steinbeck, García Márquez y Oscar Wilde. De mi padre me viene la afición por la historia, la política, biografía, memorias, Barbusse, Enszensberger, Hugh Thomas, Upton Sinclair, Julio Verne, Salgari, los rusos, Victor Hugo, George Bernard Shaw, Hemingway, Dos Passos, Faulkner, Jack London y Papini.

Dos escritores influyeron notablemente con pléyades de autores: Ilya Ehrenburg y Jorge Luis Borges. Y, por casual afición de relacionar las cosas, fui hilvanando unos con otros: Gogol, me llevó a Sologub, y Paul Theroux a Bruce Chatwin. Pasé horas agradables con don Augusto Guzmán, en su casa de la calle Oquendo, a raíz de una introducción que él escribía sobre mis primeros auspicios literarios. Charlamos de los autores rusos que incluyó en su último libro. Sorprendido escuché su versión de los encuentros con aquellos enigmáticos nihilistas del frío. E intercambiamos opiniones de Dostoievski y Andreyev, los dos Tolstoi. El laconismo de Isaak Babel y la maestría de escribir, mientras "Guerra y Paz" permanecía como icono del manejo y la estructura.

Prometeo robó el saber, y Epimeteo abrió la caja de su esposa Pandora de donde salieron todos los males. Piedras fundamentales de todo arte. Leer es apoderarse del arma de los dioses; escribir, utilizarla. 


Siempre creo que el primer influjo es decisivo en la vida de un lector. Amor iniciático que marcará los pasos futuros. En el mío fue Homero, no el trashumante de Odiseo sino el épico de Héctor -o Aquiles, duda que todavía no he resuelto-. La Ilíada en mitin de ruidos y truenos, de héroes que sobrepasaban deidades, de ríos voraces como el Escamandro, de sensualidad con tintes sexuales en la voluptuosidad de Juno seduciendo a Júpiter. En Homero se conjugan drama y épica, romance, solidaridad, la maravilla, lo real, lo abstracto, la ficción de raíz mítica y la historia en invención... el poema. Pero, si he de ser cierto, no sólo en el clasicismo hallé los gérmenes que me harían ávido lector y luego escriba. Hubo literatura popular, la del comic, las revistas de entonces, que aparte de alimentar engendraron ilusiones creativas. Desde las usuales de caricaturas y animales parlantes, hasta la tradición infinita de Argentina en publicaciones largas de enumerar, con escritores y dibujantes de nivel superior; baste citar a Robin Wood, padre de Nippur de Lagash, Jackaroe, el Cosaco, los soldados de la Legión Extranjera francesa, John Savarese, personajes que Mandrafina delineó inolvidables y que la escritora cruceña Giovanna Rivero resucitó en un bellísimo artículo que me hubiese gustado escribir.

Desde la ágil y sin embargo no tan simple literatura del comic, hasta los descendientes de Homero: Eurípides, Sófocles y Esquilo. Muestra que las vertientes de aguas que en apariencia no se mezclan, enriquecen. Crecí con la idea de que había que leer "todo", hasta los recetarios médicos. Ahora, casi a los cincuenta, decidí lo que la juventud desdeña: selección. Apenas abro un libro, o veo las imágenes iniciales de un filme, sé si hallaré algo, o nada, en cuyo caso cierro páginas y televisor- porque el afán reduccionista de las horas limita mis capacidades de extenderme tanto como solía.

La dinámica literaria, que es febril, ya es limitante de por sí. Deseo muchas veces alcanzar a mis hijas en sus lecturas y se me torna imposible. A pesar de que los clásicos son un punto de convergencia, cada vez lo son menos. Hay tanto que se publica, y tantos intereses nuevos, que las generaciones de hoy ya no miran hacia atrás. Las vicisitudes del Quijote, esmirriado caballero preso en ética irrefutable, ceden paso a la ficción relacionada con una nueva era tecnológica, con interminables guerras de religión y la decadencia de ancianos prejuicios. Emily y Alicia leen sobre las mujeres en Afganistán, acerca del movimiento gay, temas que siempre existieron se dirá, pero cuyas perspectivas, o ángulos de esas perspectivas, han cambiado.

Retomando lo de presente y pasado hay, sin embargo, un hecho paradójico. Toda una corriente literaria -y fílmica, que es el arte más cercano a la literatura- adquiere sus fantasías del tiempo ido. Se nutre del medioevo, de las mitologías, para crear híbridos que habitan en el siglo treinta y que semejan guerreros de la tradición germánica, dioses escandinavos, hechiceras celtas. En revoltijo tal pienso a ratos que sólo giramos sobre temáticas fundamentales y reducidas, y que, como afirmaba un astrólogo de la Sorbona, la síntesis de la literatura se centra en poquísimos nombres:  Cervantes, Shakespeare, Goethe, Milton. Aún así, fuese eso cierto, fracaso en encontrar la senda que me lleve a solucionar la dicotomía de las épocas: por más que lea a pasos acelerados, aún no he superado las tres o cuatro primeras décadas del siglo XX, eso si los sumerios del Gilgamesh no me retroceden casi cinco mil años, o si Ana Ajmátova no aparece en negra noche de miseria hermosa y me acomoda en el diván verde de casa una semana entera.

Para hablar de la experiencia literaria también hay que referirse a países, regiones, grupos étnicos, razas, porque aunque ésta sea una, es tan variable en sus expresiones que parece un universo. Y eso que aún no contamos con futuras expresiones de pueblos que despiertan a su desarrollo: aymaras, antiguos uighurs que desempolvan la larga dominación china y comunismo. Me refiero a cierta masificación en la producción de arte, porque los yorubas tuvieron en la década del cincuenta a Amos Tutuola, y los quechuas se embellecieron en José María Arguedas, sin poder afirmarse que ellos eran -o son- las literaturas yoruba y quechua.

Ni mencionar la temática, de inexistentes límites, en la que, a pesar de las infinitas gama y matiz, los autores toman y retoman asuntos para darles distinta tonalidad de la que encontraron en el original. Pierre Mac Orlan reedita a Marcel Schwob; y Dylan Thomas sigue al magnífico judío francés de nuevo; Aldous Huxley ensaya el tema de los endemoniados de Loudun, que ya aparecen en forma novelada en las páginas del "Cinq Mars" de Alfred de Vigny; o Enguerrando de Marigny que si mal no recuerdo surge en dos versiones entre Dumas y Hugo.

Lo literario ocupó tal vez las mismas horas que el sueño. Y, a veces, leer se convirtió en enemigo de escribir. Ahí ya el asunto es de opciones. La magnitud de lo por leer suele abrumar aquella más difícil de lo por escribir. ¿Debe un escritor dedicar su tiempo a la lectura? ¿O su tarea es rescatar de la nada las imágenes de lo insoluto, lo invisible? ¿Es uno escritor o lector, o se pueden conjugar estas dos difíciles artes en un individuo? ¿Debo, ahora a las ocho de la noche, en un gélido día de octubre, terminar este texto o dejarme seducir por el libro de la mesa de noche que reza el nombre de George Orwell?  Sé que leyendo a Orwell encontraré pretextos para nuevas páginas, pero también me pregunto cuántas novelas mías me arrebataron Bruno Schulz, Kafka, Ramuz, Lautréamont.

Perdí o gané viene a ser la pregunta entre trágica y feliz. Y no existe, al menos en mi caso, respuesta. Me digo que de todos modos no pariría trillizos en un año, ni una obra por temporada, porque me gusta medir tanto vertiente como profundidad, pero que sí puedo aprehender mundos que jamás alcanzaría siguiendo las letras de los grandes. Adueñarme de Polonia en Wislawa Szymborska, Bashevis Singer o Czeslaw Milosz; de Perú y Ecuador en Ciro Alegría y Jorge Icaza; de Francia en Villon y Anatole France; de los Estados Unidos en Henry Miller y Sherwood Anderson. Deduzco que jamás hubiese penetrado en el mundo extraño de la pampa sin los versos del Martín Fierro, ni en las verduras impenetrables del monte sin Horacio Quiroga. Son detalles que creo no tocarían mis propias letras. Ilusiono, como Borges, en el sueño, sobre poetas menores de Hungría e islandeses literatos mientras intento conjugar la bonhomía de Odín con la sagacidad de Loki.

Y luego de trashumar por el mundo a través de los escritos, deambulo con la mirada por mi propia tierra que se alejó, y que sostiene su presencia como una novela en sí, una novela en busca de un autor. Escucho el viento barriendo las calles de un Uyuni que en la perentoreidad del contrabando se presentaba horrible y fría, y que cambia y anuda un misterio cuando la retrata Du Rels. Me pregunto dónde están los artistas que remuevan los secretos de Suipacha y Tumusla, de toda aquella región del sur que brilla como tesoro escondido. Hay que ver Cotagaita y sentir que los cerros tienen vida, que el polvo no es polvo sino sangre.

Por donde se mire, un diamante en bruto, sobre cuyas aristas se podría trabajar en cualquier estilo y que adolece de orfandad endémica. Suele ser que leer y escribir es penetrar en silencios tales, ajenos a los destinos que se les presta. Abrir o entintar una página de hombres nos convierte en nigromantes, mejores o peores no sé y en realidad no importa.
30/octubre/2009

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 14/03/10 y 21/03/10
Publicado en La Jiribilla #464 (La Habana/Cuba) 27/03 a 2/04, 2010
Publicado en Revista Lápiz-Cero (Guadalajara, México), enero-marzo 2010

Imagen 1: Escena del Orlando furioso de Ludovico Ariosto (El hechicero Altante raptando a la mujer de Pinabello), por Nicolás Poussin
Imagen 2: Figura del Códice Borgia

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