Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
La intempestiva llegada de mi primo Waldo (por Waldo Frank) Ferrufino a Aurora trae recuerdos consigo. Waldo fue uno de los primeros que me recibió, a la salida del metropolitano en Virginia Square, y mantuvo una solidez solidaria por el tiempo que viví allí; él y su hermana, Carmen.
Había olvidado historias, sin quererlo; tal vez eran demasiadas, juntas, para un cochabambino que veía en Virginia más que una posibilidad de hacer dinero y comprarse un auto -también-. Desde el largo trayecto en bus desde Miami hacia el norte, los nombres traían referencias inevitables en aquella mente joven y llena de la caducidad de la memoria. En Savannah creyó ver bambolear los cuerpos de piratas ahorcados. Herencia de Schwob y Stevenson que flotaba en las aguas atlánticas. En Raleigh, mientras el vehículo cercenaba el horizonte, quiso oír la fanfarria del sur cuando la prestancia de Robert E. Lee pareció haberse encaramado sobre los despojos del ejército de la Unión. Eso por considerar sólo dos ciudades y algo de personajes.
La geografía prestó su encanto, la extensa miasma de los estados sureños, las casonas estilo Georgia en la perspectiva del crepúsculo. Menos Miami, de espíritu prostituido en el peor sentido, sin bohemia, sin soltura, simple mixtura de burdo mestizaje.
Arreciaba el invierno de 1989, más frío mientras menos trabajo había. Triste y pronto despertar a la mendicidad espiritual de tanto boliviano que, creyéndose en un paraíso para alardear ante los nuevos, inventaba Dorados y tesoros de nunca existir. Estratificación indebida y absurda de quienes de una manera u otra representaban una fuerza de trabajo barata y nada más.
En Virginia vivía Ronald Arandia, quien desapareciera en una chichera noche de la calle Antezana, en Cochabamba, para volvernos a encontrar en medio de bailes tropicales y mujeres ágiles aunque carnosas en el bar que regentaba en la capital, Distrito de Columbia. Fernando Vargas, poeta de la urbe, washingtoniano por adopción y de Bolivia cúmulo de narraciones. Y Julio Dueri, llegado de Filadelfia, ducho en artes de alcohol y mujerío. Otros, desagradables algunos, desdeñosos, idiotas, interesantes, arribistas que deseaban por sobre todas las cosas lavar la raza y emblanquecer.
Desde la ventana en la calle North Monroe bajaban veranos e inviernos. Caminar con la nieve en las rodillas, los mapaches corriendo sus oscuras sombras a esconder; parecía un texto de Jack London, sin caballos a quienes abrir el vientre para calentarse adentro. La musiquilla del viento en los colgantes de metal de los porches, con el siseo del viento, sin faroles, avanza que avanza empujando aquel peso blanco cuya intención es detener. Llegar a la puerta de alguien que supuestamente habría de llevarte al trabajo porque tú no tienes auto, ni bicicleta tienes, y arañar en vano los nudillos para una respuesta de silencio. La noche entonces, lóbrega como nunca, cargados los árboles de desesperanza, los copos que se derraman y no aplacan la ira del desventurado. Primera Virginia que sin embargo recibía con un modesto té y masitas dulces en la casa falta de muebles, como para reírse de las tormentas.
La vida se adecuó con la experiencia y Virginia mostró faz nueva de prosperidad y sol. Se desnudaron los museos, hasta cardenales rojos piaban en el patio de atrás, el que daba al bosque. Viajes con Mirella Suárez, hija del poeta, al Shenandoah; miradas retrospectivas a los ancianos frentes de batalla. Fueran vodka o ron, o Michelob y Miller, con Ronald, a puertas cerradas tomando y cantando los rojos sones de Carlos Puebla. Un par de fotografías con Gauguin y Raúl Boulocq en la Galería Nacional.
Exhibiciones de Rembrandt, Malevich y Matisse en Marruecos.
Elegir libros en la plenitud del domingo: la trilogía de Galeano para regalar, los discursos de St. Just en la Convención, los que llevaban directo a la guillotina...
Una visita que más que retrospectiva trae emoción, la de aquel que incursiona en lo desconocido, sin haberlo buscado, en un golpe de dados cuya combinación numérica determina que siga, después de dieciséis años aquí...
09/11/05
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Publicado en Los
Tiempos (Cochabamba), noviembre del 2005
Imagen: Neblina en la floresta del Shenandoah
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